A Owen le brillaban los ojos a la luz de la lumbre y me encogí de hombros, pues Dorland me había pillado. Nunca me escabulliría de una falsedad, pero me pareció despreciable mentir respecto a una mentira.
– Estuve en Brooklyn Heights, en cualquier caso -dije-. Es posible que viera a tu padre y, no importa lo que puedas oír de mí, Owen, te prometo que jamás fui un traidor. Jamás.
Mis palabras solo sirvieron para que Owen se pusiera más lloroso. Se volvió a Dorland y le dijo:
– Márchese. No quiero problemas. Y usted tampoco.
– ¿Cuánto le debe Saunders? -en la voz de Dorland capté la desenvoltura que da la riqueza-. Pagaré su deuda.
Owen no dijo nada, de modo que hablé yo:
– Casi once dólares -dije. No era verdad. Debía menos de seis pero, si Dorland iba a pagar por matarme, que Owen sacara provecho de ello, por lo menos.
Oí a mi espalda la música del metal contra el metal y, a continuación, una bolsa aterrizó sonoramente sobre el mostrador.
– Ahí van tres libras británicas -anunció Dorland-. Casi quince dólares. Ahora, Saunders viene conmigo.
Hice un gesto de asentimiento a Owen.
– Me ha llegado la hora. Gracias por las bebidas, muchacho.
Me levanté del áspero taburete de madera y el local se zarandeó y se puso patas arriba. El suelo se vino hacia mí y los taburetes de la barra echaron a volar como pájaros sobresaltados. Reflexioné un instante sobre el peligro de beber tanto rato sin levantarse: a menudo, cuesta saber con exactitud lo bebido que está uno, si no hace ningún movimiento nuevo para comprobarlo. Y, a continuación, creo que me desplomé inconsciente.
La lluvia fría que caía con fuerza me despejó lo suficiente para que no estuviera dormido durante mi propio asesinato. Me dolían las sienes del exceso de whisky y de un puntapié que consideré bastante cruel administrar a un hombre ya caído. Un golpe muy desconsiderado. Un dolor agudo me penetró en las costillas, producto, supuse, de las patadas que recibía en los costados. Sin embargo, en estas encontré menos maldad. ¿Qué cabe hacer con un enemigo caído, si no es patearlo en las costillas? La cabeza, en cambio…, eso no es juego limpio.
Noté en la boca el sabor metálico de mi propia sangre y del hollín de la nieve sucia, que se amontonaba contra mi rostro. La sangre tenía que ser mía, pues no recordaba haber mordido a nadie. Aparté el rostro, entumecido, de la nieve fría y vi que el callejón estaba empapado de lluvia, fango y estiércol de caballo. También tenía mojados los pantalones y, aunque no podía estar absolutamente seguro, era probable que me hubiera orinado encima.
Si esto último trascendiera, no cabría atribuirlo a las consecuencias del miedo. Creo que merece la pena insistir en ello: yo había decidido que la muerte sería un resultado aceptable y no era que estuviese decidido a mostrarme filosófico, sino que ya me lo tomaba con filosofía. Vida o muerte, no tenía una predisposición clara por una o por otra. No; si me había orinado encima, tenía que ser porque uno de los puntapiés había hecho impacto en mi vientre y me había comprimido la vejiga llena. Nada salvo anatomía, filosofía natural, mecánica humana. En los libros hay diagramas que lo explican.
– Levántese. Es usted una vergüenza.
Los pies dejaron de dar golpes. Bajo la intensa lluvia, el rostro de Nathan Dorland adquirió un brillo espectral a la luz de la fina raja de luna que asomaba entre la capa de nubes de carbón. Tenía las facciones contraídas de rabia y, a pesar de su aspecto rechoncho y de su papada, enseñaba los dientes, lobuno y malhumorado a la vez, en una mueca áspera e incisiva. La nariz era demasiado larga, a modo de zanahoria, y el mentón demasiado débil, y tenía los dientes cariados y bolsas bajo los ojos. La naturaleza, igual que yo, había sido poco amable con él. No tuve sensación alguna de victoria en tomarse libertades con la bella esposa de un hombre feo pero, si lo hubiera conocido antes que a la mujer, me habría contenido, pues no soy insensible.
