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El Hamilton secretario del Tesoro estaba decidido a ampliar los límites del poder federal y eso fue lo que hizo el Hamilton coronel. Se decía que en la guerra anhelaba comandar un ejército y que en tiempos de paz creaba conflictos para ver cumplido su anhelo. No sé si le satisfacía mucho saber que el enemigo al que perseguía era creación propia y que estaba, sobre todo, en su imaginación.

Yo no podía quedarme en Filadelfia ni en ningún otro sitio donde me conocieran, pero todavía no había terminado con la venganza. No actuaría de una forma temeraria como había hecho antes, pero actuaría. Al cabo de dos años, envié un par de cartas anónimas, informando a los enemigos republicanos de Hamilton de su aventura amorosa con Maria Reynolds. Y si adorné sus delitos insinuando que había utilizado dinero federal para pagar al marido de la dama, no voy a disculparme de ello. Hamilton no hacía ascos a los juegos sucios y no vi motivo para andarme con contemplaciones. Aquel asunto arruinó su carrera política e imposibilitó que pudiera optar a la presidencia. De momento, bastaba.

Más de diez años después, me atreví a aprovecharme de mi amistad con un viejo amigo de Hamilton, Aaron Burr, que había sido senador por Nueva York y ahora era el vicepresidente de Estados Unidos. Hamilton y él habían sido amigos, pero habían terminado en bandos opuestos de la polémica federalista. Burr era conocido por su afición a las damas. Se trataba de un hombre atractivo, aunque no alto, y aunque empezaba a clarearle el cabello, seguía siendo encantador y yo siempre disfrutaba de su compañía.

Desde hacía mucho tiempo, sobre todo tras las consecuencias de la divulgación de su aventura con Maria Reynolds, parecía que Hamilton caminaba hacia su destrucción. Sin embargo, a medida que transcurrían los años, Hamilton pasó de un desastre a otro y siempre sobrevivió, siempre estuvo en el ojo público y siempre expresó pública y clamorosamente sus pedantes opiniones. Empecé a susurrar al oído del vicepresidente todas las maldades que Hamilton le había hecho y las cosas terribles que decía de él. Un hombre del carácter del señor Burr no toleraría aquellos insultos.

Burr llamó a la puerta de mi casa la tarde del 11 de julio de 1808. Iba despeinado, manchado de barro y las manos le temblaban.

– No tenía que haberla escuchado -manifestó, plantado en el porche-. Lo he matado.

– Entre -dije, sin poder contener una sonrisa.

Burr entró, pero se volvió hacia la puerta.

– No puedo quedarme. He de huir. Me acusarán de asesinato.

– Tonterías. Usted es el vicepresidente.

– Esta es una nación de leyes, señora Maycott. Que sea el vicepresidente no significa nada. ¿Por qué la escuché y permití que este insignificante rifirrafe subiera de tono? «Insulta su honor -me dijo usted-. Se burla de usted en la prensa -dijo-. No aceptará batirse en duelo.» Pues bien, aceptó y le he pegado un tiro.

– ¿Ha muerto? -pregunté.

– Creo que no, todavía no, pero pronto lo hará. Le disparé en la cadera y sangró abundantemente. Una herida terrible. No sobrevivirá mucho tiempo.

– Era un monstruo. Lo es y lo será mientras viva.

– Malgastó su disparo -dijo Burr-. Dios mío, él disparó primero y malgastó el tiro y yo, frío como a usted le gusta, apunté directamente. No soy un buen tirador y no creía que fuera a darle. Solo quería que viera hasta qué punto me lo había tomado en serio.

– No permitiré que se lamente de ello. No es más de lo que se merece por lo que le hizo a Andrew.

– ¿Quién es Andrew? -preguntó el vicepresidente.

– Ahora no importa, y menos a usted. El se lo buscó y usted no tiene la culpa. La gente no lo culpará. Hamilton despierta grandes odios y la gente estará encantada con usted.

