Miré cómo los ojos de Pinocho iban de un lado a otro y dije:
– Supongo que puedo colgarte en la buhardilla.
Sonó el teléfono.
– Agencia de Detectives Elvis Cole -contesté-. Hemos cerrado.
– ¿Cómo que habéis cerrado? -preguntó Frank García.
– Es una broma, Frank. ¿Qué tal te va?
No quería entrar en el asunto.
– ¿Por qué no me has llamado? ¿Por qué no habéis venido a verme esa chica tan guapa y tú?
– He estado muy ocupado. Ya sabes.
– ¿Cómo se llama la chica, la que trabaja en el Canal 8?
– Lucy Chenier.
– Quiero que vengáis los dos a cenar. Me siento solo y me gusta tener a mis amigos cerca. ¿Qué me dices?
– ¿Te importa si voy yo solo, Frank?
– ¿Pasa algo? Tienes una voz rara.
– Me preocupa Joe.
Frank guardó un rato de silencio. Finalmente dijo:
– Sí, bueno, hay cosas que pueden controlarse y cosas que no. ¿Seguro que estás bien?
– Seguro.
Al principio hablaba con Lucy cada día, pero con el paso del tiempo las llamadas eran cada vez más cortas y menos frecuentes. No me hacían gracia y después de hablar con ella me sentía peor. Para Lucy debía de ser lo mismo.
De vez en cuando me llamaba Stan Watts, o yo a él, pero aún no se sabía nada de Joe. Telefoneé ocho veces a John Chen para saber si había conseguido algo con las pruebas que había hecho, pero nunca se puso ni me devolvió las llamadas. No llegué a comprender el motivo. Me mantuve en contacto con la tienda de Joe y seguí con la búsqueda de la chica misteriosa de la furgoneta negra, pero en el fondo sin esperanzas de encontrarla. Al cabo de un tiempo empecé a sentirme como un extraño en mi propia vida; todo lo real que había habido en ella estaba cambiando.
El miércoles de aquella semana llamé a la casera para informarle de que dejaba la oficina. La Agencia de Detectives Elvis Cole había cerrado. Mi socio, mi novia y también mi empresa habían desaparecido y yo era incapaz de sentir nada. Quizá también me había desvanecido yo al perder la licencia y por eso no sentía nada. Pensé que quizás habría algún trabajo para mí en Disneylandia.
El jueves aparqué ante la casa de Frank García y llamé a la puerta, confiando en una buena cena. Abrió Abbot Montoya, lo cual me sorprendió.
– Frank y yo teníamos un asuntillo que arreglar -me explicó-, y también me ha invitado. Espero que no te importe.
– Sabes perfectamente que no.
Me acompañó hasta el salón, donde Frank estaba en su silla.
– Hola, Frank.
No me contestó. Se quedó allí en silencio un momento, sonriendo con un afecto que me llegó hasta el fondo del corazón.
– A ver, ¿por qué tengo que enterarme por otra gente? -me preguntó.
– ¿A qué te refieres?
– Lo de que habías cerrado no era una broma. Te han quitado la licencia.
– No hay nada que comentar, Frank. ¿Cómo te has enterado?
– Esa chica tan mona, la señorita Chenier. Me ha llamado para contármelo.
– ¿Te ha llamado Lucy? -pregunté sorprendido.
– Me ha explicado la situación. Dice que la has perdido por ayudar a Joe a escapar.
Me encogí de hombros y le repetí sus propias palabras:
– Hay cosas que pueden controlarse y otras que no.
No me sentía cómodo hablando de aquello y prefería evitarlo.
Frank García me entregó un sobre. Se lo devolví sin abrirlo.
– Ya te lo he dicho. No me debes un centavo.
– No es dinero. Ábrelo.
Lo abrí.
En el interior había una licencia de investigador privado del estado de California a mi nombre, junto con otra que me permitía llevar un arma oculta. También había una carta breve y lacónica de un director del tribunal en la que se disculpaba por las molestias que pudiera haberme ocasionado la pérdida temporal de mis licencias.