Conseguí incorporarme con movimientos lentos y torpes y, mientras intentaba hacerlo, me resbaló la mano en una pila de mierda. Un clavo suelto -oxidado, a juzgar por las asperezas de su superficie- me hizo un corte en la palma de la mano. Cuando me hube puesto en pie, me quedé doblado por la cintura, incapaz de enderezarme. Se me había caído el sombrero en algún punto entre la taberna y el callejón, y la lluvia fría me bañaba el rostro, limpiando de sangre mi labio partido.
Eran cuatro: Dorland y sus tres amigos, todos ellos de su edad -tal vez diez años mayores que yo- y todos igual de rollizos, de incómodos con su cuerpo y de ignorantes en el arte de la guerra. No eran hombres que hubiera de temer, pero yo estaba borracho, ellos me superaban en número y, lo más importante, no me quedaban ganas de lucha.
Dorland levantó la mano y uno de sus compañeros puso en su palma una bayoneta militar.
– En otros tiempos, los hombres portaban espada al cinto, pero nuestra época ha declinado. -Cambió la manera de empuñar el arma, sopesándola en la mano, y se acercó a mí. Sus amigos lo imitaron; dos de ellos estaban tan próximos a mí como el propio Dorland, mientras que el tercero se mantuvo a cierta distancia-. ¿Tiene algo que decir antes de que ponga fin a su vida?
– Dorland -respondí con un carraspeo-, me desagrada profundamente haberme convertido en el hombre que soy. No solo estoy bebido en este momento, sino perpetuamente. Hace media década que no tengo una fuente de ingresos estable y soy un adicto pertinaz al juego, de modo que el dinero que robo, pido prestado o, en alguna rara ocasión, gano honradamente, se me va de las manos tan pronto llega. Visto ropas viejas y harapientas y, con frecuencia, ofensivas al olfato. Y, sobre todo, creo que durante el ataque he perdido el control de la vejiga y me he meado encima.
– ¿Y cree que eso me llevará a perdonarle la vida? -preguntó Dorland-. ¿Cree que su patético estado contendrá mi mano?
– No, solo quería dejar constancia de la clase de hombre que su mujer admitió en la cama.
Por un instante, a pesar de la oscuridad, el rostro de Dorland brilló, blanco como una segunda luna, antes de volver a desaparecer en la negrura. Yo había visto muchos rostros contraídos de ira. Había matado hombres que tenían tal expresión, pero eso era la guerra y esto, ahora, era un asesinato, algo que incluso yo consideraba un crimen demasiado ruin.
Había querido sacarlo de sus casillas, por supuesto. Había querido sellar mi destino, pero, incluso después de mofarme de su dignidad y de insultarlo delante de sus amigos, me veía capaz de alterar el curso de los acontecimientos. Me bastarían unas cuantas palabras, unos comentarios bien escogidos que apelaran a su misericordia, para que aquellos hombres se sintieran importantes y magnánimos. De peores había salido, pues tenía un particular talento para ello. Este talento había sido el motivo de que Fleet, mi mentor durante la guerra, me escogiera para trabajar con él; y era lo que me había enseñado a refinar.
La bayoneta se alzó y me esforcé en mantener los ojos abiertos. Ojalá la muerte me hubiera llegado a manos de los británicos diez o doce años antes, cuando tal vez habría podido morir como un héroe. Ahora, estaba muy deteriorado, pero así era el mundo, al fin y al cabo: una serie de cosas que no resultaban tan buenas como querríamos. Esperé el golpe, dispuesto y decidido aunque temeroso del dolor, pero no llegó. En su lugar, escuché una voz que decía:
– ¡Quieta esa mano, señor! No querrá cometer un asesinato delante de testigos, ¿verdad?