– Ethan, ¿estás loco? -Cynthia se acercó a toda prisa-. Me prometiste que te unirías a mí. Me juraste que me amabas.
– ¡Qué estúpida! -exclamé riendo-. ¿Cómo podría amar a alguien como tú?
Leónidas soltó una sonora carcajada y empezó a dar palmas.
– Debo decir que estoy francamente impresionado. Es imposible que haya ensayado esto y, sin embargo, le ha salido fácil y natural.
– ¿Qué quieres decir? -le preguntó Joan.
– Lo he visto cientos de veces -volvió a reírse Leónidas-, pero nunca con tanto en juego. Es Ethan Saunders haciendo de Ethan Saunders, cuando las mentiras y las ideas falsas y las pretensiones absurdas salen de su boca; todos lo hemos visto. Pero ahora observo y veo sus motivos. Incluso yo, a quien no tenía que haber engañado, fui víctima de sus mentiras. ¿No echan en falta a alguien?
Pues claro que sí. No me había dado cuenta de cuándo se había escabullido Lavien porque había procurado no mirarlo, con la esperanza de que, si era invisible para mí, también lo fuese para todos. Joan Maycott corrió a la puerta y salió a la luz del día. Yo la seguí, dispuesto a taparle la boca si trataba de llamar a Dalton, pero no lo hizo. Se quedó en el umbral, callada y confundida. Lejos, en la distante King's Highway, se distinguía una figura solitaria, torpe y desmañada, a lomos de un caballo gris, cabalgando tan deprisa como Paul Reveré, para salvar a un país que ni siquiera era su tierra natal. No creí que fuera a haber nunca baladas que recordasen aquella cabalgadura, pero, ¡ah!, qué meritorio, qué glorioso fue. Y todo había sido posible gracias a mis acciones, lo cual no podía por menos de agradarme.
Cynthia se desplomó una vez más en mis brazos. Estaba temblorosa, lo cual no me sorprendió. Había presenciado más violencia en pocos minutos de la que presencian la mayor parte de mujeres en toda su vida. A su esposo, por inmundo que fuera, lo habían matado ante sus ojos, lo habían matado con falsas excusas y debido a las propias maquinaciones de ella. Los días que tenía por delante no le resultarían fáciles, pero me proponía estar a su lado y ayudarla cuanto pudiese.
Joan Maycott, por su parte, parecía mucho menos conmocionada.
– Lo había subestimado, capitán Saunders. Y a usted también, Cynthia. Pensaba que no era más que una víctima, pero veo que es lo bastante lista como para merecer al capitán. -Sacó un reloj y lo consultó-. Su amigo aún podría salvar el banco.
– La veo mucho menos aturdida de lo que esperaba -comenté.
– Aun cuando Hamilton pueda salvar el banco, la ruina de Duer es un hecho que no tiene remedio y su caída será un golpe terrible. Habrá caos y cundirá el pánico, y el plan hamiltoniano tal vez no se hunda, pero quedará desacreditado. Yo tenía cuatro objetivos, capitán Saunders: destruir el banco, destruir a Hamilton, destruir a Duer y enriquecerme. Aunque el banco sobreviva, la carrera de Hamilton terminará y, con el desplome del mercado por culpa de los bonos al seis por ciento cuyo valor estaba hinchado, yo sacaré pingües beneficios con los míos al cuatro por ciento, cuyo valor subirá. Por cierto, señora Pearson, su esposo poseía muchos. Le aconsejo que los venda en el momento en que suban por encima de la paridad. No estarán así mucho tiempo.
– Sabe llevar bien la derrota -le dije a Leónidas.
– ¿Y ustedes? ¿Qué tal llevarán la victoria? -preguntó ella-. ¿Tienen la intención de detenerme junto con mis hombres?
– No -respondí-. Lavien tal vez opinaría de otro modo, pero se ha marchado y no creo que Leónidas lo permitiera. Por mi parte, no quiero verla más conspirando contra la nación, pero tampoco quiero verla en la cárcel.
– Usted y Cynthia pueden tomar los caballos que quieran del establo, pero les ruego que se marchen -asintió Joan.
– Pero si esta es la casa de la señora Pearson -le espeté.
