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Louise Chase no levantó los ojos. Unos meses atrás, ella y yo habíamos disfrutado de unas encantadoras tardes juntos. Ignoraba que la señora Dorland y ella fuesen amigas. Ahora ya lo sabía y veía que las cosas se habían complicado muchísimo.

– Váyase, se lo ruego -dijo la señora Dorland.

– Solo preciso cincuenta dólares -repliqué-. Eso es todo. Solo cincuenta. No me esfumaré. Vamos, buena mujer, un óbolo para un patriota, un soldado de la Revolución, un hombre sobre cuyas espaldas se construyó la república.

Mientras yo hablaba, sus ojos se habían enrojecido considerablemente y, en aquel momento, las lágrimas corrían libremente por sus mejillas.

– ¡Fuera! -gritó-. ¡Lo odio!

Como noto cuándo no soy bien recibido, me marché, no mejor de como había llegado, pero ciertamente no peor, lo cual, decidí, era una especie de triunfo.

Desde la noche anterior, le había dado muchas vueltas en la cabeza a lo ocurrido con la señora Pearson. Ella me había mandado llamar, tomándose la molestia de desplazarse hasta mi alojamiento, lo cual significaba que había tenido que hacer el esfuerzo de averiguar dónde residía. Yo llevaba pocos meses en Filadelfia y no me había dedicado a la vida social. No creía que tuviéramos amistades comunes, a menos que algunas damas a quienes había conocido fueran amigas suyas. Aun así, no había llevado nunca esa suerte de acompañantes a mi habitación.

Sin embargo, me había encontrado y, cuando yo había acudido en respuesta a su llamada, me había dicho que me fuese. Había mentido, y lo había hecho de mala manera. Había querido que fuera a verla pero, una vez allí, había tenido una razón aún más apremiante para que me marchara.

Ahora, mientras caminaba por Spruce Street, sopesé los posibles motivos de su conducta. El primero era que las circunstancias hubiesen cambiado. O había recibido información sobre su marido, o tenía razones para creer que él y toda la familia estaban a salvo. El segundo era que hubiese cambiado su disposición. Había llegado a la conclusión, o la habían convencido, de que sus problemas, cualesquiera que fuesen, no justificaban que reanudase una relación con un hombre con el que antaño había querido casarse, pero cuya compañía ahora no resultaba apropiada. El tercero, que era el que me impulsaba en dirección a su casa, era que la hubiesen obligado, en contra de su voluntad, a decirme que deseaba que me marchase mediante una amenaza contra su marido, contra ella o quizá incluso contra los niños.

Era esta posibilidad, sumada al deseo de ver su rostro a la luz del sol y tal vez a la desesperada certeza de que no tenía otro sitio adonde ir ni nada más que hacer, lo que me llevó de nuevo a la casa de los Pearson. A la luz del día se veía aún más lujosa y augusta, aunque las ramas de los árboles desnudas de hojas y los jardines vacíos le daban una apariencia desolada, digna pero terriblemente solitaria.

Llamé a la puerta y fui atendido casi de inmediato por el mismo criado con el que había tenido que vérmelas el día anterior. A él se lo veía más pulcro y más descansado, mientras que mi apariencia, supuse, no había mejorado a pesar del tiempo transcurrido. Mis golpes se habían convertido en moratones y, si bien estaba seguro de que la luz del sol solo acrecentaría la belleza de la señora Pearson, sabía que, debido a ella, mi aspecto sería aún más espantoso: apaleado, arrugado y harapiento. Dado que mis vestimentas estaban impregnadas de los olores de mis aventuras recientes, no debía estar más presentable que un vagabundo, que un penoso indigente, y aunque aquel criado y yo habíamos tenido un encontronazo el día anterior, al principio no me reconoció.

– Los mendigos tienen que dirigirse a la puerta de servicio -me indicó sumariamente.

– Y estoy seguro de que están agradecidos por ello -repliqué-. Yo, sin embargo, soy el capitán Ethan Saunders y me gustaría hablar con la señora Pearson.