Sin embargo, no fue así. Los escándalos de Hamilton, sus inclinaciones británicas, sus planes federalistas y su enajenada idea de invadir América del Sur al mando de un ejército, como el Bonaparte del Nuevo Mundo, habían quedado todos olvidados. Con su muerte, se forjó de nuevo el héroe. Cuando se supo lo ocurrido en el duelo, cualquiera pensaría que el vicepresidente había desenterrado el cadáver de George Washington y lo había acribillado en Weehawken.

– ¿Por qué me ha llevado a esto? -gritó Burr-. Bueno, no importa, no tengo tiempo de escuchar por qué o cómo. Debo huir de inmediato, a Carolina del Sur, creo, y quedarme con Theodosia.

Theodosia era su hija, a la que amaba por encima de todo. Era una buena cosa que tuviera a quien dirigirse en esos momentos sombríos.

Y así me dejó. Pensé en salir a ver al agonizante Hamilton, confrontarlo con todo lo que había hecho y pedirle que rindiera cuentas, pero, si aún estaba vivo, debía de estar sufriendo y se mostraría compungido. Me pediría perdón, como un cristiano moribundo, y lo único que haría sería inspirarme lástima. Aquello no me interesaba, por lo que volví a la sala, donde leí una maravillosa novela llamada Belinda, escrita por Maria Edgeworth. Era divertida, pero superficial, como son cada vez más las novelas. Pensé, como hacía a menudo, que tal vez debería intentar otra vez escribir una, pero no pude por menos que pensar que las novelas habían perdido su oportunidad. No eran más que estupideces y nada de lo que yo tenía que decir encontraría lugar en una de ellas.

Nota histórica

Igual que mis anteriores novelas históricas, esta es una obra de ficción basada en hechos reales. A diferencia de las otras, en este libro la realidad y la ficción se entremezclan de una manera más generosa. Esta nota desvela acontecimientos de la trama, por lo que recomiendo que la lea cuando haya terminado el libro.

En novelas anteriores, siempre he intentado centrarme más en acontecimientos históricos importantes y tendencias que en personajes históricos, pero resulta difícil escribir sobre el período federalista sin incluir al menos unas cuantas figuras canónicas. Aunque los protagonistas de la novela -Joan Maycott y Ethan Saunders-, son ficticios, muchas de las personas que aparecen en estas páginas son reales y he hecho todo lo posible por plasmarlos con una precisión al menos razonable. Los lectores que conozcan la historia de Estados Unidos estarán familiarizados, por supuesto, con Alexander Hamilton; sin embargo, entre los otros personajes históricos, destacan William Duer, Hugh Henry Brackenridge, Philip Freneau, Anne Bingham y James y Maria Reynolds. Como algunos lectores sabrán, Aaron Burr mató a Alexander Hamilton en un duelo en las llanuras de Weehawken (convirtiéndose así en el primer vicepresidente americano que se vio implicado en un escandaloso tiroteo), aunque es objeto de controversia si disparó a Hamilton adrede o si Hamilton falló su disparo.

El proyecto favorito de Hamilton era, realmente, el Banco de Estados Unidos y, si bien las imprudentes operaciones de William Duer ocasionaron el primer pánico financiero del país a principios de 1792, la conspiración contra el banco es ficticia. Los acontecimientos históricos que llevaron al pánico de 1792 -las maquinaciones con los bonos del gobierno, el intento de controlar el Banco del Millón y la quiebra de Duer- son hechos reales y me he limitado a convertir a Joan y a sus rebeldes del whisky en los causantes de estos acontecimientos.

En muchos aspectos, esta novela narra los hechos que llevaron a la Rebelión del Whisky de 1794, que muchos historiadores y novelistas han tratado en profundidad. La insurrección la provocó un oneroso impuesto sobre el whisky, un producto que se utilizaba más para consumo propio y trueque que para obtener beneficios, decretado por Alexander Hamilton, quien, con ello, se proponía no solo recaudar dinero, sino demostrar el nuevo poder de un fuerte gobierno federal. Las condiciones de vida en la frontera occidental eran tan brutales como las describo y, probablemente, más.