Por ello, contaré mi relato y explicaré cómo he llegado a convertirme en enemiga de este país y de los hombres que lo gobiernan. Lo haré con el pleno convencimiento de que, aunque estas palabras se lean, encontrarán pocos simpatizantes. Se me llamará mujer rastrera y traidora, diabólica en mi resistencia antinatural a la paternidad de la nación. Aun así, siempre habrá quienes hayan vivido las mismas cosas que yo, parecidas o peores -pues sé que las hay peores- y me comprenderán. Es una pequeña compensación, pero no existe otra para mí.
Nací con el nombre de Joan Claybrook y crecí en el campo cerca de la ciudad de Albany, en Nueva York. Mi madre era uno de los seis retoños de una familia pobre y mi padre había llegado a este país desde Escocia con contrato de servidumbre, por lo que iniciaron la aventura de la vida con pocas ventajas. Sin embargo, lucharon por salir adelante y la tierra era barata y, cuando yo nací, eran dueños de una pequeña finca en la que cultivaban trigo y cebada y criaban unas cuantas vacas, en ocasiones cerdos y siempre un número prodigioso de aves de corral. Nunca llegaríamos a ser ricos, ni aspirábamos a ello, pero mi familia había alcanzado una situación en la que no teníamos miedo de pasar hambre y, por lo menos antes de la guerra, conseguíamos ganar cada año más de lo que gastábamos.
Yo tenía un hermano mayor y dos más pequeños y, estando la familia bien provista -en exceso, incluso- de herederos y de manos para trabajar, mis padres -y también mis hermanos- fueron muy indulgentes con mis caprichos. Las labores agrícolas no me atraían y, siendo la única niña, disfruté de una familia tolerante -imprudentemente tolerante, decían algunos- a mis deseos. No era que no tuviese responsabilidades; a mi modo de ver, tenía demasiadas, pero solo me exigían aquellas sin las que no podían pasarse. Yo me ocupaba de las gallinas: les daba de comer, recogía los huevos y limpiaba el corral. También me dedicaba a hilar y cosía un poco. Aparte de esto, leía.
Sería de esperar, supongo, que una gente sencilla como mis padres, que crecieron sabiendo poco más que echar una firma y que no tuvieron tiempo ni dinero para aprender a leer, desanimaran aquella afición mía. Tal vez deberían haberlo hecho, pero tenían buen corazón y encontraron fascinante mi amor por los libros y la lectura, tal vez como Samuel Johnson se sorprendía ante el perro que caminaba erguido sobre las patas traseras. Me compraban lo que podían y cultivaron la amistad de gente de fortuna de Albany, personas que se avinieran a prestarme libros de historia, de filosofía natural y de política económica. A mí, poco me importaba el tema con tal de que el libro impartiera conocimientos. Los días de buen tiempo, me sentaba fuera; los malos, me arrimaba al fuego del hogar. Y, mientras leía, olvidaba que a mi alrededor había un mundo mucho más pequeño.
A los doce años, ya había leído a Hobbes y a Locke y a Hume. Conocía de cabo a rabo la Teoría de los sentimientos morales, de Adam Smith, y La riqueza de las naciones casi igual de bien. Había leído la historia de Macaulay y los ensayos de Bolingbroke, todo en The Spectator, y conocía -en traducciones, claro- a Herodoto, Tucídides, Homero y Virgilio.
Mi padre, aunque poco ilustrado, me examinaba. Mientras comíamos, le contaba las extravagancias de Jerjes o el sufrimiento de Zeus cuando tuvo que asistir, impotente, a la muerte de su hijo Sarpedón. Aquellas narraciones, sacadas de los clásicos y de la historia, le resultaban mucho más interesantes que los pensamientos de Hume o de Berkeley y puede que este deseo suyo de que le narrara historias influyese en la selección de lecturas que hacía para mí. Por supuesto, me hice experta en relatos fantásticos: había leído todos los poemas épicos de la antigüedad, los textos de Milton y Dryden, y las obras de Shakespeare, Marlowe y Jonson.
