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– Ha sido un auténtico placer -dijo y no tuve ninguna duda de ello.

Con el desconocido unos pasos por detrás, tal vez para asegurarse de que nuestros enemigos no intentaban una emboscada de última hora, Leónidas me condujo de vuelta, renqueando, al León y la Campana. Ocupamos una mesa cerca del fuego, atrayendo no poca atención. Mi esclavo se despojó de la capa, la colgó a secar y se quitó el sombrero, dejando a la vista una cabeza redonda de cabellos muy cortos. A continuación, sacó las pistolas y comprobó la pólvora. La visión de aquel negro grande examinando armas de fuego hizo que unos cuantos parroquianos nos miraran con aprensión. Los blancos de Filadelfia se sienten más confiados con los negros que los de climas más cálidos, pero la imagen de un africano musculoso y de anchos hombros comprobando sus pistolas no resulta nunca reconfortante. Con todo, nadie se atrevió a decir una palabra: en parte, porque no resulta aconsejable ser grosero con un hombretón armado, pero también porque había algo en el semblante de Leónidas que mitigaba las sospechas. Negro como la medianoche, pero más guapo que Oroonoko, poseía una dignidad natural y, si había un solo negro en el país que uno quisiera ver con pistolas cebadas en las manos, ese era él.

– Así que llevabas armas, realmente -comenté-. Pensaba que estabas fingiendo.

En su boca se dibujó un ligerísimo asomo de sonrisa.

– Me habría disgustado mucho tener que disparar a través de la ropa. Esta capa está tan bien cortada…

– ¿Por qué llevas pistolas? -quise saber.

– Algo tengo que hacer con mi dinero, ya que no se me permite comprar la libertad.

A menudo, no tenía necesidad de sus servicios y le permitía emplearse de estibador en los muelles. Había ahorrado lo suficiente para comprar la libertad a buen precio, si yo decidía permitírselo, pero me parecía una crueldad antinatural exigirle a un hombre convertido en esclavo, sin que hubiera hecho nada por merecerlo, que tuviese que pagar por su libertad.

Mientras me secaba y dejaba que el dolor me inundara y cristalizara, Leónidas fue a buscar más whisky para mí, pues los sucesos de la noche habían dejado en mi interior un vacío que requería llenarse, y pronto. Me acercó la jarra y se sentó a mi lado.

Entretanto, el desconocido mantuvo una pantomima de anonimato. Se quitó la capa y la colocó cerca del fuego, se sacudió el sombrero en el antebrazo y se frotó las manos.

– Le doy las gracias de nuevo -le dije-. No le había pedido que interviniera pero, de todos modos, ha sido muy amable…

El hombre asintió y tuve la clara impresión de que estaba cansado de agradecimientos.

– Tiene suerte de que llegáramos tan oportunamente -dijo Leónidas-. Parecía totalmente derrotado.

Lo miré a los ojos. Esa idea de que no se puede mirar a los ojos a alguien y mentir es, por supuesto, una absoluta falsedad. Podría mirar a Jesucristo a los ojos y decirle que soy Juan el Bautista y, si alguna vez se presentara la oportunidad de hacer algo tan improbable, seguro que lo intentaría, solo por ver cómo salía.

– Unos minutos más y hubiera puesto las cosas en su sitio. De todas maneras, siempre agradezco una ayuda oportuna.

Leónidas se volvió hacia el desconocido.

– Le presento al señor Kyler Lavien.

– Lavien -dije-. ¿Qué clase de apellido es ése? ¿Es usted francés?

El hombre me sostuvo la mirada con cierta firmeza y sin parpadear.

– Soy judío -respondió.

Supongo que el tal Lavien estaría preparado para soportar algún comentario poco amable, pero no lo oiría de mis labios. No tengo nada contra los judíos. No tengo nada a favor de ellos, desde luego, pero tampoco en contra; no tengo nada contra nadie, sea papista, presbiteriano, luterano, metodista, menonita, moravo, milenarista o mahometano. No tengo nada contra los miembros de ninguna religión, salvo los cuáqueros, a los que desprecio por su santurrona palabrería pacifista, su apego a las propiedades y por su hablar anticuado y solemne.