Miré a Frank y luego a Abbot Montoya. Y después otra vez la licencia.
– Pero soy un criminal convicto. Es la ley del estado.
Entonces en los ojos de Montoya apareció un resplandor de orgullo y me di cuenta de la fuerza y el poder que habían sido necesarios para conseguir aquello. Y me pareció que quizá tenía razón, que quizá Frank y él no eran tan diferentes de los jóvenes de la banda de la Valla Blanca que habían sido.
– Tenemos tu corazón y tú el nuestro. Para siempre -aseguró.
Frank me agarró del brazo con la misma fuerza que otras veces.
– ¿Sabes lo que quiere decir eso, amigo mío?
No fui capaz de responder, sólo de negar con la cabeza.
– Quiere decir que te queremos.
Asentí.
– Y esa chica tan guapa también te quiere.
Entonces me eché a llorar sin poder contenerme, no por lo que tenía, sino por lo que había dejado de tener.
Capítulo 43
Dos días después, mientras colgaba una copia enmarcada de mi nueva licencia en la oficina, sonó el teléfono. Al principio pensé que serían John Chen o Stan Watts, pero no era ni uno ni otro.
– ¿Sabes quién soy? -preguntó uno de los empleados de la armería de Joe.
El corazón me dio un vuelco y noté que me bajaba un sudor frío por el pecho y la espalda.
– ¿Es por lo de Joe?
– ¿Has estado alguna vez en la antigua base de control de misiles que hay encima de Encino, una que han convertido en parque? Te gustará la vista.
– ¿Joe está bien? ¿Habéis sabido algo de él?
– Qué va. Joe debe de estar muerto. Se me ha ocurrido que podríamos vernos en el parque y quizá brindar por un viejo amigo.
– Claro. Cómo no.
– Ya te volveré a llamar. Lleva unas latas de cerveza.
– Cuando quieras.
– Cuanto antes.
Y colgó.
Cerré la oficina con llave y conduje impaciente hacia el oeste, cruzando la ciudad, para subir por Mulholland.
Era una mañana de viernes clara y hermosa. Había pasado la hora de más tráfico, así que conduje deprisa, pero pensé que habría llegado pronto aunque las calles hubieran estado repletas. Tenia que ser Joe, o alguien con noticias de Joe, y conduje sin pensar ni sentir, quizá porque tenía miedo de que las noticias fueran malas. A veces a uno sólo le queda seguir negando la realidad.
El estado había construido una base de control de misiles en lo alto de las montañas de Santa Mónica durante los años de la guerra fría. Por aquella época era un centro de radar ultrasecreto dedicado a localizar aviones soviéticos que fueran a atacar Los Ángeles con bombas nucleares. Desde entonces se había convertido en un parquecito precioso que no conocía casi nadie, únicamente algunos ciclistas y excursionistas, que iban los fines de semana.
Había una furgoneta de la empresa de tortillas de maíz de García aparcada junto a la carretera. Dejé el coche detrás, me fui corriendo hacia el parque y subí por las escaleras metálicas cubiertas hasta lo alto de la torre de observación, que en su tiempo había sido una enorme cúpula de radar. Desde allí se veía el mar al sur y el valle de San Fernando al norte.
Joe Pike me estaba esperando en la plataforma.
Se puso rígido, aunque no lo abracé con demasiada fuerza. Nunca lo había visto tan pálido y delgado, aunque la camisa blanca de panadero de García le hacía parecer un poco moreno.
– Sí que has tardado en llamar, joder. No puedes imaginarte lo preocupado que me tenías.
– Estaba en México, recuperándome.
– ¿Has ido a un hospital?
Torció el gesto.
– No exactamente. ¿Qué tal el brazo?
– Agarrotado, pero bien. Me preocupas más tú. ¿Necesitas algo?
– Necesito encontrar a Trudy.