– ¿Solo diez dólares? Pues claro que tengo el dinero. Mañana se lo daré, o la semana próxima, a más tardar.
– Pero no es solo lo de este mes, señor. Me debe dos meses atrasados. Para saldar la deuda, tiene que pagar treinta dólares.
Mi atención solo estaba concentrada a medias en aquella conversación, pues era un baile que ya habíamos danzado otras veces y conocíamos los movimientos del otro como si fuésemos una pareja de viejos amantes. También estaba pensando en la señora Pearson y, en menor grado, en Lavien, al tiempo que distraídamente me abría paso con mis encantos hasta las habitaciones que no había pagado. Sin embargo, el que me pidiera treinta dólares me llamó la atención.
– ¡Treinta dólares! -exclamé-. Señora Deisher, ¿cree que es momento de hablar de tales asuntos, con este frío y a oscuras, cuando esta noche, como puede ver en mi cara, he sufrido graves heridas?
– Necesito el dinero ahora. -La mujer cambió el peso de su cuerpo rechoncho de un pie al otro e irguió sus robustos hombros-. Tengo a un joven con esposa y un bebé que pueden ocupar la habitación por la mañana. O paga usted, o se marcha. Y si no hace ninguna de las dos cosas, llamaré a la patrulla.
– ¿Quiere arruinarme la vida? -pregunté. La irritación me llevó, aunque solo fuera por un instante, a olvidar las buenas maneras-. ¿Esto no puede esperar hasta mañana? ¿No ve usted, por mi aspecto, que he tenido una noche de mil demonios, maldita sea?
– No utilice ese lenguaje -dijo, adoptando una expresión fiera-. No me gusta. Dígame solo una cosa: ¿tiene el dinero ahora? -Al formular la pregunta, los labios le temblaron.
– Está claro que aquí hay gato encerrado. ¿Qué sucede? ¿Alguien le ha pagado para que me eche a la calle? Ha sido Dorland, ¿verdad?
– ¿Tiene el dinero ahora? -repitió, aunque con menos santurronería.
A mí se me había ocurrido algo y quise poner a prueba mi teoría:
– Sí, lo tengo. Le pagaré y luego me iré a dormir -dije.
– ¡Demasiado tarde! -voceó-. ¡Demasiado tarde! Usted me ha utilizado de mala manera y no lo quiero más en mi casa. Tiene que pagarme y marcharse.
Aquello era cosa de Dorland, no podía ser nada más. Y, sin embargo, no llegaba a creérmelo. No se trataba de que aquellos trucos mezquinos fuesen impropios de él, sino que me parecía difícil que tuviera ingenio suficiente para concebirlos.
– Si va a echarme a la calle, no esperará que le pague -comenté-. No obtendrá un céntimo.
– Entonces, váyase. Si no lo hace, llamaré a la patrulla.
La patrulla, en sí misma, no me preocupaba demasiado, pero temía que mi desahucio fuera de dominio público. Si corría la voz de que había perdido mis habitaciones, mis acreedores caerían encima de mí como lobos hambrientos sobre un cordero herido. No quería desaparecer en la ciénaga sofocante del encarcelamiento por deudas en el preciso momento en que Cynthia había reaparecido en mi vida.
No era la primera vez que me echaban de una pensión, ni tampoco la primera que ello ocurría a altas horas de la noche. Había hecho cuanto había podido y no me humillaría prolongando la discusión.
– Muy bien, iré a recoger algunas cosas y dejaré esta casa miserable. Haga el favor de empacar lo que ahora no me lleve y mantenga las manos lejos de lo que no le pertenece.
– Me quedaré con sus cosas como garantía y, si trata de llevárselas, llamaré a la patrulla. A la patrulla -repitió. La mujer lo había visto en mis ojos, había captado mi miedo con su bajo instinto animal, y ahora esgrimía la palabra como si fuera un talismán-. Llamaré a la patrulla y se lo llevarán. ¡Para siempre!
Para siempre se me antojó un poco extremo, incluso tratándose de una quimera imposible por su parte, pero no frustré sus sueños. Yo estaba muy enojado, y ella debió de verlo en mis ojos porque retrocedió un paso, asustada. Como respuesta, le hice una seca reverencia y eché a andar otra vez bajo la lluvia.