– ¿Y qué asunto tiene conmigo? -le pregunté.

– Esa es precisamente la cuestión, ¿verdad? -dijo Leónidas. Al hablar, miró significativamente a Lavien y me di cuenta de que desconocía por completo unos hechos en los que debería haber tenido un papel esencial. Lavien carraspeó.

– Me hallaba a la puerta de la posada en la que se aloja, señor, pues por mor de mi trabajo había seguido a alguien a sus aposentos, cuando este buen hombre salió en busca de usted.

– ¿A quién siguió y cuál es su trabajo? -indagué-. Me duele demasiado la cabeza para respuestas enrevesadas. Hable con franqueza, señor.

– Estoy empleado al servicio de un viejo conocido suyo, el coronel Alexander Hamilton. Ahora, lo sirvo en su cargo de secretario del Departamento del Tesoro.

A pesar del dolor, la ebriedad y el aturdimiento general, noté que mis sentidos se agudizaban. Había sufrido una década de ignominia por culpa de Hamilton y, ahora, aparecía su hombre para salvarme de un marido vengativo. No tenía sentido.

– ¿Qué quiere Hamilton de mí? -pregunté.

– No es eso lo que debe preguntar -dijo Leónidas-. Pregúntele a quién siguió hasta su casa.

– Basta de este desatino -intervine-. Cuénteme lo que no me cuenta.

– Por mi cargo al servicio del Departamento del Tesoro -dijo Lavien-, seguí hasta su residencia a una dama que deseaba transmitirle un mensaje.

– ¿Y qué? A las mujeres les gusta mandarme mensajes. Soy buen corresponsal.

– La dama de la que hablo -continuó Lavien-, creo que es conocida de usted, aunque no ha hablado con ella desde hace muchos años. Se trata de la señora Cynthia Pearson.

Todo el dolor, toda la confusión y el malestar desaparecieron y vi el mundo ante mí con agudo detalle, con ángulos marcados y colores definidos. Cynthia Pearson, con quien un día me quise casar, la hija de Fleet, mi difunto y muy maltratado amigo, traicionado, como lo había sido yo, por el propio Hamilton. Hacía diez años que no hablaba con ella. La había visto, sí, fugazmente por la calle alguna vez, pero no le había dirigido la palabra. Se había casado con otro, por su riqueza -creo- y nuestros caminos se habían separado para siempre. O eso creía, pues Leónidas y aquel hombre me decían ahora que aquella misma tarde había acudido a mi casa.

– ¿Para qué? -dije a Leónidas, articulando las palabras despacio y metódicamente, como si andándome con cuidado al hacer la pregunta pudiera ayudarlo a dar una respuesta más lúcida-. ¿Por qué motivo vino a verme?

Leónidas me sostuvo la mirada y respondió en el mismo tono que había empleado yo. Llevaba conmigo casi desde que me había separado de Cynthia y entendió la importancia de la pregunta. Comprendió lo que debía de significar para mí.

– Tiene algo que ver con su marido.

Moví la cabeza. Nunca había pensado que Cynthia Pearson supiese siquiera que yo vivía en Filadelfia, y ahora se presentaba en mi casa, de noche, para hablarme de su marido.

Viendo mi confusión, Leónidas tomó aliento y añadió:

– Cree que su esposo, y probablemente ella y sus hijos también, corren algún peligro. Anoche vino a verle, Ethan, para suplicarle su ayuda.

Capítulo 2

Joan Maycott

Verano de 1781

Yo quería crear una clase de relato y me encontré haciendo otra enteramente distinta. Gran parte de lo que sucedía nacía directamente de mis propias decisiones, de mis propias acciones. Si no hubiera sido voluntariosa, como se califica a una mujer por lo mismo que a un hombre se lo llamaría enérgico o ambicioso, mi vida tal vez se habría desarrollado de forma muy distinta. Cuando tomamos decisiones que nos conducen por un camino difícil, no nos cuesta imaginar que el curso que no hemos tomado era el cómodo y perfecto, pero estas decisiones descartadas podrían ser tan malas o peores que la que hemos adoptado. Debo lamentarme, sí, pero no por ello debo sentir remordimientos.