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—He querido referirme a que… —su aire de hombre que desea a toda costa que le dispensen lo que va a decir se acentuó ahora—, bueno, tú lo sabes: en esta calle hay algunas personas indeseables.

—Aún no sabemos muchas cosas acerca de lo sucedido. Circulan rumores muy diversos por ahí. La señora Head contaba esta mañana una historia verdaderamente extraordinaria.

El señor Waterhouse consultó su reloj. No tenía el menor interés por oír de labios de su hermana aquélla. Edith no se molestaba en razonar, desbaratando las enmarañadas trampas tejidas por las comadres de la vecindad. Antes bien, gozaba estando al corriente de las mismas, dándolas por buenas.

—Hay gente que afirma que ese hombre era el tesorero o administrador del «Aaronberg Institute». Parece ser que las cuentas de esta entidad no se hallan muy claras y el individuo en cuestión visitó a la señorita Pebmarsh con objeto de hacerle unas preguntas.

—¿Y que entonces la señorita Pebmarsh le asesinó? —inquirió el señor Waterhouse, muy divertido—. ¿Una ciega? Seguramente…

—Echándole un alambre alrededor del cuello no le hubiera sido difícil estrangularle —opinó Edith—. Podía haberle cogido desprevenido. ¿Quién se va a mostrar receloso de una ciega? No es que yo piense mal de ella… Considero a la señorita Pebmarsh una persona dotada de un carácter excelente. Desde luego hay cosas en las que no estamos de acuerdo, en modo alguno, pero no por eso voy a acusarla de poseer tendencias criminales. Simplemente: juzgo muchos de sus puntos de vista propios de una mujer fanática y extravagante. Al fin y al cabo hay otras escuelas de primera enseñanza que se están levantando por todas partes. Todas ellas de cristal, prácticamente. Fachadas y tejados, por lo menos. Le dan a una la impresión de unos invernaderos, destinados al cultivo de los tomates o las lechugas. Estimo tales construcciones perjudiciales para los pequeños, sobre todo en los meses de verano. La señora Head me ha comunicado que a su hija Susan no le agradan las nuevas aulas en que se ve obligada a trabajar actualmente. Sostiene que es imposible concentrarse en la tarea cotidiana. Con tantas ventanas alrededor resulta difícil resistirse a la tentación de echar un vistazo al paisaje.

—Bien… —dijo el señor Waterhouse, consultando de nuevo su reloj—. Hoy creo que voy a llegar tarde a la oficina. Adiós, querida. Cuídate. Será mejor que cierres la puerta con llave… También sería preferible que echases la cadena.

La señorita Waterhouse dio otro expresivo resoplido. Habiendo cerrado la puerta, nada más irse su hermano, estaba a punto de subir las escaleras, camino de la planta superior, cuando se detuvo, pensativa. Acercóse a su saco de golf y sacó del mismo un stick, que colocó estratégicamente, junto a la entrada. Edith esbozó una sonrisa de satisfacción. Desde luego, lo que había dicho James era una pura tontería. Pero no estaba de más prepararse… Los establecimientos en que eran recluidos los enfermos mentales dejaban a éstos en libertad muy fácilmente, en su afán de incorporarles a la vida normal. Sin embargo, este proceder exponía a muchos seres inocentes a ciertos peligros.

Edith Waterhouse se hallaba en su dormitorio cuando la señora Head subió apresuradamente las escaleras. Era esta última una mujer menuda y gruesa. Parecía una pelotita de goma. Gozaba de veras estando al corriente de todos los sucesos ocurridos en la vecindad de su casa.

—Dos caballeros quieren verla —dijo la recién llegada, con avidez—. No se trata de dos gentlemen, en realidad… Es la policía.

La señorita Waterhouse cogió la tarjeta que le mostró la mujer.

—«Detective Inspector Hardcastle» —leyó—. ¿Le ha hecho pasar a la sala?

