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La madre de éste abandonó el fregadero, uniéndose a su hijo ante la ventana.

—¡Vaya! —suspiró.

En este preciso instante oyó el ruido del picaporte. Alguien llamaba. La señora Curtin se secó rápidamente las manos en la primera toalla que encontró a mano, saliendo después al pasillo para abrir la puerta. Se quedó mirando con expresión de reto y de duda a un tiempo a los dos hombres que tenía delante.

—¿La señora Curtin? —preguntó el más alto de los dos, adoptando una actitud de extraña cortesía.

—Soy yo, sí.

—¿Me permite que entre un momento? Soy el detective inspector Hardcastle.

La señora Curtin dio un paso atrás de muy mala gana. Abrió la puerta de una habitación e invitó a pasar al inspector. La pieza se veía limpia y ordenada, dando la impresión de ser ocupada raras veces, lo cual era lo que en realidad ocurría.

Ernie, curioso, apareció junto a la entrada del cuarto, procedente de la cocina.

—¿Su hijo? —preguntó Hardcastle.

—Sí —repuso la señora Curtin sin abandonar su agresiva actitud—. Es un buen chico pese a lo que usted pueda decir.

—Estoy convencido de que lo es —contestó el inspector, muy afable.

La faz de la madre de Ernie pareció tornarse menos grave.

—He venido a verla para hacerle unas cuantas preguntas relacionadas con la casa número diecinueve de Wilbraham Crescent. Tengo encendido que trabaja usted allí.

—Yo no he negado eso nunca —replicó la señora Curtin, incapaz de mostrarse más cordial.

—La dueña de la casa es la señorita Millicent Pebmarsh.

—Sí. Trabajo para la señorita Pebmarsh. Una verdadera dama, una mujer muy agradable.

—Ciega —apuntó el inspector.

—Sí, pobrecilla. Pero nadie lo diría. Es maravilloso… ¡Qué bien sabe orientarse, andar de un lado para otro! Lo mismo dentro que fuera de la casa. Ni siquiera los cruces en plena calzada le asustan. No es de esas personas que hacen un mundo de cualquier cosa, grande o pequeña, una nadería a veces… No, no es como algunos hombres y mujeres que yo conozco.

—Suele usted ir a trabajar allí por las mañanas, ¿no?

—Efectivamente. Acostumbro a llegar entre las nueve y media y las diez de la mañana para marcharme a las doce o cuando termino mi labor —incisiva, la señora Curtin se interrumpió para preguntar, de pronto—: ¿no me irá usted a decir que ha desaparecido… que le han robado alguna cosa a la señorita Pebmarsh?

—Todo lo contrario, señora Curtin —manifestó Hardcastle con el pensamiento fijo en los cuatro relojes.

La mujer hizo un gesto de extrañeza.

—¿Qué es lo que ocurre entonces? —quiso saber.

—Esta tarde fue hallado el cadáver de un hombre en el cuarto de estar de la casa número 19 de Wilbraham Crescent.

La señora Curtin miró muy seria al inspector. Ernie, su hijo, abrió la boca, quedándose como en éxtasis, escapándosele un elocuente «¡Oh!» de franca admiración. En seguida, considerando una imprudencia atraer la atención de los mayores sobre él, procuró hacerse a un lado, intentando pasar desapercibido.

—¿Un cadáver? —inquirió la señora Curtin, con un gesto de incredulidad. Luego añadió—: ¿en el cuarto de estar?

—Sí. El hombre murió apuñalado.

—Quiere usted decir que se trata de un crimen, ¿no?

—Efectivamente.

—¿Y quién asesinó a ese hombre?

—Lamento tener que decir que aún no hemos llegado tan lejos en nuestras indagaciones —manifestó el inspector—. Pensamos, de momento, que usted podría ayudarnos en nuestra labor.

—Nada sé acerca de ese crimen —contestó la señora Curtin sin la menor vacilación.

—No, pero conviene examinar uno o dos puntos interesantes. Veamos. ¿Visitó alguien la casa esta mañana?

—Que yo recuerde, no. Hoy no, desde luego. ¿Cuáles son las señas de ese hombre?

—Puede fijarse su edad en los sesenta años. Vestía un traje oscuro, de elegante corte. Existe la posibilidad de que se presentara como agente de seguros.