Me estudió de nuevo, tratando de contener la repugnancia que tan visible resultaba en su rostro. Sin embargo, no hacía gala del típico desdén que muestran los criados cuando se topan con los que están por debajo de la posición de sus amos. En realidad, dio un paso al frente y habló con cierta amabilidad.

– Señor, creo que la propia dama le ha pedido que se marche y no vuelva.

– Sí, lo hizo, pero dudo de que fuese lo que de veras quería. Dile que estoy aquí, por favor.

– No lo recibirá.

– Pero ¿se lo dirás?

El criado asintió, pero no me invitó a entrar. En vez de ello, cerró la puerta y yo me quedé en el porche delantero, pasando frío debido a mi insuficiente casaca. Sobre mí empezó a caer una ligera nevada y contemplé a los caballeros y a las damas que transitaban por Spruce y que miraban con consternación mi espera.

El hombre regresó al cabo de un momento. Su expresión era neutra.

– La señora Pearson no lo recibirá.

No podía discutirle aquel punto. Si la dueña de la casa me rechazaba, nada de lo que yo dijera lo haría cambiar de actitud. A menos que estuviese dispuesto a entrar por la fuerza, y no lo estaba, el asunto se terminaba allí.

– Pareces un hombre honrado -dije-. ¿Hay algo que quieras contarme?

Abrió la boca como si fuera a hablar pero entonces sacudió la cabeza.

– No. Tiene que marcharse.

– Muy bien, pero si tú…

El pequeño discurso no fue más allá, pues el criado alargó la mano y, plantándola en mi casaca, me dio un empujón.

– ¡He dicho que se marche! -gritó, más fuerte de lo necesario-. ¡Váyase y no vuelva!

Di media vuelta y me alejé con paso indolente y un sentimiento de vergüenza, consciente de las miradas de los transeúntes. En principio, lo ocurrido -que ahora parecía una humillación y una decepción más en la cadena de acontecimientos de ese tipo que se habían producido desde la noche anterior- tendría que haber bastado para desanimarme. Eso, en una primera impresión. Si uno se fijaba un poco más, apreciaría varios detalles sorprendentes, como la presencia de un criado con más inteligencia e ingenio de lo que uno habría esperado. Y tal vez descubriera también un pedazo de papel, ingeniosamente escondido por el sirviente en el bolsillo de la casaca del capitán Saunders; un pedazo de papel con una nota de la hermosa y otrora amada Cynthia Pearson.

Aunque me moría de ganas de abrirla, sabía que no era el momento ni el lugar. Si el criado se había tomado la molestia de ocultar la entrega de la nota, quizá lo había hecho porque creía que la casa estaba vigilada. Las calles se hallaban tan concurridas que era posible que alguien me estuviera siguiendo en aquel preciso instante. Sabía que tenía que leer la nota de inmediato, pero debía encontrar la manera de hacerlo sin traicionar su existencia.

Crucé la calle y me volví para mirar la casa. En el segundo piso, alguien abrió una cortina y allí estaba la hermosa señora Pearson, con los niños a su lado, mirándome. Nuestros ojos se encontraron y no los desvió. Nos miramos durante medio minuto, tal vez más, y en ese tiempo, vi a la mujer a la que había amado de una manera tan total y completa, y también vi en ella la cara de su padre, orgulloso y sabio. Entonces, la cortina se cerró, eclipsando una expresión triste a más no poder.

Tenía el porte, la dignidad y la intensidad de su padre y, si yo me disponía a hacer lo que debía, era tanto por Cynthia como por él. Había sido el hombre más listo e ingenioso que yo había conocido en mi vida. No sé qué me habría ocurrido si no hubiese sido por Fleet. Para bien o para mal, él me había hecho ser como era. Yo me había criado en Westchester, Nueva York. Era hijo de un tabernero que se ganaba bien la vida y que murió cinco años antes de la Declaración de la Independencia. El segundo marido de mi madre era un leal partidario de la monarquía y la política resultó ser un medio útil de apartarme para siempre de mis orígenes. Me gradué en el College of New Jersey, de Princeton y, una vez empezada la guerra, mi educación fue motivo suficiente para que me concedieran el grado de teniente cuando me alisté a la causa. Por lo general, los capitanes eran hombres que habían estudiado en Yale o en Harvard.