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– Que Watts diga lo que le dé la gana, pero Krantz iba detrás de lo que iba. Nadie se lleva a agentes de los SWAT para decirle a un tío que ya no le buscan. Ni siquiera monta un dispositivo. Si no quería esperar, Krantz podía habérmelo dicho a mí, o a Charlie, o a los de la tienda. Te habrías enterado.

Pike asintió sin comentar nada y pensé que quizá le traía sin cuidado. Quizás era lo mejor.

– ¿Qué vas a hacer? -pregunté.

– Llamar a Paulette.

– ¿No te importa lo que Krantz ha dicho sobre Wozniak? ¿No te importa seguir cargando con la culpa?

Se encogió de hombros, y esa vez sí me di cuenta de que no le importaba lo más mínimo.

– Que Krantz y los demás se crean lo quieran. Lo que importa es lo que yo piense y lo que haga -aseguró. Entonces inspiró hondo y dirigió las gafas de sol hacia mí-. Te he echado de menos, Elvis.

Eso me hizo sonreír.

– Ya, Joseph. Y yo a ti. Me alegro de que hayas vuelto.

Entonces nos dimos la mano y me quedé mirándolo mientras bajaba hasta la furgoneta de reparto de García y se alejaba. Permanecí un rato allí, envuelto en aquel viento caliente, diciéndome que todo había acabado, que Pike estaba en casa y a salvo, aunque en el fondo sabía que no todo había terminado ni todo estaba resuelto.

Eramos distintos. El mundo había cambiado.

Me puse a pensar si nuestras vidas podrían volver a ser iguales, o igual de buenas, y en lo que habíamos perdido.

Los demonios se cobran un peaje, incluso en la ciudad de Los Ángeles.

Quizás aquí más que en ningún otro sitio.

* * *

Hacía muchos años que vivía en mi casa, pero ya no era mi hogar. Ya no era la acogedora casa con buhardilla que me arropaba con sus maderas cálidas y su luz dorada al atardecer, allí colgada en plena ladera. Se había convertido en una enorme caverna en la que me ponía a escuchar ecos mientras vagaba de habitación en habitación buscando algo que no era capaz de encontrar. Subir hasta la buhardilla se me hacía una montaña. Y entrar en la cocina, más aún. Qué raro era comprobar que la ausencia de un ser querido podía tener aquel efecto. Qué raro era darse cuenta de que una mujer podía dejar a un hombre en cuestión de segundos y en cambio el hombre abandonado no podía recorrer ese mismo camino en toda una vida.

Aquella noche cerré la puerta y conduje por las sinuosas calles de la montaña hasta Hollywood. En los cañones se hace de noche antes y las sombras van inundando los profundos cortes mientras las altas crestas ocultan el sol. Un consejo: si se sale de los cañones se encuentra otra vez la luz y se consigue una segunda oportunidad de aprovechar el día. No dura mucho, pero nadie ha dicho que las segundas oportunidades esperen a nadie.

Sunset Strip era todo un carnaval de modernos de mediana edad al volante de Porsches a toda pastilla, tíos del valle con perilla fumando Cubanos Robustos de veinte dólares, y dos millones de jovencitas de vientre plano mostrando los anillos que se habían colgado en el ombligo en Rodeo Drive. Yo no vi nada de todo aquello. Delante de House of Blues había una cola de turistas de Des Moines que parecían modelos de venta de ropa por catálogo. Delante del Viper Room de Johnny Depp se amontonaban chavales con el pelo amarillo que se reían con los agentes de policía en motocicleta de la última víctima del ácido. No lo vi y no lo oí. El atardecer se convirtió en noche cerrada, y la noche fue avanzando. Seguí conduciendo hasta el mar y después fui hacia el norte por los abruptos desfiladeros de Malibú, para volver luego por la vía rápida de Ventura, otra masa de metal a toda pastilla. Estaba inquieto, con los nervios a flor de piel, y pensaba que si seguía conduciendo durante mucho rato quizás encontraría una solución.

