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Sin embargo, yo era un mal oficial y, a menudo, encendía la ira de mis superiores por mi conducta desordenada. En una ocasión, me colé al otro lado de las líneas hasta la ocupada Nueva York para averiguar si una de mis rameras favoritas había sobrevivido al famoso incendio que casi destruyó la ciudad. El capitán de mi regimiento me sugirió que, en interés de todos, quizá sería mejor que me limitara a desertar, pero yo me había alistado y, por más que se disgustaran en el regimiento, nada me haría faltar a la palabra dada.

Una tarde, mientras estábamos acampados en Harlem Heights, vino a verme el capitán Richard Fleet. Alto y esbelto, con el pelo cano, serio y, no obstante, con un inconfundible brillo travieso en los ojos, era distinto de todas las personas a las que había conocido hasta entonces. Se trataba de uno de esos hombres que despiertan admiración enseguida y, por decidido que yo estuviera a no caer bajo su hechizo, no tardé más de un cuarto de hora en considerarlo un amigo de confianza. Nos sentamos en una tienda mientras él servía el vino y dijo que había oído que yo tenía ciertas dificultades para adaptarme a la vida de soldado, pero que el general Washington necesitaba hombres con habilidades como las que yo poseía.

Quise saber a qué habilidades se refería. Pues a mi capacidad para mentir y para descubrir a un mentiroso, dijo. A mi astucia para cruzar las líneas enemigas y regresar a las nuestras, todo sin que nadie me viera, a mi facilidad para congraciarme con las mujeres, con los desconocidos, con los hombres que solo un momento antes me encontraban detestable. En resumen, yo era un hombre como el propio Fleet y el general Washington querían que fuera. Mi nuevo amigo quería convertirme a mí, hijo de un tendero de Westchester, en espía.

Yo era joven y temerario; estaba orgulloso de mi honor y no quería adoptar un tipo de vida que los caballeros consideraban indigno y despreciable, pero Fleet se mostró persuasivo. Me convenció de que yo no podía ser distinto de como era y que, en vista de ello, podía orientar aquella manera de ser al servicio de mi país. En efecto, dijo, los caballeros han despreciado desde siempre a los espías, pero ¿no era esta guerra la prueba de que el mundo estaba cambiando? ¿Quién podía decir que, al final, los espías no serían aclamados como héroes? El primer paso, dijo, era considerarnos como tales.

Todo resultó como él había dicho. Nos convertimos en héroes. Y lo fuimos hasta el momento en que caíamos en desgracia, hasta el momento en que Hamilton divulgó aquel oprobio sobre nosotros. Aquel hombre me había arruinado la vida y había sido el causante, esencialmente, de la muerte de Fleet. Y, ahora, aquí estaba la hija de Fleet, temerosa y desesperada. Palpé la nota que me había entregado el criado a escondidas y formulé un juramento, demasiado primitivo, demasiado tosco para poder expresarlo en palabras.

Eché a andar hacia el norte, en dirección a Walnut Street, y doblé al oeste, pasando entre una multitud cada vez más numerosa: hombres de negocios, comerciantes, amas de casa que salían a la compra y a otros asuntos menos apetitosos. Había un bullicioso tráfico de carretas, que apenas conseguían esquivarse unas a otras y a los peatones y animales que abarrotaban la calle. Con tamaño caos, tal vez habría podido arriesgarme a sacar el mensaje y leerlo, pero no lo hice. Y no me atreví a volver la vista atrás para que no se notara que me preocupaba que me siguiera alguien, pero sentí que así era.

Al llegar a la calle Quinta, doblé hacia el norte, subí deprisa las escaleras de la puerta principal de la biblioteca Library Company, justo enfrente de la Cámara Legislativa del estado, y entré. Se trataba de un edificio nuevo, construido por un aficionado a la arquitectura que había ganado un concurso de diseño. Era una construcción que daba gloria contemplar. La enorme estructura de ladrillo rojo tenía dos pisos, columnas y, encima de la puerta principal, una estatua del fallecido Benjamín Franklin, fundador de la biblioteca, con su clásico atuendo.

