Observé la expresión del rostro de Dick en aquel momento y me eché a reír.
—No pongas esa cara, Dick. Poseo algo sólido a que agarrarme.
Saqué mi billetero, buscando en el mismo una hoja de papel que mostré a mi amigo. En el ángulo superior derecho figuraba el membrete de un hoteclass="underline"
Hallamos este papel, evidentemente un trozo de carta, de esas que suelen entregar a la clientela en ciertos establecimientos públicos cuando alguien solicita el recado de escribir, en la cartera de un tipo llamado Handbury. Este individuo representó un papel importante en el caso Larkin. Era eficiente… muy eficiente. Fue atropellado por un coche en Londres… Nadie consiguió hacerse con la matrícula del vehículo. No sé qué puede significar esto. Pienso, simplemente, que nuestro hombre lo anotaría o copiaría porque lo creyó de gran interés. ¿Se trata de una idea que cruzó por su mente? ¿Algo que vio u oyó? Algo que tenía relación con la luna o media luna «crescent» unida al número 61 y a la letra M. Me ocupé del asunto tras su muerte. No sé concretamente qué es lo que busco, pero estoy seguro de que el papel en cuestión me conducirá a alguna parte. ¿Qué significa el número 61 y la letra mencionada? Mis indagaciones arrancan de Portlebury. Llevo tres semanas de incesante trabajo sin el menor resultado positivo. Crowdean se encontraba en mi ruta. Con franqueza, Dick, no esperaba descubrir nada allí. En Crowdean no existe más que una «Crescent»: Wilbraham Crescent. Yo estuve dando un paseo a lo largo de Wilbraham Crescent para ver qué me sugería el número 61, antes de preguntarte a ti si poseías alguna información que pudiera serme de utilidad… Me sucedió una cosa: que no conseguí dar con el citado número.
—Yo te notifiqué oportunamente que el 61 corresponde a una vivienda ocupada por un maestro de obras.
—No es eso lo que yo busco. ¿Ha recibido ese hombre alguna ayuda de allende nuestras fronteras, de un tipo u otro?
—Pudiera ser. Eso es frecuente hoy en día. En caso afirmativo habrá quedado constancia de ello en alguna parte. Mañana me ocuparé de verlo.
—Gracias, Dick.
—Mañana también, precisamente, me propongo visitar las casas situadas a uno u otro lado del número 19. Gestiones de trámite: deseo preguntarle a los que las habitan si vieron a alguna persona, a qué hora, etc. Quizás incluya en mi recorrido las viviendas situadas directamente detrás del 19, aquellas cuyos jardines dan a la misma. Me inclino a pensar que la que ostenta el número 61 se encuentra entre las aludidas. Si quieres puedes venirte conmigo.
Me aferré al ofrecimiento de Dick, podría decir que con las dos manos.
—Seré el sargento Lamb, a tus órdenes, y tomaré notas taquigráficas.
Quedamos en que yo me presentaría en su despacho a las nueve y media de la mañana siguiente.
Llegué allí a la hora convenida. Al enfrentarme con mi amigo vi que estaba indignado, fuera de sus casillas, verdaderamente.
Una vez hubo despedido al grave subordinado con quien había estado hablando hasta aquel instante le pregunté qué ocurría. Durante unos segundos Hardcastle fue incapaz de pronunciar una palabra. Finalmente exclamó:
—¡Esos condenados relojes!
—¿Otra vez los relojes? ¿Qué sucede ahora con ellos?
—Falta uno.
—¿Que falta uno? ¿Cuál?
—El del estuche de cuero, el que lleva la inscripción «Rosemary» en uno de sus bordes.
Emití un silbido de admiración.
—Es realmente extraordinario. ¿Cómo ha podido pasar eso?
—Esos malditos necios… Bueno, yo lo soy tanto como ellos —Dick era un hombre sincero—. Tiene uno que acordarse de los más nimios detalles, estar en todo… De no ser así siempre se produce algún percance. Ayer los relojes estuvieron todo el día en el cuarto de estar. Los puse en manos de la señorita Pebmarsh uno por uno para que los examinara, por si podía reconocerlos. No logramos nada. Luego fueron a por el cadáver…
—¿Y qué más?
