– ¿Es verdad eso? -preguntó en voz baja. Al ver que no obtenía ninguna respuesta, repitió la pregunta con un bramido-: ¿Es verdad?
Fue como el fuerte y sonoro rugido de un león trastornado. Entonces, sacó dos pistolas cargadas de la chaqueta, las blandió en el aire, como si no supiese qué hacer a continuación, y se volvió hacia nosotros.
– No, Dalton -dijo Joan, interponiéndose, pero él la apartó de un manotazo en el pecho y la mujer se tambaleó hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó de rodillas.
Leónidas sacó su pistola y apuntó a Dalton.
– Dispare y es hombre muerto -le dijo.
– Por el amor de Dios, Leónidas, si vas a matarlo hazlo antes de que me dispare, no después, pero suplico que nadie dispare a nadie. Miren, si tienen ojos. Ese hombre de la escalera apunta con una pistola a su esposa. Es él quien dice que hicimos daño a su amigo. No es verdad. Es cierto que encerramos a Skye, pero no lo hemos herido. El mismo se lo dirá. -Le lancé a Joan la llave de la habitación de Skye-. Vaya, ábrale y pregúnteselo. ¿Por qué íbamos a matar a un hombre y a dejar al otro con vida? Eso no lo haríamos. Si este hombre, que es un ladrón y un embustero famoso, dice que el amigo de ustedes está muerto, es sin duda porque él mismo lo ha matado.
No sé si me creyeron pero aquello nos serviría para ganar tiempo, que era lo máximo a que podía aspirar en aquel momento.
– Guarde el cuchillo -le indiqué a Lavien, solo moviendo los labios. Para mi asombro, obedeció, aunque tuve la certeza de que, si quería, volvería a sacarlo en cuestión de segundos. Por ahora, sin embargo, iba a darme la oportunidad de comprarle el alma al diablo.
Me agaché y ayudé a Lavien a ponerse en pie, apoyado en su pierna buena. Por más dolor que hubiese sufrido, no parecía más incapacitado que antes. Le tendí el arma y creo que hizo un alarde utilizándola de muleta y nada más.
– No niego que queremos escapar -le dije a Joan-, pero así es el juego. Ustedes hacen su jugada y nosotros, la nuestra. Eso es todo. Pero este hombre -añadí, señalando a Pearson- ha tomado como rehén a su esposa, que es lo más vil que una persona puede hacer. Mató al amigo de ustedes sin otro motivo que echarnos la culpa a nosotros.
Lavien se volvió hacia Dalton y sacó el cuchillo que llevaba al cinto. Aquello significaba que sería el objetivo del primer ataque, porque un hombre no puede apuntar a dos enemigos a la vez. No perdí un instante y alargué la pierna hasta golpear la buena de Lavien, que cayó al suelo sobre la mala. No imagino el dolor que sintió, pero no hizo ruido, aunque torció el rostro de padecimiento o tal vez de la sorpresa. O quizá de alivio, pues, mientras caía, Dalton disparó la pistola, la cual emitió un estampido atronador y llenó la pequeña estancia de humo negro y olor acre. La bala surcó el aire en el lugar que Lavien habría estado y fue a incrustarse en la puerta delantera. Hubo un segundo disparo, un instante después del primero, y volaron astillas de madera y el sol irrumpió en aquel lúgubre vestíbulo al tiempo que la puerta se descolgaba de las bisagras. Aquello, por lo menos, era un pequeño golpe de suerte, si vivíamos para aprovecharlo.
Me acordé de aquella noche en Helltown, una noche que ahora se me antojaba lejana en el tiempo, en la que decidí dejarme matar por Dorland. Allí plantado en aquel frío y sucio callejón de Helltown, había reflexionado que tal vez podía convencerme de seguir viviendo, pero había contenido la lengua. En esta ocasión no callaría. El aire olía a pólvora y los ojos me escocían del humo. A mi espalda, se abrió una puerta y el sol se coló en aquella reunión nuestra tan violenta. Aquello terminaría con más muertos, probablemente. En la estancia había demasiada gente por la que sentía afecto, tal vez las únicas personas en el mundo que me importaban, y no permitiría que fuese así.
– ¡Alto! -grité-. ¡Deténgase! ¡Dejemos de lado la violencia!
Con la otra pistola, Dalton apuntó a Lavien, que estaba postrado en el suelo, y yo me interpuse directamente.
