No sabía cómo terminar y, de haberse tratado de cualquier otra persona, yo la habría dejado encontrar las palabras, revelar lo que temía, y le habría sacado toda la información que pudiera. Pero ella era Cynthia Pearson, antes Cynthia Fleet, y no quería ser la causa de su padecimiento.
– He tenido un desafortunado encuentro con unos hombres violentos -le dije-, pero puede estar segura de que no tiene nada que ver con sus circunstancias. De hecho, quizá le deba la vida, ya que no sé cómo habrían terminado las cosas si usted no hubiera enviado a mi esclavo a buscarme. Pero eso no es lo importante. Debe decirme para qué me ha llamado.
Ella movió su linda cabeza.
– No es nada -dijo mientras trataba de esbozar una débil sonrisa-. Mi marido ha salido en viaje de negocios y se ha olvidado de informarme de adonde iba y cuándo regresaría. Me inquieté y lo llamé a usted, pues es la única persona que conozco que podría encontrarlo, pero ahora veo que soy una tonta. No tengo ningún motivo para temer por él y, desde luego, ninguno para molestarlo a usted.
– Usted me ha asegurado varias veces que la desaparición de su esposo no le preocupaba -intervino Lavien-. ¿Y, sin embargo, mandó llamar al capitán Saunders, un hombre con el que no ha tenido contacto desde hace más de diez años?
La señora Pearson se volvió y lanzó una mirada terrible a Lavien. Creo que hasta entonces no había visto al hombrecillo, pues este se había detenido cerca de la puerta y había quedado oculto -a propósito, sin duda- detrás de Leónidas.
– Señor Lavien, ya le he indicado que nuestras conversaciones han concluido. -Cynthia me miró y añadió-: No lo habría llamado por nada del mundo, capitán, si hubiera sabido que es usted socio de ese caballero.
– No lo había visto hasta esta noche -le aseguré-. Y aunque estoy en deuda con él, si le resulta a usted odioso, cesaré de relacionarme con él en este mismo instante.
No sabía cómo podría hacer tal cosa, pero esperé que a Lavien no le ofendiera demasiado mi ofrecimiento. Cynthia sonrió forzadamente.
– Odioso, no -dijo-. Solo insistente, lo cual puede resultar bastante molesto.
– No es mi intención serlo -se excusó Lavien con una reverencia-, pero sirvo a un patrono exigente.
– A usted le corresponde soportar a Hamilton, no a mí -dijo la señora Pearson-. Y usted, capitán Saunders, está claro que ha tenido una noche difícil y le convendría mucho más irse a casa a descansar. Soy una tonta por haber empezado este asunto y espero que me perdone.
– La perdonaré -respondí-, siempre que sea usted absolutamente sincera.
– Por supuesto que lo soy -dijo Cynthia, desviando la mirada.
– Entonces -intervino Lavien-, ¿por qué ha pensado usted que las heridas del capitán Saunders eran resultado del intento de requerir su ayuda?
– Yo no he dicho tal cosa.
Era cierto que no lo había dicho, pero lo había dado a entender claramente. Sin embargo, era evidente que no deseaba que nos quedáramos y que no la haría cambiar de opinión por mucho que insistiese. Habría tiempo para un nuevo contacto.
Como si me leyera el pensamiento, la señora Pearson retrocedió unos pasos.
– Debo pedirle que se marche, capitán Saunders, y que no vuelva.
– Está bien -acepté. Consideré que lo mejor era asentir lo más deprisa posible, antes de que me hiciera prometérselo. Cuanto más dijera, menos podría, más adelante, fingir que no la había entendido-. Vamos, señor Lavien. No es necesario que insistamos.
Sostuve la puerta abierta para que salieran Lavien y Leónidas y me volví para lanzarle una última mirada.
– Buenas noches, señora Pearson.
– Buenas noches -repitió ella. Abrió la boca como si fuera a añadir algo, pero se detuvo. Parpadeó y me miró muy directamente-: Y, capitán Saunders, me alegro mucho, muchísimo, de volver a verlo.