– Tal vez no sea momento de andarse con muchos remilgos -intervino Leónidas. En el piso de arriba seguía el cadáver del hombre de Joan Maycott y había cinco muertos más en King s Highway. Se enteraría de ello enseguida y yo ya no estaría allí.
– De acuerdo. Nos marcharemos y permitiremos que usted escape.
Cynthia, pálida y temblorosa, se aferró a mí mientras salíamos de la casa. No miramos atrás para saber lo que hacían Leónidas, Joan o Dalton a continuación. Nos dirigimos a los establos, encontramos unos caballos que nos gustaron y cabalgamos al galope para alcanzar a Lavien, que iba bastante lento, luchando con su pierna rota. Dejé a Cynthia cabalgando con él y me adelanté para llegar a Filadelfia, transmitir a Hamilton la noticia y que él obrase hábilmente y deprisa, y salvara a la nación. Gracias a mí.
Capítulo 47
Joan Maycott
12 de julio de 1804
Fueron necesarios doce años más para que se cumpliera toda la venganza que yo deseaba, aunque, si he de ser sincera, no fue tan dulce como imaginaba. Mis planes de 1792 no llegaron tan lejos como esperaba y tuvieron un coste mucho más elevado de lo que pensaba. Tantos rebeldes del whisky muertos, y todo debido a que subvaloramos a Kyler Lavien y Ethan Saunders. No estoy resentida con esos hombres y nunca he tratado de desquitarme. En concreto, no podía desearle ningún mal al capitán Saunders. Tuve la sensación de que su camino y el mío volverían a cruzarse y, aunque no se puede decir que fuéramos nunca amigos, cuando nos encontramos nos tratamos con respeto.
El señor Dalton y yo nos separamos tan pronto recogí los beneficios de mis inversiones provocados por la caída de Duer. El se marchó al Oeste otra vez, en esta ocasión al territorio de Kentucky, donde montó una gran destilería para hacer whisky al nuevo estilo. Quería utilizar el dinero para pagar las tasas hasta que se revocara el impuesto sobre el whisky. Los hombres son raros. Después de tanta conspiración y violencia, al final se contentó con retirarse a una actividad privada y dejar que los asuntos políticos se resolvieran a su debido tiempo.
El señor Skye, sin embargo, me fue fiel y, con su ayuda, al final conseguí completar mi venganza.
Los mercados no se desplomaron debido a la caída de Duer, de lo cual culpo a la frenética carrera de Lavien hasta Filadelfia. El banco no se hundió. Hamilton mandó agentes a la taberna de la City y jinetes rápidos a Boston, Nueva York, Baltimore y Charleston, donde, con el poder del Departamento del Tesoro, compraron bonos deprimidos y tranquilizaron a los alarmados especuladores. Yo provoqué un pánico, no un hundimiento. Gracias a mí, una viuda de la frontera a quien los ricos y los poderosos habían utilizado como juguete, una nación se tambaleó, pero no sucedió más que eso. La nación no se desplomó, ni saltó en pedazos, ni se hundió bajo el peso de la propia corrupción. Solo trastabilló y recuperó el equilibrio. Ni siquiera hice caer a Hamilton. Su reputación quedó manchada debido al pánico y la ruina de Duer, y eso dio munición a sus detractores, pero su determinación era más grande de lo que yo imaginaba y vi que, para destruirlo, necesitaría algo más que el pánico de los mercados.
Si acaso, salió de aquello envalentonado. Continuó aplicando el impuesto del whisky y los hombres del Oeste estaban cada vez más descontentos e inquietos. Por un lado, estaban los funcionarios del gobierno que exigían que las destilerías pagasen un dinero que, de otro modo, no habrían recaudado nunca. Por el otro, las airadas multitudes lideradas por David Bradford y apoyadas por hombres coléricos de espíritu fronterizo que, como americanos, creían en sus propios derechos. Entre estas dos fuerzas, el prudente y afable Hugh Henry Brackenridge representó al hombre de la calle, intentó negociar la paz y casi lo ahorcaron por sus afanes. Hamilton dirigió un ejército de trece mil hombres -el tamaño de toda la fuerza continental durante la Revolución- hacia el Oeste, contra una rebelión que, a pesar de todos sus esfuerzos, no logró localizar. No había insurrectos contra los que luchar, por lo que acorralaron a unos veinte hombres y condenaron a muerte a dos de ellos, aunque al final fueron indultados.