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– Claro, tiene que depender de la persona, cómo no. Pero sería útil, no lo dude, hablar con ella. Pues bien, conozco a un propietario que está en la ciudad esta misma semana -dijo-. Tal vez pueda convencerlo de que dedique unos minutos a responder a sus preguntas.

Aceptamos que merecería la pena tener aquella conversación y, dos días más tarde, Duer volvía a estar en nuestro salón, acompañado esta vez por un individuo de aspecto rudo, llamado James Reynolds. El hombre tal vez no era mayor que Andrew, pero tenía el rostro surcado de arrugas, curtido por el viento y el sol. Una gruesa cicatriz le recorría la cara desde la frente hasta casi la boca, cruzando sobre el ojo derecho en un profundo vórtice de violencia que, misteriosamente, había dejado intacto el ojo. Llevaba ropas de confección casera de un tejido basto, pero bien cortadas y no faltas de cierto estilo. De hecho, se comportaba con la rigidez de un orgulloso caballero propietario de una plantación, aunque sus modales eran un poco más bruscos. Tenía los dientes de un tono sepia por culpa del hábito del tabaco y tenía tendencia a limpiarse la nariz con el dorso de la mano.

Reynolds tomó un sorbo de té sujetando la taza con extraño cuidado, como si pensara que podía aplastarla entre sus dedos al menor descuido.

– Bien, aquí, el señor Duer quiere que les hable de Libertytown -tenía una voz rasposa, como si su garganta estuviera forrada de grava.

– Libertytown -repitió Andrew-. Me recuerda la guerra.

Reynolds sonrió:

– La mayoría de nosotros servimos de una manera o de otra durante la contienda.

– ¿Está satisfecho de la vida que lleva allí? -preguntó Andrew.

– Debe entender que no nací en situación desahogada. Mi madre era bordadora y mi padre murió joven. En Libertytown, trabajo mis propias tierras y nadie me da órdenes. Cultivo más de lo que necesito, comercio parte del excedente con otros granjeros y el resto lo mandamos al Este. Ya tengo unos ahorrillos. No tenía muchos pagarés para cambiar, no tantos como usted, de modo que nunca seré rico con lo que me dé la tierra. Pero le voy a decir una cosa: tampoco seré nunca pobre.

– En su opinión, ¿ese lugar es el paraíso que describe el señor Duer?

El hombre se pasó una mano por el pelo, que le caía libremente hasta los hombros, cortado irregularmente y muy negro, aunque jaspeado de gris, o tal vez de ceniza. Se volvió a Duer y le dijo:

– ¿Tendría la amabilidad de dejarnos a solas unos minutos?

– Vamos, señor -protestó Duer-. Seguro que no hay nada que usted pueda decir que yo no deba escuchar. Somos todos amigos que pueden hablar con sinceridad.

– Solo un momento, si me hace el favor.

– Solo un momento, pues.

Duer se levantó, nos dedicó una reverencia y abandonó el salón. Al cabo de un momento, lo vi por la ventana, caminando arriba y abajo por la calle. No me pareció especialmente inquieto, sino más bien un hombre que tenía otras cosas en que ocupar su tiempo y no le gustaba que los asuntos se alargaran más de lo que había previsto.

Una vez se hubo marchado, el señor Reynolds exhaló un suspiro de alivio, como quien se ha excedido en un banquete y se desabrocha el pantalón. Dejó la taza y se inclinó ligeramente hacia delante en su asiento.

– Ahora les contaré la verdad. Ese Duer cumple su palabra. De todos modos, deben entender que le interesa cambiar tierras por pagarés de guerra. Se dedica a eso y, por ello, pone las cosas de un determinado color.

– No es el paraíso -dijo Andrew.

– No existe ninguno en este mundo, señor Maycott. Ni nada que se le acerque, de modo que no dé crédito a esas monsergas. Los inviernos no son tan suaves como dice; tenemos grandes nevadas como todo el mundo. Los veranos pueden ser bochornosos y sofocantes y llenos de pequeños bichos voladores que a veces uno cree que van a volverlo loco. De vez en cuando, hemos tenido problemas con los osos. Hace un par de años, un amigo mío murió en un encuentro con uno de ellos cuando falló el tiro y le dio a la fiera en la pata, en lugar de en la cabeza.