—Salí a la puerta para ver cómo se desenvolvía todo. A continuación volví a la casa. Hablé con la señorita Pebmarsh, que estaba en la cocina, y le dije que me iba a llevar los relojes, a cambio de los cuales le entregaría un recibo.
—Sí, recuerdo haberte oído decir eso.
—Después comuniqué a la chica que pensaba enviarla a su casa en uno de nuestros coches y te pedí que la acompañarás hasta el mismo…
—En efecto…
—Entregué a la señorita Pebmarsh el recibo aunque me dijo que no era necesario puesto que los relojes no le pertenecían. Me reuní contigo. Le indiqué a Edwards que quería que embalase con todo cuidado los relojes para traérnoslos aquí. Naturalmente, habría de dejar en la casa el de cuclillo y el de caja… Aquí fue donde me equivoqué. Hubiera debido concretar más, decir los cuatro relojes. Edwards me ha informado que procedió en seguida a cumplimentar mis órdenes. Insiste en que allí, aparte de los dos que he señalado, no había más que tres relojes.
—Poco tiempo supone eso… Tal hecho significa que…
—Millicent Pebmarsh pudo robar el reloj. Quizá se lo llevara cuando yo abandoné la habitación yéndose directamente a la cocina con él.
—Muy probable, pero, ¿por qué razón había de obrar así?
—Tenemos que enterarnos de muchas cosas todavía. ¿Algún otro posible autor o autora de la sustracción? ¿Cabe pensar en la joven? Reflexioné.
—No lo creo. Yo…
Me interrumpí. Acababa de recordar un detalle.
—Continúa, Colin.
—Nos dirigimos hacia el coche que tú habías designado para que la llevara a su casa —declaré bastante molesto—. Se había dejado los guantes en la casa. «Voy a por ellos», le dije. La joven se opuso, alegando que recordaba muy bien dónde los había puesto. Añadió que ya no le importaba volver a entrar en la vivienda porque el cadáver había desaparecido de ella. Echó a correr… Claro que sólo faltó un minuto de mi lado.
—¿Se había puesto los guantes al unirse a ti de nuevo? ¿Los llevaba acaso en la mano?
Vacilé.
—Sí…, sí, yo creo que sí.
—Evidentemente, ni los llevaba en la mano ni se los había puesto. De lo contrario no habrías vacilado.
—Tal vez se los guardara en el bolso.
—Lo peor del caso es que estás «colado» por esa chica —dijo Hardcastle en tono acusador.
—No digas insensateces —repliqué defendiéndome enérgicamente—. A esa joven la vi por vez primera ayer por la tarde y nuestro encuentro no puede calificarse precisamente de romántico.
—No estoy tan seguro de lo que dices —manifestó Hardcastle—. No todos los días asiste uno al espectáculo de una chica cayendo en brazos de un joven, pidiendo auxilio, de acuerdo con lo que pasaba en las obras literarias de la época victoriana. En tales ocasiones, el hombre se siente siempre héroe y galante protector. Pero no tienes más remedio que abandonar tal actitud, amigo mío. ¿A qué decir más? Sabes muy bien, por lo que hasta ahora conocemos, que Sheila Webb puede que esté metida hasta el cuello en este raro asunto de los relojes.
—¿Qué estás sugiriéndome, Dick? ¿Que esta monería de criatura apuñaló a la victima, escondiendo el arma de manera que ninguno de tus sabuesos pudiera dar con ella, tras lo cual salió corriendo de la casa, para lanzarse en mis brazos sin cesar de gritar, representando en todo momento una verdadera comedia?
—Te quedarías sorprendido si te contara algunas de las cosas raras que he tenido ocasión de presenciar a lo largo de mi carrera —repuso Hardcastle, frunciendo el ceño.
—¿Pero es que no te das cuenta —inquirí indignado— de que estoy cansado de tratar con espías bellísimas de todas las nacionalidades? Todas esas mujeres reunían condiciones más que suficientes para hacer olvidar a un soldado, en unos minutos, sus deberes más elementales, sus responsabilidades más inquietantes. Amigo Dick: yo he sido inmune siempre a los encantos femeninos.