Siempre había considerado a Andrew más inocente que yo y le dije que quería conocer a aquel señor Duer personalmente, por lo que al día siguiente lo recibimos en el salón, si podía considerarse tal, del piso de arriba de nuestra casita. Fuera, llovía y estuve temiendo todo el rato que el piso se inundara mientras teníamos allí a un invitado.
Duer era un hombrecillo de estatura y constitución menudas, de cuarenta y tantos años, bien vestido y de rasgos delicados que le daban un ligero aire aniñado, pero no afeminado, pues se lo veía demasiado nervioso para ello, como una ardilla que royera una nuez. Sus ojos castaños, de un tono muy claro, se movían como centellas, pero no se quedaban mucho rato fijos en nada. Andrew y yo nos sentamos en un banco con cojines mientras Duer ocupaba una silla bien acabada -la había hecho el propio Andrew- enfrente de nosotros, tomando té y sonriendo con una boquita llena de dientes pequeñísimos. Con la taza en la mano, se movía ligeramente a un lado y a otro en lo que supuse que era una muestra de entusiasmo o un exceso de energía.
– Se trata de una empresa considerable -dijo con una voz ligeramente aguda, casi un gemido, que se quebraba cuando alargaba una vocal-. Ustedes deberán decidir si se trasladan al oeste de Pensilvania, una tierra que no han visitado jamás, y empiezan allí de nuevo. El viaje es largo y los llevará lejos de todo lo que conocen. Sin embargo, también es una maravillosa oportunidad para mucha gente, hombres a los que el país al que han servido no ha recompensado, de cambiar sus pagarés intangibles por tierra de valor real.
– Si la tierra tiene valor y los pagarés, no, ¿por qué propone tal negocio? -pregunté.
El levantó la taza en saludo a Andrew y observé los puños de sus mangas, de un blanco sobrenatural.
– Tiene usted una mujer lista, señor; lista y observadora. Algunos hombres de mente estrecha consideran a la mujer inteligente una maldición, pero yo no soy uno de ellos. Admiro prodigiosamente a tales mujeres y lo felicito por la suya.
– Pero no ha respondido aún a su pregunta -dijo Andrew.
– Mi propia esposa, lady Kitty, es una de ellas. Y es prima, ¿sabe usted?, de la esposa del coronel Hamilton.
– Es evidente que tiene usted una excelente situación doméstica -comenté.
– Sí, gracias, más que excelente. Bien, verá usted, señor Maycott, las tierras del Oeste son feraces, pero baratas por su abundancia; hay más tierra que gente para poblarla. Yo la compro barata, pero será de gran valor para quienes desean vivir en el campo, trabajar su finca y tener una vida plena lejos de la ciudad, pues en ella crecerá casi cualquier cosecha y alimentará al ganado. Los inviernos allí son suaves y los veranos, largos y agradables, sin el calor opresivo e insalubre que puede hacer aquí.
Le entregó a Andrew un folleto titulado «Una relación de las tierras de Pensilvania occidental», que, como descubrimos más tarde al leerlo, describía un paraíso agrario de campos de cereales y huertos de verduras que crecían casi sin atenderlos. Como la tierra era tan fácil de cultivar, las familias establecidas allí tenían más tiempo libre que las de otras zonas y los bailes, con bellos vestidos y trajes de confección casera, se habían convertido en una auténtica pasión. Era un lugar de refinamiento rural, distinto a cualquier otro en el mundo, pues solo en este país, donde aún seguían sin propietario buenas tierras, podía darse tal independencia y tal éxito. Aunque el sueño de la república norteamericana hubiera nacido en el Este, estaba alcanzando su pleno florecimiento en el Oeste.