– ¿Lamenta haber cambiado los pagarés por la finca? -le pregunté.

– Ni por un momento -respondió-. No es perfecta, pero no he tenido nunca una oportunidad mejor. La tierra es maravillosamente fecunda y los cultivos casi crecen solos. En cuanto a la sociedad, no se podría pedir gente mejor. Duer les habrá hablado del baile, supongo. Le encanta hablar de los bailes. Existen sociedades y clubes de todo tipo. Tenemos periódicos, publicaciones y libros… Llegan con retraso, pero nos llegan.

– ¿Y los indios? -preguntó Andrew.

Dio la impresión de que la pregunta le resultaba divertida.

– Los malos han sido ahuyentados y los buenos son como niños. No hacen más que rezar y trabajar. Les pides que te cambien una mazorca de maíz por seis de las suyas y no solo aceptan, sino que te dan las gracias. Para algunos, los pieles rojas resultan un poco inquietantes, pero nunca hacen daño a nadie.

– ¿Cree usted que la mayoría de los que viven allí comparte sus opiniones? -preguntó Andrew.

– Siempre hay algunos que no se adaptan. Hay quien no ha trabajado nunca la tierra, ni siquiera la fácil, y descubre que no le agrada la labor. O llegan de Filadelfia, Boston o Nueva York y no se acostumbran a la sencillez de las casas y de la ropa. No existe en el mundo nada que complazca a todos, es la pura verdad, pero cuando alguien decide irse, siempre hay un vecino al que le ha ido bien y está dispuesto a comprarle su propiedad.

– Le agradezco su sinceridad -dijo Andrew.

Reynolds sacudió la cabeza.

– Estoy obligado a ella. No somos una comunidad muy grande, señor Maycott, y no deseamos gente que no quiera estar allí. Pero a un patriota como usted puedo prometerle que se sentirá muy bien recibido. Y le diré una cosa más -añadió, observando el salón y fijando la vista en las estanterías de libros que apenas nos podíamos permitir-: veo que tiene libros. No olvide traerlos. En el Oeste sacará un mejor precio por ellos, si quiere venderlos. Y si se aviene a prestarlos, no encontrará mejor manera de hacer amigos.

El señor Reynolds se marchó, volvió el señor Duer y continuamos hablando. Cuando nos quedamos solos, no comentamos nada y nos limitamos a volver a nuestras respectivas tareas, pero a la mañana siguiente, cuando desperté, Andrew me tomó de la mano y estudió mi rostro como lo hacía cuando su amor era reciente y fresco. Comprendí que todo estaba decidido. Después de luchar por sacar adelante el taller, Andrew tenía la oportunidad de recuperar la independencia de trabajar la tierra. Yo, por mi parte, me había convencido de que aquella era la ocasión que había estado esperando. Si deseaba escribir una novela americana, ¿qué mejor posibilidad tendría de experimentar un modo de vida auténticamente americano? Iría a la frontera, viviría entre colonos, escribiría de su existencia, abriendo campos y cultivándolos, de indios y de buhoneros y de tramperos, de gente del Oeste que vivía gracias a su fuerza, a su arrojo y a su tenacidad. Escribiría la novela que definiría, para el futuro, la naturaleza misma de la vida en el nuevo país. Mi entusiasmo fue tal, que ni por un momento imaginé que la tierra no respondiera a mis expectativas. Sin embargo, pronto me daría cuenta de que nos habían engañado y habíamos cambiado la esperanza en nuestro futuro por nada más que cenizas y pesares.

Capítulo 5

Ethan Saunders

La lluvia se había apiadado de nosotros y había amainado, de modo que los tres nos alejamos de la casa de los Pearson con cierta comodidad. No sabía qué pensar de aquella extraña experiencia. ¿Cómo se había enterado la señora Pearson de que yo estaba en Filadelfia? ¿Por qué había decidido ponerse en contacto conmigo para rechazar mi ayuda después? Al ver mis heridas, ¿había pensado realmente que estas estaban relacionadas con la desaparición de su marido?