Sin embargo, hubo un libro… Este fue otra cosa, algo totalmente distinto. Todavía hoy, aunque lo he leído más veces de las que podría calcular, suspiro un poco al mencionarlo. Se titulaba Amelia y era una novela. Inevitablemente, a lo largo de mis lecturas -en revistas y, a veces, en folletos y obras de discurso filosófico- había encontrado referencias a novelas. A pesar de ello, siempre se las despreciaba como lecturas frívolas para mujeres sin seso, escritas por mujeres necias o por hombres deshonrosos. Tan condicionada estaba a considerar las novelas unas bobadas triviales que, cuando mi padre me puso en las manos tres volúmenes de Fielding que le había prestado un comerciante de la ciudad, conocido suyo, me costó un considerable esfuerzo de voluntad esbozar una sonrisa y mostrarme contenta y agradecida, aunque solo fuese un poco. No obstante, mi esfuerzo debió de resultar insuficiente, pues a mi padre le cambió la expresión.
– ¿No te gustan? -preguntó, con los ojos muy abiertos y ligeramente húmedos. Era un hombre orgulloso, de hombros cuadrados, manos poderosas aunque extrañamente planas y un valor físico superior a lo que se podía exigir, pero encontraba misteriosa y vagamente atemorizadora mi capacidad de lectura. Pude apreciar que creía que había cometido un error ridículo, que se había puesto en evidencia ante su inteligente hija, tal vez incluso que la había ofendido, o hasta que le había hecho daño (pues, ¿quién sabía cómo funcionaban aquellos asuntos de libros?).
– No…, no lo sé, puesto que no los he leído -respondí y le dirigí una sonrisa. Le sonreí como merecía-. Te lo diré cuando lo haya hecho.
Si mi padre no hubiera puesto aquella expresión tan apenada, casi con certeza habría dejado los libros a un lado, como si no merecieran que les prestara atención, y los habría devuelto sin leer al cabo de unos días. Esta vez, sin embargo, me sentí obligada a prestar atención a Fielding. Así fue como empecé a leer novelas. Tal vez tuve suerte de que la primera que leí fuera tan insólita en su género. La mayoría de las novelas trataban de mujeres que buscaban marido, pero en aquel libro la pareja principal ya estaba casada. El protagonista, William Boothe, soportaba deudas, encarcelamiento, la tentación de la lujuria y la culpa del adulterio, mientras su amante esposa, Amelia, luchaba por preservar su familia de la ruina y la reprobación. Lloré por su patetismo y lloré a la conclusión, no solo por la profundidad de la emoción que me produjo, sino porque no había más que leer.
Al finalizar la lectura, mi padre supo que me había traído algo que me había encantado. Recuerdo que me senté en el campo, detrás de la casa, con el sol cálido, pero no ardiente, en el rostro y el volumen final que acababa de terminar en el regazo. Contemplé el azul brumoso del cielo y tuve el pensamiento más extraño de mi vida. Nunca hasta entonces, mientras leía obras escritas por los clásicos, libros de filosofía o historia y ensayos producidos por hombres contemporáneos, me había asaltado la idea de ponerme a escribir yo misma. Pero ¿de qué escribiría, cuando no conocía nada de la vida que no fuera lo que había leído? Ahora, en cambio, todo era distinto. ¿Por qué no podía escribir una novela? Desde luego, no esperaba producir nada de la majestuosidad de Amelia, pero estaba segura de que algo me saldría.
Impliqué en la tarea a mi padre, siempre dispuesto e indulgente. Tendría que pedir prestadas para mí cuantas novelas encontrase. Las leí todas: las demás obras menores de Fielding, Joseph Andrews y Tom Jones, y tres de Richardson, Pamela, Clarissa y Sir Charles Grandison. Leí el humor obsceno de Smollett, las exploraciones sociales de Burney, Heywood y Lennox, y las ñoñerías sentimentales de Henry Brooke y Henry Mackenzie. Tomé abundantes notas de cada libro, cuantificando lo que me había gustado y lo que no. Cuando mi empatía por un personaje me movía a llorar, a reír o a temer por su seguridad, dedicaba horas a determinar por qué medios había conseguido el novelista crear tal magia. Cuando un padecimiento o una pérdida no me producían ninguna sensación, diseccionaba la falta de arte que engendraba tal apatía.