Me encanta Los Ángeles.

Es una ciudad enorme que sigue creciendo hasta llegar al infierno y que nos protege con su tamaño apabullante. Ciento veinte mil hectáreas. Once millones de corazones palpitan en todo el condado, entre los que tienen papeles y los que no los tienen. Once millones. ¿Qué probabilidades hay de nada? La chica a la que han violado debajo de las letras de Hollywood no es tu hermana, el chaval que nada de espaldas en una piscina roja no es tu hijo, las salpicaduras que se ven en el cajero automático son muestras de arte urbano sin autor. Así no corremos riesgos. Cuando suceda, le sucederá a otro. Lo único malo es que cuando ella sale por la puerta no es la de otro. Es la tuya.

Salí de la vía rápida en lo alto de las montañas de Santa Mónica y giré al este por Mulholland. Allí se estaba tranquilo y no había luz; me encontraba a un millón de kilómetros de la ciudad, aunque estaba en el centro.

El aire seco soplaba contra mí como la seda, y los olores a eucalipto y salvia del desierto eran intensos. Un ciervo de cola negra pasó corriendo ante los faros del coche. Los coyotes, de ojos como rubíes, me miraban desde la hierba. Estaba cansado y pensé en irme a casa, porque aquello de conducir a la deriva era una tontería. Lo mejor sería irme a casa, dormir y seguir adelante con mi vida. Ya salvaría el mundo al día siguiente, ya encontraría todas las respuestas habidas y por haber al día siguiente.

Al cabo de un rato me paré en el arcén, apagué el motor y me quedé mirando las luces que llenaban el fondo del valle. Allí abajo había dos millones de personas. Puestas una detrás de la otra darían la vuelta a la luna. Las luces rojas de posición alumbraban las carreteras como sangre circulando por arterias entumecidas. Un helicóptero de la policía flotaba sobre Sherman Oaks e iluminaba con el reflector algo que había en el suelo. Otra ópera en la que no quería intervenir.

Bajé del coche y me senté con las piernas cruzadas en el capó. Un búho se posó en lo alto de un poste de electricidad y se me quedó mirando.

– ¿Uh? -preguntó.

Los búhos son así.

Un mes antes, casi me habían matado. Mi mejor amigo y socio también había estado a punto de morir, y desde entonces me había pasado un día tras otro pensando que jamás volvería a verle. Aquel día había estado otra vez cerca de la muerte. Samantha Dolan estaba muerta, mi novia me había dejado y yo estaba allí sentado en la oscuridad con un búho. El mundo había cambiado, y mucho. En mi interior había algo muy grande que estaba vacío, y no sabía si podría llenarlo. Tenía miedo.

Hacía bochorno, y eso me gustaba. Nada más llegar a Los Ángeles me había enamorado de la ciudad. De día era un cachorro juguetón, con muchas ganas de gustar y siempre dispuesto a sonreír. De noche se convertía en un cofre con un tesoro lleno de magia y sueños. Lo único que hay que hacer es ir tras los sueños. Lo único que hace falta es magia. Lo único que se precisa hacer es sobrevivir, como en todas partes. Eso era lo que había descubierto al llegar; eso era lo que cada vez más gente descubría allí a diario, como siempre ha ocurrido y seguirá ocurriendo. Por eso iban a Los Ángeles, ese cofre con su tesoro de esperanza.

Podía arreglar las cosas con Lucy. Podía reorganizar mi vida y llenar aquel vacío.

– ¿Uh? -preguntó el búho.

– Nada, hombre. Ya me voy -contesté.

Subí al coche, pero no me fui a casa. Encendí la radio y me puse cómodo. Ya no tenía que irme a casa. La tenía allí.

Los Ángeles no es el final, es el principio.

Igual que yo.

Robert Crais

***