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A partir de ahí, es sencillo. Un par de historias de riesgos, de amigos perdidos, de torturas en campamentos enemigos. La voz un poco entrecortada. La caricia compasiva de una mano.

Eso era lo que hubiese hecho, de haber tenido abiertas todas las posibilidades. Los treinta dólares que necesitaba para recuperar mis pertenencias no eran nada y obrarían en mi poder antes del final de la tarde si me concentraba en ello. Pero sin mis buenos trajes, con la cara amoratada y oliendo como un perro muerto en un retrete, no tenía esas opciones.

Me senté en la taberna de Owen a disfrutar de un desayuno de pan seco mojado en whisky, seguido de una refrescante cerveza a presión. La mirada de Owen era inconfundible, así como la distancia a la que se sentaban de mí los demás parroquianos matinales. En un visible estado de agitación, saqué un trozo de cordel grueso que había descubierto en el bolsillo y me lo enrollé en los dedos, lo desenrollé y lo enrollé otra vez, bajo la mirada atenta de Owen.

– ¿Qué sucede? -le pregunté-. Es mi cordel. Ni se le ocurra quitármelo.

– Yo no quiero su cordel.

– Pues todos los hombres deberían tener uno -le dije.

– Olvídese del cordel. Trae usted un aspecto lamentable -me dijo.

– He de asearme un poco. Y para hacerlo necesitaré…, ¿qué necesitaré? Ah, sí, un poco de dinero. ¿Qué me dice, Owen? ¿Puede prestarme treinta dólares?

– Largo -dijo él.

Decidí que había llegado el momento de ponerme en marcha. Me despedí del buen bodeguero, birlando al pasar un sombrero de poca calidad de la cabeza insensible de uno de sus ebrios clientes. Incluso después de haberlo enderezado y despiojado, me quedaba mal, pero un hombre no podía andar por la calle sin cubrirse.

Dorland habría salido a sus quehaceres. Como era martes, su esposa estaría dando su almuerzo semanal, una reunión con damas conocidas suyas. Yo no había presenciado nunca el ritual, aunque ella lo mencionaba cuando yacíamos juntos y yo fingía mostrar interés.

De camino, me entró sed debido al frío que hacía y quise asegurarme de que mi reputación no había resultado afectada por los rumores sobre mi desahucio, por lo que me detuve a apagar la sed y a poner a prueba mi suerte. Después de tres whiskies, una jarra de cerveza y una nada casual partida de dados (con mi apuesta a crédito), llegué a la conclusión de que mi fama gozaba de buena salud y por ello reanudé mi misión.

Al llegar a casa de Dorland, toqué la campanilla y el sirviente que me abrió me miró con considerable desdén. No soy un hombre irrazonable y entendí que mi aspecto era desastroso, pero creo de veras que los criados deberían tratar siempre a un caballero como si anduviera perfectamente vestido. Supongo que yo tal vez parecía un vagabundo, pero también podría ser un caballero adinerado que acababa de sufrir un accidente en su carruaje. No era él quien debía juzgarlo.

– Me gustaría ver a la señora Dorland -dije-. Soy el capitán Ethan Saunders, aunque no llevo encima ninguna tarjeta de visita. Pero no importa, la dama me conoce.

El individuo, viejo y con el rostro cuarteado como la brea seca, me miró y dijo:

– ¿Señor?

– ¿Qué quiere decir con eso de «señor»? ¿He dicho algo que requiera una aclaración? No hay necesidad de ningún «señor». ¿No tiene usted modales ni respeto?

– ¿Señor? Lo siento, señor, pero me temo que no lo entiendo, señor. Me da la impresión de que pronuncia las palabras un tanto atropelladamente. -Se relamió los labios con aire pensativo, como si se esforzara en decidir el mejor modo de expresar sus pensamientos con palabras-. ¿Por la bebida, tal vez?

