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Al cumplir diecisiete años, me creía preparada para escribir una novela de mi invención. El único obstáculo era que no tenía suficiente experiencia personal del mundo para describir la vida con la verosimilitud de un novelista. Había leído, pero no había vivido. Y estaba decidida a hacerlo, no solo por mis aspiraciones de escribir, sino porque ya tenía edad suficiente para entender que los libros quizá no fuesen siempre, por sí solos, suficiente para mí.

Una tarde, casi al final de la guerra, antes de que se firmara la paz oficialmente pero con posterioridad a la rendición de Cornwallis, me encontraba en la ciudad con mi padre y Theodore, mi hermano mayor, cuando reparé casualmente en un par de caballeros que salían de una sastrería. Uno era mayor, sin duda el padre del más joven, pues compartían la misma cara alargada, la nariz patricia y unos ojos penetrantes de los que, aunque no alcanzaba a distinguir su color desde la lejanía, no se me escapó su intensidad y su brillo. El joven se movía rígidamente con la ayuda de un bastón y parecía contraer el rostro con cada paso que daba. A pesar de estas muecas, yo sabía que era el hombre más apuesto que había visto nunca, con su pelo rubio y su rostro dulce, angelical en sus proporciones, que revelaba y reflejaba como un lago frío y tranquilo el mundo que lo rodeaba. Por supuesto, cuando digo que su hermosura superaba cualquier otra, reconozco que había llevado hasta entonces una vida recogida, pues había crecido durante una guerra en la que muchos jóvenes estaban lejos, en el frente o escondidos para que no los llevaran a luchar, o encarcelados bajo la sospecha de combatir en el otro bando. No había visto a demasiados jóvenes y menos aún los había conocido que no se hallaran en un estado de desesperación, pero aquel era muy guapo y, aunque hubiera visto cien mil de los mejores ejemplares de su sexo, no sé si alguno me lo habría parecido más. Pregunté quién era.

– Ese -dijo mi hermano- es Andrew Maycott.

Me acordé de él, pues su granja no estaba lejos de la nuestra. La última vez que lo había visto tenía cuatro años menos, apenas diecisiete, y yo, a mis trece, no tenía más interés por los hombres que él por las tácticas militares. En aquellos años había madurado y yo, todavía más. Tal vez notó que alguien lo observaba, porque se volvió a mirarme desde el otro lado de la calle y nuestras miradas se cruzaron. Se apoyó en el bastón y se tocó el sombrero saludándome -saludándonos- y noté… bueno, no supe muy bien qué. Me sentí mareada, débil y espantada. Y, sin embargo, decidida a conocerlo mejor.

Pensé en comentarlo con mi padre. Complaciente como era, sin duda habría hecho todo lo que estuviera en su mano para acordar un encuentro de los Maycott y nuestra familia, pero yo no deseaba tal clase de presentaciones. No tenía pensado sentarme a mantener una conversación intrascendente con sus padres hacendados. Más exactamente, tal reunión de dos familias rurales no me parecía suficientemente novelesca, al menos en el mejor sentido del término. No quería que mi relato empezara con una reunión cotidiana de pequeños propietarios de tierras y gente del Oeste. Prefería mucho más hacer algo fuera de lo común, algo repleto de aventuras y de emociones intensas y de nuevos sentimientos.

Con tal fin monté a Atossa, una yegua pinta que era mi favorita, y cabalgué las cinco millas que me separaban de la granja de los Maycott. Quizá debería haber sido más prudente, pues lo que planeaba hacer era muy escandaloso y encolerizaría a mis padres. Sin embargo, estaba tranquila, pues la ira de mis padres era, como mucho, leve y pasé el trayecto imaginando cómo, al volver a casa, tomaría notas que más adelante me proporcionarían detalles para mi novela.

