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El tabernero retiró la mano y la restregó en el sucio delantal.

– No se lo tome a mal, pero debo mandarle a que lo venda ahora, antes de que lo pierda jugando.

– Si fuera a convertir este reloj en metálico, no utilizaría el dinero en algo tan efímero como una deuda de taberna. -Empujé mi jarra vacía hacia él y añadí-: Otra, por favor, muchacho.

Owen me miró un instante, con aquel pichel que tenía por rostro contraído de indecisión y los labios fruncidos. Era un hombre joven, que aún no había cumplido los veintidós, y sentía una profunda veneración, casi religiosa, por aquellos que habían luchado en la guerra. Dado que vivía en un rincón de Helltown y se movía entre círculos sociales de poca monta, no había oído nunca contar cómo había terminado mi carrera militar y yo no veía que fuese a traerme ningún provecho facilitarle una información que conduciría a desilusionarlo.

En lugar de ello, le contaba otros detalles. El padre de Owen murió en la batalla de Brooklyn Heights y, más de una vez, yo le había regalado al tabernero la historia de cómo había conocido a su padre aquel día sangriento, cuando era capitán de un regimiento de Nueva York, antes de que se descubrieran mis auténticas capacidades y dejara de vérseme en el campo de batalla. Aquel día conduje a mis hombres y, cuando le contaba la historia a Owen, mi voz se llenaba del fuego de los cañones, de los estertores de agonía y del húmedo crujir de la bayoneta británica al penetrar en la carne patriota. Recordaba cómo, en el caos de la ignominiosa retirada, le había dado pólvora al honorable padre de Owen. Mientras volaban en torno a nosotros las balas de mosquete, entre la sangre y las extremidades arrancadas de cuajo, con el aire cargado de humo acre y perseguidos por los británicos que nos aplastaban con furia imperial, yo me había detenido a ayudar a un miliciano voluntario y habíamos compartido un momento de camaradería revolucionaria que desafiaba nuestras diferencias de rango y posición. El relato hacía que siguieran fluyendo las copas.

Owen agarró mi jarra, echó en ella una buena medida de whisky de una botella destapada y agua caliente de un cazo arrimado al fogón y volvió a dejarla delante de mí con un estruendo considerable.

– Más de uno diría que ya ha bebido bastante -comentó.

– Más de uno, sí -asentí.

– Y más de uno diría que abusa usted de mi generosidad.

– ¡Bastardos impertinentes!

Owen volvió la cabeza y yo abrí el reloj una vez más y lo dejé sobre el mostrador, donde pudiera ver el avance de las manecillas y el retrato de aquella muchacha que significaba tanto para el comerciante. A mi derecha, se sentaba el esqueleto ambulante de un hombre envuelto en un gabán andrajoso que cubría una vestimenta notoriamente sucia. Iba sin afeitar y sus ojos desagradables, alojados entre el ralo pelo castaño de la cabeza y el vello oscuro y tupido de las mejillas, lanzaban miradas a hurtadillas al objeto. Yo había visto entrar al individuo una hora antes; se había acercado al mostrador, le había entregado unas cuantas monedas a Owen y este, a cambio, le había dado un sobrecito de papel. Owen cerró rápidamente la venta de aquel polvo verdusco que llamaban mosca española y que poseía cualidades afrodisíacas, aunque el hombre, con su polvo mágico en la mano, pareció que se contentaba con sentarse a la barra y echarnos miradas a mí y a mi reloj.

– Mucho observa usted mi reloj, caballero.

El hombre movió la cabeza en gesto de negativa:

– No lo miraba.

– Lo he visto, caballero. He visto cómo fijaba en él sus ojos codiciosos.

– No es cierto -dijo él, con la vista clavada en su bebida.

– No disimule, caballero. Usted codicia mi reloj -dije y lo sostuve en el aire por la cadena-. Cójalo, si tiene valor. Quítemelo de la mano aquí, donde puedo verlo, en lugar de acechar en la oscuridad como un ladrón descuidero.

El tipo continuó mirando el fondo de su jarra de peltre como si esta fuera una bola de cristal y él, un mago. Owen le cuchicheó un par de palabras y el huesudo mirón se retiró a un rincón de la barra, dejándome en paz. Era lo que yo siempre prefería.