– Yo cargo con el riesgo de esta inversión -dijo Duer-. Si el nuevo gobierno decide asumir la deuda de guerra, sacaré beneficio. Si decide no hacerlo…, en fin, la tierra me salió barata y las pérdidas no me afectarán mucho. En toda transacción de esta clase, cada parte hace una apuesta a que saldrá beneficiada, pero un especulador también tiene que tomar en consideración las consecuencias de salir perdiendo. En mi caso, la pérdida me hará más pobre, pero debo perder en alguna ocasión y no arriesgo nada de lo que no me pueda desprender. En el caso de ustedes, si arriesgan y pierden (es decir, si no les gustan sus nuevas circunstancias) se habrán desprendido de unos pagarés que tal vez un día representen dinero, o tal vez no. A cambio, seguirán teniendo sus tierras, su riqueza en comida y cosechas y su independencia.
Andrew tenía una expresión grave, pero yo sabía que era un modo de disimular su entusiasmo. Debía de estar imaginando las casas de campo de nuestra juventud, la mesa sobre la que humeaba un cochinillo asado, rodeado de fuentes de col, zanahoria y patatas y pan recién hecho, todo ello producto del trabajo de sus propias manos. Tal vez la tierra no tuviera mucho valor, pero eso era ahora. ¿Y qué cabía decir de tener hijos? Andrew creía que el aire de la ciudad era nocivo. En el campo, tendríamos hijos y ellos heredarían las tierras, cuyo valor aumentaría conforme la nación avanzara hacia el Oeste.
Yo, sin embargo, no estaba tan entusiasmada.
– Me preocupan los indios -dije-. He leído más de un relato de gente del Oeste asaltada por los salvajes. Hombres asesinados, niños muertos o raptados, mujeres forzadas a convertirse en esposas indias…
– Qué mujer más lista, pensar en estas cosas. Y está bien informada, además. Lo felicito, señor, por tener una esposa tan excelente.
– Tal vez debería usted felicitarla a ella directamente -sugirió Andrew.
Duer sonrió muy cortésmente… a Andrew.
– Sí, los salvajes fueron una amenaza durante la guerra, pero se debía a la influencia de los británicos. Ahora, los indios han sido expulsados; todos, menos los que han abrazado nuestra fe. Y así como sus hermanos paganos pueden ser más salvajes de lo que se pueda imaginar, los que aceptan la religión parecen auténticos santos. Viven según los principios cristianos y no levantan nunca la mano contra nadie. Todos dicen que son mejores vecinos que los hombres blancos. No es que los blancos tengan excesivos defectos, pero la novedad del cristianismo inspira a los indios a tomarse sus enseñanzas muy a pecho y a guiarse siempre por su doctrina.
– Tal vez deberíamos ir a ver las tierras -sugerí-. Entonces, le haremos saber nuestra decisión.
– Su excelente esposa propone una idea excelente -asintió Duer-. Muchos prefieren hacer lo que dice. Conozco un grupo que parte en esa dirección dentro de dos semanas. El viaje no debería llevarles más de un mes y medio, aunque puede que tarden más en el regreso, pues necesitarán encontrar una partida que se dirija al Este. En las tierras de las que hablamos, los indios han sido pacificados por completo, pero en las tierras vírgenes que hay por medio solo es seguro viajar, todavía, en grupos numerosos.
Andrew movió la cabeza en gesto de negativa.
– No puedo mantener mi casa si no trabajo en el taller. No veo cómo podríamos viajar allí para inspeccionar nuestra propiedad.
– Si no vemos las tierras, no podemos comprarlas -lo secundé-. Usted lo comprenderá.
– Perfectamente. Si no ven las tierras, está claro que no puede comprarlas. -El señor Duer empezó a recoger sus cosas y a farfullar gentilezas acerca de que si necesitábamos algo de él, no vaciláramos en llamarlo. Luego, se detuvo a media frase-: Se me ocurre una cosa. Es el germen de una idea. Esperen… -Levantó una mano en un gesto que decía que guardáramos silencio mientras recogía la idea del éter-. ¿Tendría algún efecto en su opinión que pudieran hablar con alguien que ha visto las tierras, que ha vivido en ellas?
– No puedo decirle con seguridad -respondió Andrew-. Dependería mucho de quién fuese esa persona.