Dentro, todo era de mármol y había una amplia escalera de caracol y libros. Las paredes estaban llenas de estantes y más estantes de libros, unos encima de otros, porque la Library Company, aunque era una organización privada, se había convertido en la biblioteca oficial del Congreso y era su deber adquirir todo lo que se publicara. Una vez dentro, me impresionó su majestuoso aspecto. En el vestíbulo, media docena de hombres, todos elegantemente vestidos, se volvieron a mirar mi desagradable intrusión en su retiro intelectual.

No tenía mucho tiempo y esperaba que el mensaje no fuese largo pues, de otro modo, se me haría tarde. Me volví hacia los caballeros que miraban y dije:

– Sí, sé que mi aspecto es demasiado indecoroso para estar aquí. No quiero quedarme. Solo les pido que me den un minuto.

Tras esto, saqué la nota del bolsillo y rompí el sello de cera, que todavía estaba blando. Dentro, escrito con una caligrafía apresurada, encontré lo siguiente:

Capitán Saunders:

Lamento mucho haberle dicho que se marchara anoche, pero no me quedaba otra opción. Mi casa y mi persona están vigiladas y, precisamente por eso, no puedo verlo a usted. No hace mucho que sucede y ojalá hubiera respondido a una de mis notas previas, pero eso, ahora, ya no tiene remedio. La suerte está echada. No tiene que venir más a verme ni tratar de ponerse en contacto conmigo. No sé quiénes son ni lo que quieren, pero son muy peligrosos. Mi marido ha desaparecido y creo que corre peligro, un peligro que se puede extender a mí y a mis hijos. Ojalá pudiera decirle más, pero lo único que sé es que se trata de algo relacionado con Hamilton y su banco. Le ruego que me ayude. Encuentre a mi marido y descubra el peligro que nos acecha a él y a su familia.

No tengo derecho a pedirle esto, pero no conozco a nadie más, y aunque así fuera, seguiría acudiendo a usted porque no conozco a nadie mejor. Por la memoria de mi padre, ayúdeme, se lo ruego.

Suya afectísima,

Cynthia Pearson

Nada podría haberme conmocionado más. ¿Jacob Pearson desaparecido, su esposa en peligro y su casa vigilada? ¿Y ello guardaba relación con Hamilton y el Banco de Estados Unidos? Aun así, lo más preocupante de todo era el hecho de que me hubiese enviado notas previamente. Yo no había recibido ninguna, lo cual significaba que alguien las había interceptado. No podía ponerme en contacto de nuevo con ella, eso sí que había quedado claro, pues por nada del mundo la expondría a más peligros, y sin embargo debía ayudarla. No sabía cómo, pero tenía que hacerlo.

Recorrí la Quinta hasta que llegué a los terrenos de detrás de la Cámara Legislativa de Pensilvania, en la acera de enfrente de donde se encontraba la cárcel de Walnut Street y, tal vez lo más ominoso para mí, la prisión de los morosos. La Cámara poseía unos hermosos jardines llenos de árboles, aunque estos carecieran de vitalidad porque estábamos en lo más crudo del invierno. Como no tenía otra cosa mejor que hacer, sacudí la nieve de uno de los bancos y me senté en la creciente penumbra. El frío me clavaba sus afiladas agujas a través de la armadura de mis andrajosas ropas y del calor de la bebida, que ya se diluía. El parque estaba casi vacío, pero no del todo. Allí había un pequeño grupo de chicos que jugaban con una pelota de cuero deformada que producía un desagradable chapoteo cada vez que caía al suelo. Más allá, un viejo observaba cómo retozaban sus tres perros. Más cerca de la Cámara y solo a pocos metros del patio donde la nueva nación declaró que se había liberado, un muchacho intentaba liberar las enaguas de una joven dama. Detrás de mí, por Walnut Street, circulaba un flujo constante de peatones y carruajes. Me sentía cansado y, pese al frío, pensé que iba a quedarme dormido.