Las manecillas del reloj avanzaron. Era extraño cómo uno podía ponerse de tan mal talante. Unos días antes, apenas, yo consideraba el afán de venganza de Dorland una vaga diversión. Ahora, me alegraba dejar que me matase. ¿Qué había cambiado? Habría podido mencionar muchas cosas, muchísimas decepciones, fracasos y luchas, pero sabía que no debía hacerlo. Había sucedido aquella mañana, cuando salía de mis aposentos y, a media manzana delante de mí, había visto de espaldas a una mujer que se alejaba rápidamente. Desde la distancia, entre el bullicio de peatones, había distinguido un gabán de color miel y, encima de él, una mata de cabellos dorados sobre la que se asentaba un sombrero de ala ancha, muy formal aunque poco práctico. Por un instante, guiándome solo por el color del pelo, por la manera en que le colgaba el gabán de los hombros y por cómo sus pies pisaban los adoquines, creí que era Cynthia. Me convencí, aunque solo fuese durante unos segundos, de que al cabo de tantos años y aunque casada con un hombre muy distinguido, Cynthia Pearson había sabido que ahora vivía en Filadelfia, había dado con mi paradero y había acudido a verme. Tal vez, reconociendo lo impropio de su conducta, se había acobardado en el último momento y había vuelto sobre sus pasos, pero había querido verme. Todavía me añoraba como yo a ella.

Aquella certeza absoluta, irreductible, de que se trataba de Cynthia duró apenas un momento y a continuación, con igual rapidez y la misma intensidad, me golpearon la decepción y la humillación. Naturalmente, no era ella. Por supuesto, Cynthia Pearson no había venido a llamar a mi puerta. La idea era absurda y el hecho de que, al cabo de diez años, estuviera tan dispuesto a creer lo contrario demostraba lo vacía que encontraba mi triste existencia.

Cuando Owen regresó, cerré el reloj y lo guardé antes de apurar la jarra.

– Ten la bondad de ponerme otra -le pedí.

Owen se inclinó hacia mí meneando la cabeza, con su nariz de asa de jarra borrosa a la luz de los candiles.

– Apenas se tiene usted sentado en el taburete. Váyase a casa, capitán Saunders.

– Otra. Si he de morir esta noche, quiero hacerlo bien borracho.

– Yo diría que ya lo está -dijo una voz a su espalda-, pero sírvele otro trago, si él quiere.

Era Nathan Dorland. No necesitaba mirar, pues conocía la voz.

Owen entrecerró los ojos con aire de irritación, pues Dorland no era una figura que impusiera: ni alto, ni corpulento, ni confiado, ni dominante.

– Salvo que sea amigo del capitán Saunders (y me parece que no lo es, a juzgar por su aspecto), yo diría que esto no es de su incumbencia.

– Me incumbe, sí, pues tan pronto este canalla haya terminado de beberse ese trago, tengo intención de llevármelo fuera y enseñarle un concepto llamado justicia, con el que no está muy familiarizado.

– Y, en cambio, conozco muy bien el de injusticia. Qué irónico -dije.

– Ignoro qué querellas tiene usted con él -continuó Owen-, aunque conozco lo suficiente al capitán como para estar seguro de que le ha dado motivos, pero aun así no le causará usted daño. Aquí, no. Si se siente agraviado por él, debe retarlo a duelo, como un caballero.

– Ya lo he hecho y él ha rehuido el desafío -respondió Dorland, gimoteando casi como un chiquillo.

– Los duelos se libran a una hora tan temprana… -le dije a Owen-. Resulta tan bárbaro…

Owen se volvió a Dorland.

– Ya lo ha oído. No tiene ningún interés en pelear y usted debe respetar eso. Este hombre es un héroe de la guerra y tengo una deuda con él por mi padre. Defenderé su derecho a pelearse o no con quien él quiera.

– ¡Vaya héroe! -bramó Dorland-. Supongo que se pasa la vida narrando historias del tiempo que estuvo con Washington, pero debe de haberse olvidado de contar esa en la que fue expulsado del ejército por traición. ¿No la conoce? Pregúntele a él, si lo duda. La carrera militar del capitán Saunders terminó de forma deshonrosa y, con respecto al padre de usted, sepa que a todos los taberneros de Filadelfia les ha contado que combatió con su padre, su hermano, su tío o su hijo. Aquí, nuestro amigo, ha repartido pólvora a tantos hombres condenados que es como el ángel de la muerte.