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—¿Asiste la señorita Pebmarsh a las subastas muy a menudo?

—Hace cuatro meses compró en una de ellas una alfombra de pelo. En muy buen estado, precisamente. Me dijo que muy barata, además. También adquirió varias cortinas de terciopelo. Necesitan ciertas reformas para adaptarlas a sus ventanas, pero pueden considerarse nuevas prácticamente.

—Bueno, pero a ella no le agradan las curiosidades que suelen encontrarse en las salas de subastas, los cuadros, los objetos de porcelana, por ejemplo…

La señora Curtin hizo un enérgico movimiento de cabeza.

—No es que la conozca muy bien, pero… Cuando una compra un artículo se expone siempre a que la engañen. Y muchas veces ocurre que cuando una llega a casa se pregunta: ¿y qué demonios voy a hacer ahora con esto? En una ocasión, creyéndolo ventajoso, compré seis botes de mermelada. Después, pensando detenidamente en ello, me dije que hubiera podido obtenerlos a menos precio del que pagué. ¿Cómo? Sencillamente, adquiriéndolos en el mercado de cualquier miércoles.

Comprendiendo que de momento no podría conseguir nada más de la señora Curtin, el inspector Hardcastle decidió marcharse. Entonces Ernie aportó su colaboración al asunto de que habían estado ocupándose el detective y su madre.

—¡Un crimen! —exclamó el chico, asombrado aún.

Momentáneamente, la conquista del espacio fue desplazada por el terrible suceso, más actual y próximo para Ernie.

—La señorita Pebmarsh no puede ser la autora de ese crimen, ¿verdad, mamá? —sugirió el muchacho.

—No digas tonterías —repuso la señora Curtin. Un pensamiento cruzó por su cabeza—. Ahora me pregunto si debí decirle…

—¿Qué, mamá?

—Bueno, ¿y a ti qué te importa? Nada, no era nada, en realidad.

Capítulo VI

NARRACIÓN DE COLIN LAMB

Cuando hubimos dado buena cuenta de un par de excelentes bistecs, rociados con numerosos tragos de cerveza, Dick Hardcastle suspiró, satisfecho, anunciando que se sentía mejor que nunca.

—¡Al diablo con los agentes de seguros, los relojes de fantasía y las chicas que dan alocados gritos en plena calle! Veamos qué es lo que te cuentas tú, Colin. Yo creí que habías terminado con esta parte del mundo. Y de pronto te localizamos vagando por las vías más retiradas de Crowdean. Un especialista en biología marítima no puede encontrar nada en Crowdean, querido, te lo digo yo…

—No te rías de la biología marítima, Dick. Se trata de una rama de la Ciencia sumamente útil. Pero sucede que con sólo mencionarla la gente se pone en guardia, temiendo que vayas a explayarte en consideraciones relativas al tema, no dejándote nunca, por tanto, que te expliques.

—Vamos, sí, que no has encontrado ninguna oportunidad de delatarte a ti mismo, ¿verdad?

—Olvidas —dije fríamente— que me gradué en Cambridge. El título no será de mucha categoría, pero es un título oficial al fin y al cabo. La especialidad es muy interesante y un día u otro pienso volver a ella.

—Sé en lo que has estado trabajando, por supuesto —manifestó Hardcastle—. Y no tengo más remedio que felicitarte. El juicio de Larkin se celebrará el mes que viene, ¿verdad?

—Así es.

—Resulta desconcertante. ¿Cómo pudo facilitar informaciones al exterior durante tanto tiempo? Alguien debía haber sospechado de él…

—Pues no ocurrió nada de eso. Cuando a uno se le mete en la cabeza que tal o cual individuo es una excelente persona ni por asomo se le pasa por aquélla lo contrario.

—Tiene que ser un tipo inteligente —comentó Dick.