—De haberse presentado allí yo no le habría dejado entrar —declaró la señora Curtin—. Nada de agentes de seguros, ni de vendedores de aspiradoras de polvo o de ejemplares de la Enciclopedia Británica… A la señorita Pebmarsh no le agradaban los vendedores a domicilio y a mí me ocurre lo mismo.

—Curry… Ese era el apellido de la víctima, de acuerdo con una tarjeta que hallamos en sus bolsillos. ¿Le dice a usted algo aquél?

—¿Curry, Curry…? —la señora Curtin movió la cabeza—. Me suena a indio ese apellido…

—¡Oh, no! —exclamó el inspector Hardcastle—. El hombre en cuestión no tenía nada de tal.

—¿Quién encontró el cadáver? ¿La señorita Pebmarsh?

—Una joven taquimecanógrafa, quien, debido a un probable error, fue enviada a casa de la señorita Pebmarsh para hacerle un trabajo. Ella fue quien descubrió el cadáver. En el instante en que sucedió esto, aproximadamente, se produjo el regreso de Millicent Pebmarsh.

La señora Curtin suspiró.

—¡Qué lío, Señor, qué lío!

—Deseaba pedirle también que echara un vistazo al cadáver para poder decirnos si había visto usted a ese hombre por Wilbraham Crescent o ante la casa de la señorita Pebmarsh alguna vez. Esta afirma no haberle visto jamás. Quiero referirme ahora a otros puntos de importancia secundaria. ¿Sería usted capaz de recordar cuántos relojes hay en el cuarto de estar?

La señora Curtin no vaciló un momento.

—Dentro de esa pieza se encuentra el gran reloj del rincón, el «de caja», le llaman, y también está el de cuclillo, en una de las paredes. Al dar la hora salta un muelle que abre unas portezuelas por las que asoma un pajarito que canta: «¡Cucú!» ¡A veces se lleva una unos sustos con él! —la mujer agregó a toda prisa—: No toqué ninguno de ellos. Nunca lo hago. Es la señorita Pebmarsh quien les da cuerda siempre.

—He de advertirle que esos relojes que ha mencionado siguen marchando sin novedad —dijo Hardcastle para tranquilizar a su interlocutora—. ¿Está usted segura de que esta mañana no había en el cuarto de estar más relojes que aquéllos?

—Desde luego ¿Qué otros podía haber aparte de los indicados?

—¿Está segura, por ejemplo, de que no habla allí un pequeño reloj cuadrado de plata, ni otro de metal dorado, ni uno de porcelana con adornos de flores, ni otro provisto de una funda de cuero, una caja, con la inscripción «Rosemary» en uno de sus cantos?

—Naturalmente que no.

—De haber ocurrido lo contrario, ¿se habría dado cuenta de su presencia allí?

—Por supuesto.

—Las manecillas de esos relojes señalaban una hora que representaba un adelanto de sesenta minutos sobre la marcada por las del reloj de caja y el de cuclillo.

—Porque serán extranjeros —alegó la señora Curtin—. Una vez hice con mi marido un viaje en coche a Suiza y a Italia. Los habitantes de estos países vivían con una hora de adelanto en relación con la nuestra. Puede que eso tenga que ver con el Mercado Común. A mí, y también a mi esposo, aquél nos tiene sin cuidado. Con Inglaterra me basta.

El inspector Hardcastle no quiso meterse en honduras políticas.

—¿Puede usted decirme la hora exacta en que abandonó la casa de la señorita Pebmarsh esta mañana?

—A las doce y cuarto, aproximadamente.

—¿Estaba ella allí en aquellos instantes?

—No, no había regresado todavía. Habitualmente, lo hace entre las doce y doce y media, pero esto, desde luego, varía…

—Y abandonó la casa, ¿cuándo?

—Antes de que yo llegara. Mi hora son las diez.

—Pues muchas gracias, señora Curtin.

—Parece una cosa extraña eso de los relojes —manifestó la mujer—. Tal vez la señorita Pebmarsh estuviera en alguna subasta… Quizá los descubriera en una tienda de antigüedades ¿No se dice así? Por lo que usted me ha contado deben proceder de lugares como ése u otros por el estilo.