¿Fueron imaginaciones mías, o había cierto tono de súplica en su voz, en su expresión? No creí que anhelara mi persona o mi compañía, sino otra cosa, comunicar algo de importancia. Yo había querido a su padre como si fuera el mío propio y los dos habíamos caído en desgracia por culpa de Alexander Hamilton. Yo la había amado y tal vez la amaba todavía, y ahora estaba casada con otro. Los niños de la casa, que ahora dormían sumidos en sus tranquilos sueños infantiles, deberían haber sido mis hijos. No podría tenerla en esta vida pero, si corría algún peligro, estaba dispuesto a despejarlo y ¡ay de quien se interpusiera en mi camino! Yo no era como el señor Lavien, capaz de hazañas marciales milagrosas, pero tenía mis métodos, mis trucos, y estaba más que dispuesto a usarlos.
Capítulo 4
Joan Maycott
Otoño de 1788
Andrew y yo nos casamos. No inmediatamente, por supuesto, pues hubo que cumplir con todo el noviazgo, que fue tan interesante y gratificador emocionalmente que no deseé apresurarlo, sobre todo porque me proporcionaba excelentes anotaciones en mi diario. Todos aquellos dulces y torpes momentos, las largas charlas, la vibración de los momentos robados en establos y cocinas y bajo el vasto cielo estival, querían ser descritos. Disfruté de maravillosas primeras veces, una tras otra. Menos agradables, aunque tal vez igual de novelescas, fueron las tediosas reuniones de nuestras familias, llenas de conversaciones forzadas y de halagos a los quesos y los pasteles, a la excelencia de los huevos o a la fragancia de las manzanas. Mi madre, encantada con la perspectiva de que emparentara con tan buena familia y de que fuera a casarme con un hombre tan atractivo, me insistía constantemente en que apartase la nariz de los libros y dejara de escribir sin cesar en el diario. A Andrew, en cambio, le encantaba que hiciera aquellas cosas. Admiraba mi tenacidad y mi ambición. Mi madre decía que era tonta, porque los americanos -y, en particular, las muchachas americanas- no escribían novelas. ¿Y por qué, le replicaba Andrew, no había de ser su Joan la primera en hacerlo? Aquel era un nuevo principio para un nuevo país y no había ninguna razón por la que yo no pudiera ser la mujer de letras más destacada de la nueva república.
Al principio, me preocupó que, en cierto modo, hubiera forzado con engaños a Andrew a pedirme en matrimonio, que hubiera sido demasiado lanzada con él y lo hubiese llevado a confundir sus sentimientos. No obstante, el tiempo tranquilizó estos temores. El siempre me recibía con una talla decorativa o con una pieza de joyería que había hecho para mí, con un ramo de flores o incluso, en una ocasión, con una cinta nueva que atarme al sombrero. En las reuniones familiares, siempre inventaba algún medio de que nos viéramos a solas, aunque solo fuera un minuto, para robarme un beso lleno de pasión y deseo y de anhelo de tenerme para él, de tomar de mí cuanto pudiera darle. Cuando nos separábamos, veía aquel anhelo en sus ojos y yo también lo sentía. Mi relación con Andrew había empezado como una especie de experimento de jovencita, pero había cambiado, se había transformado en auténtico amor de mujer.
Pasamos dos años de noviazgo, durante los cuales asistimos a reuniones familiares, banquetes y bailes en la ciudad (una vez que él pudo hacerlo sin bastón, aunque continuaba cojeando cuando había humedad y cuando algo lo preocupaba mucho). Hubo que discutir asuntos de dinero, pero sus padres no insistieron en exigir una dote que mis padres no podían permitirse, pues vieron el afecto de Andrew por mí y se alegraron de que su muchacho, que había visto tantos horrores durante la guerra, disfrutara por fin de una porción de felicidad.
Andrew era el pequeño de tres hermanos y, por tanto, no iba a heredar la granja de la familia, lo cual le producía cierta tristeza, pues le gustaba trabajar la tierra. Había pasado poco tiempo en ciudades, pero lo que conocía de ellas no le gustaba. Yo, en cambio, siempre había anhelado la vida urbana, aunque solo la conocía por las novelas, y tenía la firme opinión de que debíamos trasladarnos a Nueva York. En el parecer de Andrew influían los prejuicios de la guerra, cuando la ciudad era capital de los británicos, y al principio se resistió, pero no había sido nunca una persona irrazonable. Solo llevábamos seis semanas casados cuando llegamos a Nueva York, donde Andrew esperaba establecerse de carpintero, oficio que conocía bien de la granja y que había perfeccionado durante la guerra construyendo casamatas, fortificaciones y reductos y -más adelante, cuando hubo aprendido con hombres más cualificados- muebles para las tiendas de los oficiales.