—No, yo no creo que lo sea. Me parece que obró de acuerdo con las instrucciones que recibía. Tenía acceso a documentos muy importantes. Se los llevaba y cuando esos papeles eran fotografiados los recogía de nuevo volviéndolos a poner en su sitio dentro del mismo día. Una organización excelente. Adoptó la costumbre de comer cada día en un restaurante distinto. Creemos que colgaba su gabán en aquellas perchas en que descubría una prenda exactamente igual que la suya, si bien el dueño de esta última no era siempre el mismo sujeto. Se producía un sencillo y rápido cambio de gabanes, pero el otro hombre jamás cruzó la palabra con Larkin. Nos gustaría averiguar otros pormenores sobre este asunto. Todo había sido bien planeado. Los dientes de las distintas piezas engranaban perfectamente. Ahí había alguien que tenía con qué pensar.

—¿Y es ése el motivo de que aún andes vagando por la Base Naval de Portlebury?

—Sí. Conocemos las derivaciones del caso en ese sentido y también en el que apunta a Londres. Sabemos cómo, cuándo y dónde Larkin recibió el dinero estipulado. Pero existe una especie de brecha en nuestro muro, un boquete… Entre Portlebury y Londres se desenvuelve la organización aludida. Esa es precisamente la parte de la misma que más nos gustaría conocer porque ahí funciona el cerebro rector. En algún punto de esa brecha se encuentra montado el cuartel general del enemigo, donde se trata todo ordenadamente y de manera que cualquier probable pista dejada pueda inducir a mil confusiones a sus seguidores.

—¿Por qué hizo Larkin eso? —inquirió Hardcastle con curiosidad—. ¿Es un político idealista? ¿Deseaba encumbrarse? ¿Buscaba, sencillamente, dinero?

—Deja a un lado los ideales, Dick —respondí—. A ese hombre lo único que le preocupaba era el dinero.

—¿Y no pudisteis haberlo localizado antes fijándoos en el uso que de él hacía? Porque la verdad es que se lo gastó, ¿no? No pensó un momento en ahorrar.

—Lo fue malgastando conforme iba llegando a su poder. Lo cierto es que lo cogimos antes de lo que nos agrada admitir públicamente.

Dick asintió sorprendido.

—Entendido. Una vez desenmascarado, sin él saberlo todavía, retrasasteis su detención, ¿no es eso?

—Más o menos… El hombre había logrado pasar determinada información, sumamente valiosa, antes de que lo descubriéramos. Después le permitimos que procediera igual con otros papeles de valor aparente. Dentro del Servicio a que pertenezco hemos de hacernos los tontos muchas veces.

—No creo que me gustara mucho ese trabajo, Colin —dijo Hardcastle pensativamente.

—La nuestra no constituye una tarea tan emocionante como mucha gente cree. En realidad resulta aburrida en muchas ocasiones. Pero hay algo más… Actualmente llega uno a experimentar la impresión de que no existe nada que pueda calificarse de secreto. Nosotros conocemos sus secretos y ellos los nuestros. Nuestros agentes trabajan a veces, con frecuencia, para ellos y viceversa. Al final ese doble juego se convierte en una pesadilla. Hay días en que pienso que todos nos conocemos, militemos en un campo o en otro, y que no hacemos otra cosa que representar una especie de comedia tratando de disimularlo.

—Te comprendo perfectamente —declaró Dick.

Seguidamente me dirigió una mirada de curiosidad.

—Ya me hago cargo de por qué motivo no pierdes de vista Portlebury. Ahora bien, Crowdean se encuentra a más de diez millas de aquel lugar…

—Es que actualmente, amigo mío, estoy dedicado al estudio de todas las «Crescent»[2].

—¿Qué?

Hardcastle parecía desconcertado.

—Sí. Para decirlo de otro modo: lunas. Lunas nuevas, lunas crecientes y así sucesivamente. Comencé mis indagaciones en el mismo Portlebury. Existe allí una taberna denominada «The Crescent Moon». Perdí mucho tiempo ahondando en lo que se me antoja un detalle bastante particular. A continuación conocí «The Moon an the Stars», «The Rising Moon», «The Jolly Sickle» y «The Cross and the Crescent», esto en una pequeña población llamada Seamede. No hubo nada que hacer pese a que desde mi punto de vista aquéllos parecían unos lugares ideales. Finalmente abandoné las lunas y empecé con las «Crescent». Hay varias de ellas en Portlebury: Lansbory Crescent, Aldridge Crescent, Livermead Crescent, Victoria Crescent