Llegué a la propiedad y me acerqué a la casa. Los Maycott tenían más tierras y eran más ricos que nosotros; no mucho más, pero lo suficiente para creerse superiores y para que nos sintiéramos cohibidos en su presencia. La casa en sí era una vivienda espaciosa y agradable de dos plantas, con todas las paredes recién encaladas, armoniosamente levantada entre una arboleda de arces frondosos. A nadie le había ido bien durante la guerra, pues era difícil sacar beneficio cuando había tan poco dinero en circulación y resultaba penoso cultivar para que se apropiara de la cosecha el enemigo, con el fin de alimentar a su ejército, o nuestras propias tropas, a cambio de vagas promesas sin valor. A pesar de ello, los Maycott habían mantenido las apariencias y, cuando me aproximé a la casa, me sentí como una rústica desaliñada que acudía a la mansión de su señor. Llevaba el vestido, una prenda tejida en casa de color nuez, bastante limpio y mi sencillo sombrerito, aunque no demasiado descolorido, se veía pobre. Me habría gustado tener una cinta nueva para lucirla en ocasión tan auspiciosa, pero no había encontrado ninguna a la venta y, de haberla habido, no habríamos tenido dinero para comprarla. Bajo el sombrero, llevaba mi indómita cabellera de pelo castaño sujeta con alfileres lo mejor que la naturaleza y mi impaciencia permitían. Había tenido la previsión de lavarme las manos antes de salir y lucía las uñas limpias de mugre.

Había pensado lo que iba a decir al criado que me abriera la puerta, pero no tuve ocasión de soltar el discurso. Aún no había llamado, cuando oí unos pasos a mi espalda y, al volverme, vi al mismísimo Andrew Maycott, con la mano en el bastón, subiendo por el camino con cierta dificultad.

Apoyado en el bastón, inclinó ligeramente la cabeza en un saludo.

– Buenas tardes, señorita.

Tenía una sonrisa correcta y cortés, y no se observaba nada que no fuese caballeroso en sus palabras o en su porte, pero aun así noté que su mirada me recorría despacio. La sensación me agradó.

Me enderecé y respondí:

– Usted es Andrew Maycott, precisamente el hombre al que venía a ver.

– Vaya, y usted creo que es Joan Claybrook -dijo él, ladeando la cabeza como un coleccionista de curiosidades que acaba de dar con un ejemplar interesante-. La recuerdo de cuando era una chiquilla.

– Pues ya no lo soy -declaré, esperando que mi voz sonara más segura de lo que me sentía.

El no hizo el menor esfuerzo por esconder que le divertía mi respuesta.

– De eso no creo que quepa ninguna duda.

No había nada lujurioso en su tono, pero era evidente que coqueteaba. Sus atenciones me distrajeron y no era eso lo que yo deseaba. Quería ser yo la que distrajera, la que estableciera las normas, pero ahora, tan cerca de él, me costaba pensar con claridad.

– ¿Le duele… la herida? -Mantuve la voz serena y uniforme, lo cual no era fácil con el pulso latiéndome en los oídos.

– A veces -dijo-, pero no dejaré que eso me impida hacer lo que quiera, y me han dicho que con el tiempo remitirán los dolores.

Sonreí para disimular mi nerviosismo y, después de tomar aliento profundamente esperando que no se notara, dije en el tono más ligero que pude:

– No esperaré a entonces. Demos un paseo.

Vi claramente que lo asombraba. Dudó un poco, emitió un murmullo encantador y, a continuación, tragó saliva.

– Señorita Claybrook, no creo que sea apropiado por mi parte dar un paseo privado con una joven dama…

Tal vez debería haberme sentido picada por su rechazo. Quizá debería haber intentado rectificar lo que le había dicho, dar nueva forma a mis palabras, pero no sentía la menor vergüenza ni compunción y esta ausencia de remordimiento me dio valor.

– Ah, no sea usted tan precavido. Paseará conmigo, ¿verdad?

– No creo que su padre me lo agradeciera -insistió él-. ¿Por qué no entra en casa a tomar un vino de arce con mi hermana?

No me gustó la propuesta y mi tono de voz reveló mi irritación:

– No he venido a ver a su hermana. He venido a verlo a usted.