Hasta aquel momento, Cynthia había permanecido muda como una estatua y yo apenas me había atrevido a mirarla. Ya se había disparado un arma y seguramente no sería la única. No permitiría que el miedo hiciese mella en mi determinación. Entonces, Cynthia habló y su voz, aunque temblorosa, tenía una suerte de claridad que me asombró.
– Es verdad, Dios mío, es verdad. Yo sabía que era cruel, pero nunca pensé que pudiera matar a un hombre a sangre fría. Se acercó al amigo de ustedes y este no sospechó nada.
¿Había habido alguna vez alguien tan enamorado como yo en aquel momento? Desde la caída de Eva, ¿había disfrutado un hombre tanto con las mentiras de una mujer?
– Calla -le dijo Pearson con un bufido-. No es cierto -añadió, volviéndose a los demás, pero Cynthia había dicho la más convincente de las mentiras y su esposo tuvo el infortunio de sonar absolutamente falso, por más que dijera la verdad.
– Suelte a la dama -le dijo Leónidas, apuntándolo con su pistola.
– Pero si mienten… -dijo.
– Si no apunta a una mujer con una pistola, lo que diga será más creíble.
– Es mi esposa. Puedo hacer con ella lo que me venga en gana.
– Suelte a la dama -dijo Joan con voz dura y airada. Sin saber cómo, Cynthia, encañonada por su esposo al borde de la escalera, se había convertido en la persona más importante para todos los reunidos. No lo eran el muerto del piso de arriba, ni los dos prisioneros que intentaban escapar, ni la puerta abierta a la libertad que había a nuestra espalda.
Pearson la soltó y Cynthia corrió escaleras abajo en dirección a mí. Nuestros ojos se encontraron y ella, durante un brevísimo instante, asintió y supe que aquel era el momento en que tenía que ponerse a prueba. Tenía que ser la mujer que siempre había querido ser, o me fallaría. Me atreví a sostenerle la mirada durante un largo e importante momento y esperé que bastara para que ella comprendiera.
– Zorra estúpida -le espeté-. Todo es culpa tuya.
Cynthia retrocedió un paso y la expresión de dolor en su rostro era tan real, o parecía tan real, que casi me rompió el corazón.
– Lo siento, Ethan.
– Te dije que no saliera nadie herido. Te lo dije.
– No pude impedírselo. -Cynthia sacudió la cabeza y los ojos se le llenaron de lágrimas-. Intenté detenerlo, pero no pude, Ethan. Lo intenté. Tú deberías haber estado allí, pero no fue así y yo sola no pude.
– Oh, calla esa boca -dije-. No tenía que haber confiado nunca en ti.
Dalton ya había oído suficiente y se volvió hacia Pearson. Si, por lo general, no soporto ver que se ataque con alevosía a hombres desarmados, en aquel caso podía hacer una excepción. Dalton se lanzó escaleras arriba, agarró a Pearson por las axilas y lo levantó en volandas como si pesara lo mismo que un bebé. A continuación, apretó los codos y arrojó a Pearson -que tenía la boca abierta de un terror demasiado profundo como para emitir ningún sonido- volando por los aires contra la pared que separaba el vestíbulo de la sala. Se golpeó con ella con un intenso y doloroso crujido, se revolvió ligeramente y aterrizó con los pies contra una estrecha silla y la cabeza vuelta hacia nosotros, aunque ladeada en un ángulo forzadísimo.
Cynthia emitió un gemido y se tapó la boca. Leónidas murmuró entre dientes. Dalton se tomó unos instantes para admirar su obra y luego subió corriendo los dos tramos de escaleras. Una vez arriba, oí que se lamentaba.
– Siento que haya terminado así -dije, volviéndome a Joan-. Son ustedes buena gente, con sentido del honor, y no dudo que han sufrido injusticias. Ojalá no nos hubiésemos enfrentado nunca.
– Demasiada sangre derramada… -La señora Maycott sacudió la cabeza.
– Las cosas no tendrían que haber ido así. -Me acerqué a ella-. Usted está por encima de todo eso. Muy por encima. Imagine lo que habría conseguido si se hubiese dedicado a crear en vez de destruir. -Le acaricié la cara-. Imagine lo que podríamos hacer usted y yo juntos, Joan. Sí; usted y yo hemos de unirnos.