Nuestros proyectos encontraron trabas casi desde el principio. Teníamos menos dinero del que se habría requerido para tal empresa y no podíamos permitirnos vivir en una de aquellas encantadoras casitas holandesas cercanas a la Broad Way, por lo que alquilamos una casa entre el estanque Collect y el embarcadero de Peck. Era una zona humilde, poblada por inmigrantes y desesperados. Las calles estaban enfangadas y, a menudo, salpicadas de perros y gatos muertos. Los caballos no duraban mucho antes de ser despojados de la piel, de la carne y de las pezuñas. A veces, con tiempo seco, se descubrían pilas de huesos arrimadas a las desvencijadas casas de madera. Cuando llovía, las calles eran gruesos ríos de fango que avanzaban lentamente e inundaban nuestra vivienda. Era un mal lugar para un taller de carpintería, pero no podíamos pagar uno mejor. Con todo, teníamos nuestra casa y nuestra intimidad y, aunque solo podíamos permitirnos el pollo más flacucho y el queso más magro, nos conformábamos, felices de estar juntos y a solas.
Nueva York había sufrido bajo la ocupación y por todas partes se apreciaban las muestras del trato descuidado que había recibido de los británicos, que nunca la habían considerado más que un lugar de acampada y diversión. Buena parte de la ciudad había ardido y, a pesar del tiempo transcurrido, bastantes edificios seguían siendo apenas cuatro paredes ruinosas con las vigas requemadas; otros habían quedado en un estado de decadencia terrible y la gente -mucha de la cual había dado apoyo a los británicos- vivía ahora reducida a la penuria. Los partidarios de la Corona que no habían huido vagaban por las calles como aturdidos, incapaces de asimilar que habían apostado por el caballo perdedor y que se habían quedado sin blanca.
No obstante, a pesar de todo, Nueva York era una ciudad en auge. Aunque de lo que más se hablaba era de si la nueva Constitución sería ratificada por los estados, muchos neoyorquinos estaban tan convencidos de que iban a ser el centro de un nuevo experimento imperial, que ya habían empezado a hablar de su ciudad como «la ciudad imperial» y de su estado como «el estado imperial». Por todas partes, las calles deterioradas se transformaban en hileras de encantadoras casas de ladrillo con techo de tejas. Los grandes bulevares llenos de tiendas -Wall Street, la Broad Way y Greenwich Street- se hacían más refinados día a día. A lo lejos, al norte, se sucedían los pueblecitos pintorescos y las tierras de labor y, más allá, se extendía un territorio de montes y bosques de sublime belleza. Caminábamos por las calles empedradas de la nueva capital imperial y paseábamos junto a los ríos repletos de un bosque de mástiles de barcos mercantes, pero siempre nos rodeaba la majestuosidad de la naturaleza intacta. No podía haber nada más norteamericano.
Aunque yo vivía en esta ciudad dedicada al comercio, continuaba teniendo problemas para escribir mi novela, sobre todo porque aún no sabía qué deseaba contar. Cuando encontraba tiempo, me dedicaba a leer mis libros sobre finanzas: el Diccionario Universal del Comercio y las Finanzas, de Postlethwayt, el Cada hombre, su propio agente comercial, de Thomas Mortimer, La riqueza de las Naciones, de Smith y un millar de áridos folletos sobre toda clase de temas, desde el libre comercio a los impuestos, las tarifas y las tasaciones. De todas aquellas lecturas, estaba convencida, saldría una novela.
Aunque allí las mujeres no eran bien acogidas, en alguna ocasión visité Merchant's Coffehouse, una cafetería de Wall Street donde se negociaban mercaderías, valores bancarios y préstamos gubernamentales en una especie de frenesí organizado. Unos hombres voceaban precios a gritos mientras otros intentaban comprar a buen coste o vender antes de que el precio bajara. En aquel lugar había, pensé, algo genuinamente norteamericano. En Inglaterra, los intermediarios trataban sus asuntos en Londres; en Francia, los negocios se hacían en París. En cambio, en Norteamérica, se negociaba en Boston, Nueva York, Filadelfia, Baltimore y Charleston. ¿Qué efecto tenía un mercado descentralizado sobre los precios y sobre la capacidad del comerciante para obtener beneficios? Ya entonces, me pareció que un agente poco escrupuloso, con unos cuantos jinetes veloces a su servicio, podía aprovecharse del sistema y sacar cuantiosos beneficios. Esto también me pareció americano de raíz, pues éramos un país donde la inteligencia y el ingenio se dedicaban rápidamente a la trapacería y al fraude. Con qué facilidad, pensé, la firme energía de la ambición daba paso, en una tierra indómita como aquella, a la irritante obsesión de la codicia.
Que no tuviéramos hijos también me desmoralizó. Durante los cinco años que vivimos en Nueva York, me quedé embarazada tres veces, pero siempre perdí el niño antes del cuarto mes. Los médicos y comadronas me administraron toda suerte de medicinas, pero no sirvió ninguna. Con el paso de los años, empecé a desalentarme. Por mucho que me esforzara, no podía producir ni libros, ni hijos.
Quede claro que Andrew era un carpintero perfectamente capaz y buen comerciante. Era habilidoso y trabajador, ahorrativo y esforzado y no me cabe duda de que el negocio habría florecido si hubiéramos podido instalarnos en una calle mejor, pero nos vimos atrapados en el horrible círculo de pobreza que nuestro vecindario hacía inevitable. Andrew ofrecía sus servicios barato y tenía bastante trabajo pero, una vez pagábamos las rentas y las facturas, quedaba muy poco. Había meses en que ganábamos menos de lo que gastábamos y, después de años de intentar que el negocio de la carpintería saliera rentable, Andrew empezó a preguntarse si no era mejor darse por vencido y probar otra cosa, aunque ni él ni yo sabíamos qué podría ser.
Como muchos soldados, Andrew había descubierto, al licenciarse del ejército, que el gobierno independiente no tenía fondos para pagarle. Con todo, había conservado los pagarés en lugar de venderlos a especuladores por una pequeña parte de su valor declarado, como habían hecho otros muchos. Luego, avanzado 1788, Andrew regresó una tarde a casa de un humor taciturno. Después de una cena escasa, me dijo que debíamos hablar de una cosa de gran importancia. Había conocido a un hombre, llamado William Duer, un influyente comerciante de la ciudad emparentado con Alexander Hamilton, de quien se rumoreaba que sería el nuevo secretario del Tesoro cuando el general Washington ocupara el cargo de primer Presidente, en abril.
Nadie sabía qué futuro esperaba a la deuda de guerra que tenían los diversos estados. Algunos decían que el gobierno federal proyectaba asumir tales obligaciones y satisfacer todos los pagarés. Otros afirmaban que la deuda se declararía nula y que los soldados como mi marido se verían obligados a aceptar que no recibirían nunca lo que se les había prometido. No había modo de saber qué sucedería, había dicho el tal Duer, pero había hombres que, dispuestos a arriesgar, habían adquirido tierras a precio asequible en el oeste de Pensilvania, cerca de las confluencias del Ohio, y ofrecían cambiar por fincas la deuda de guerra, asumiendo ellos el riesgo de cobrarla algún día.
Yo no conocía nada prometedor o atractivo del oeste de Pensilvania, pero Andrew siempre lamentaba haber abandonado la vida de campo. ¿No podía ser aquella nuestra oportunidad? Las tierras del Oeste, afirmaba Duer, eran maravillosamente fértiles. En otro tiempo, habíamos querido dejar atrás las granjas en que vivíamos pero, después de años de luchar en la ciudad, quizá lo que necesitábamos era algo familiar.