Es triste para un hombre advertir que, cuando ha perdido su casa, no tiene adonde ir. Mi vida en Filadelfia, donde llevaba poco tiempo, era tal que conocía a mucha gente, pero carecía de amigos a cuya puerta me atreviese a llamar a aquellas horas de la madrugada para pedirles refugio. No podía presentarme en casa de ninguna de las damas que solían portarse bien conmigo, incluso las solteras, pues si aparecía en mi actual estado -empapado, apaleado y sin sombrero-, el hechizo en el que las había hecho caer se disiparía. En cuanto a Leónidas, habría estado dispuesto a violar, por esta vez solamente, su deseo de intimidad y ponerme a su merced, si hubiera sabido dónde vivía.
Y, como si quisiera sumarse a mi mal humor, la lluvia empezó a arreciar de nuevo. Con los dedos ateridos de frío y las botas empapadas de nieve fundida y barro, caminé de regreso a Helltown y me dirigí al León y la Campana. Le pedí a Owen que me diera una habitación y lo apuntara en mi cuenta, la cual estaba ahora, por irónico que resultara, en un excelente estado. Aunque Owen no se mostró cordial, precisamente, por lo menos accedió a lo que le pedía, reconociendo que, en lo que yo había creído que era mi último suspiro, había conseguido embaucarlo y que pensase que le hacía un favor. A buen seguro, aquel acto de bondad compensaba mis anteriores tergiversaciones y falsedades.
No me dio un cuarto individual, sino que me mandó a un jergón de arpillera y paja en el suelo de una habitación llena de borrachos que eructaban, soltaban ventosidades y olían como si no hubiesen visto jamás una bañera. Yo era una de esas criaturas y me dormí lamentando que, a fin de cuentas, Dorland no me hubiera matado.
Cuando llegó la mañana, como insiste en hacer todos los días, me dolía la cabeza de la bebida y de la agresión. Tenía las costillas inflamadas y de color púrpura y, además, se me había hinchado el tobillo. La noche anterior no me había dado cuenta, pero debía de habérmelo torcido, al menos levemente, durante mis aventuras con Dorland.
Sin embargo, no tenía tiempo para cuidar de mis lesiones porque necesitaba ganar dinero. ¿Y de qué modo llena la bolsa en un apuro un hombre como yo? Por desgracia, para que el secreto funcione se requiere una apariencia limpia y atractiva. Aun cuando no tuviera la cara contusionada, necesitaría tomar un baño y conseguir una ropa mejor, ya que la mía estaba ahora secuestrada por el ogro de mi casera. Si dispusiera de mi indumentaria, procedería con la confianza del hombre que complace al ojo femenino. Me dicen que así es. Soy alto y de porte varonil y sé dirigir a un sastre a fin de que corte las prendas para mi lucimiento. Sigo teniendo el pelo abundante y de color castaño oscuro y continúo llevándolo recogido en la tosca coleta que se estilaba durante la Revolución.
Una vez correctamente ataviado, me dirijo a un lugar público, un parque, un paseo, un lago donde la gente se reúne a patinar, y propicio un encuentro con un grupo de mujeres prometedor, preferiblemente uno en el que casi todas lleven alianza de casadas. Es mucho más fácil y menos vejatorio para mi sentido del decoro convencer a una mujer casada de que se salte unos principios morales en los que ya no cree, que lograr que una soltera abandone una pureza a la que todavía aspira. Así que me encuentro con unas cuantas damas y me comporto como si ya las conociese, de modo que cada una finge que ya me conoce y que tendría que recordarme o -lo que es mucho peor-, que solo ella ha sido excluida de la diversión mientras que las otras han disfrutado ya del placer de mi compañía.
Una vez familiarizado con esas damas -caminando tal vez del brazo de dos de ellas para introducirlas en el bienestar de la proximidad física-, hablando con ellas, halagándolas, provocándoles indecorosas convulsiones de risa, empiezo a dejar caer indirectas sobre mi pasado. Hago alusiones a mi época de espía (aunque no utilizo nunca esa palabra debido a sus connotaciones, impropias de un caballero) al servicio del general Washington, arriesgando la vida y la libertad al otro lado de las líneas enemigas. Siempre hay una dama que expresa el deseo de saber más. Y aunque aduzco que no me apetece rememorar aquellos tiempos oscuros, al final consiguen convencerme para que hable. Pero no en público, por favor. Son cosas demasiado duras para tratarlas aquí, a plena luz del día, en un sitio tan hermoso. ¿En una chocolatería tranquila, tal vez, los dos solos? ¿No? ¿Y en su casa? Sí, mucho mejor. Allí podremos hablar sin que la gente haga un espectáculo de mi dolor.