Yo no tenía tiempo que perder con criados que no entendían el inglés hablado, así que le di un empujón y entré. Era viejo y frágil y no necesité mucho esfuerzo, aunque no había imaginado lo fácil que sería derribarlo. Yo había estado en la casa muchas veces, por lo que me dirigí a la sala, donde creía que encontraría a la dama. Allí estaba, en efecto. Ella y siete u ocho amigas se hallaban sentadas en unas hermosas sillitas, presumiendo las unas ante las otras, vestidas en un asombroso surtido de azules, amarillos y rosas, como si fueran una colección de pájaros exóticos o como si perteneciesen a la realeza francesa. Sorbían café, mordisqueaban golosinas y hablaban de no sé qué. No lo sé porque, cuando entré -de una forma demasiado abrupta, lo reconozco-, todas callaron. Al abrir la puerta, tropecé con la alfombra y perdí el equilibrio, trastabillé hacia delante, choqué con el aparador y finalmente, tambaleándome ligeramente, pude enderezarme y me agarré a un retrato colgado en la pared. Como el clavo no estaba bien sujeto, el cuadro se descolgó y cayó al suelo, donde creo que el marco se rompió. Yo, sin embargo, permanecí erguido.

Las damas me miraron y sus tazas de café quedaron suspendidas en un espectral retablo de vida elegante.

– ¡Capitán Saunders! -dijo por fin la señora Dorland-. Dios mío, ¿por qué ha venido aquí?

Obsérvese que no me preguntó qué había ocurrido. Allí estaba yo, con aspecto de haber salido de mi propia tumba escarbando la tierra con las uñas y, sin embargo, no corrió hacia mí ni me abrazó ni se interesó por mis heridas ni me preguntó si podía ayudarme en algo. ¿Podía hacer algo por mí? ¿Acostarme en la cama? ¿Llamar al médico? No. Quería saber por qué había interrumpido su almuerzo.

– Susan, querida, unas desafortunadas circunstancias se han abatido sobre mí -gesticulé como un actor de teatro y derribé un jarrón aunque, como tengo unos reflejos excelentes, lo cogí al vuelo y volví a dejarlo en su sitio-. Me temo, Susan, que estoy en una situación un tanto complicada. Le quedaría muy agradecido si pudiera prestarme ayuda.

Me miró con repugnancia. Ojalá no hubiese sido así, pero no hay otra palabra.

– ¿Por qué me mira de este modo, Susan? ¿No hemos sido amigos? ¿No ha sido su amistad la que me ha llevado a este estado? ¿No me ayudará, en recuerdo de lo que ha habido entre nosotros?

Entonces pronunció las tres palabras más fulminantes que haya oído nunca.

– Me llamo Sarah.

– Pues claro, Sarah. -Me llevé una mano a la frente-. Era eso lo que quería decir. Las cosas se me han complicado un poco, Sarah. Unos cuantos dólares me ayudarían a aliviar los problemas. Siempre ha sido una mujer magnánima y ahora necesito su generosidad.

La miré con los ojos húmedos y muy abiertos, de un modo masculino pero también infantil en su cruda y simple necesidad, pero todo fue en vano. Se limitó a apartar la mirada, aterrada. Empecé a pensar que haber ido a ver a la dama mientras tenía invitadas no había sido una idea sensata. En realidad, tal vez había sido una mala idea. Había creído que podría cautivarla y también a sus amigas. Esperaba contar con la ayuda monetaria y la simpatía de muchas mujeres, pero ahora veía que solo había conseguido avergonzar a la señora Dorland y que lo único que quería de mí era que la dejase en paz. Y no solo esa dama. Las otras también apartaron la mirada. Una agachó la cabeza con la mano alzada, de forma que no pudiera verle la cara, solo una mata de pelo color cobre.

Era un color peculiar y empecé a pensar de inmediato que lo conocía. Me acerqué un paso y me agaché un poco para echar un vistazo a la cara que ocultaba con la mano.

– ¡Caramba, pero si es Louise Chase! -grité-. La encantadora señora Chase. Sé que puedo confiar en que me preste unos dólares. Es algo a lo que una criatura magnánima como usted no puede negarse.