—No. Les llevé al comedor. Había quitado de allí el servicio del desayuno y me figuré que el sitio era indicado para tales visitantes. Quiero decir que después de todo no se trata más que de la policía…

La señorita Waterhouse no acertaba a comprender tal tipo de razonamientos. No obstante, contestó únicamente:

—Bajaré.

—Me imagino que le preguntarán cosas relacionadas con la señorita Pebmarsh —manifestó la señora Head—. Querrán saber si ha observado usted algunos detalles raros en su forma de vivir y conducirse. La gente sufre obsesiones, manías, que surgen de pronto sin haber existido manifestaciones previas. De todos modos se dan en esos casos determinados indicios los cuales según se afirma aparecen en los ojos de las personas afectadas. Claro que eso, ¿en qué puede afectar a una ciega? ¡Oh! —exclamó al final de su discurso la señora Head, moviendo dubitativamente la cabeza.

La señorita Waterhouse bajó las escaleras, penetrando luego en el comedor poseída de una complacida curiosidad que disimulaba con su habitual aire de beligerancia.

—¿Detective Inspector Hardcastle?

—Buenos días, señorita Waterhouse.

El inspector se puso en pie. Le acompañaba un joven alto y moreno a quien la dueña de la casa no se molestó en saludar. No prestó ninguna atención a un leve susurro del que sólo entendió estas dos palabras: «Sargento Lamb».

—Confío en que no estime impertinente mi visita a tan temprana hora —manifestó Hardcastle—. Me figuro que ya conoce lo sucedido en la casa de al lado ayer…

—No es corriente que un crimen ocurrido en la vivienda vecina pase desapercibido —repuso la señorita Waterhouse—. Me he visto obligada incluso a rechazar a uno o dos reporteros que se empeñaron en que les dijera si yo había visto algo.

—¿Les rechazó?

—Naturalmente.

—Obró usted bien —opinó Hardcastle—. Por supuesto, ellos tienen su normas, pero creo que usted, señorita Waterhouse reúne las condiciones precisas para que al tratar con gente así le acompañe el éxito.

Edith se permitió exteriorizar parte de su disimulada complacencia a manera de reacción por el cumplido.

—Espero que no le moleste que ahora nosotros pasemos a hacerle precisamente ese género de preguntas que anteriormente eludió. En efecto, es del máximo interés para nosotros que nos diga si llegó a ver algo en particular ayer alrededor de su casa, por lo cual le quedaremos sumamente reconocidos… ¿Se encontraba usted en esta casa a la hora en que ocurrió todo?

—Yo no sé cuándo se cometió el crimen —objetó la señorita Waterhouse.

—Estimamos que fue entre la 1:30 y 2:30.

—Sí. Me encontraba aquí, desde luego.

—¿Y su hermano?

—Nunca viene a casa a comer. Exactamente, ¿quién fue asesinado? El breve relato que publicó el periódico por la mañana no especificaba nada…

—Todavía ignoramos la identidad de la víctima.

—¿Es un extranjero?

—Eso parece.

—Esa persona, ¿era también desconocida para la señorita Pebmarsh?

—La señorita Pebmarsh nos ha asegurado que no esperaba la visita de nadie. Tampoco tiene la menor idea sobre la identidad del hombre asesinado.

—Debe estar muy segura de lo que dice, por la sencilla razón de que no ve.

—Le hemos facilitado una detallada descripción.

—¿Qué aspecto ofrecía la víctima?

Hardcastle sacó de un bolsillo un sobre y de éste una fotografía.

—He aquí a nuestro hombre. ¿Tiene usted alguna idea sobre quién pueda ser?

La señorita Waterhouse contempló atentamente la fina cartulina.

—No. No… Estoy segura de no haberle visto nunca antes de ahora. ¡Oh, Dios mío! Parece un señor respetable.

—En cuanto a su apariencia no se le puede oponer reparos, efectivamente —comentó el inspector—. Uno diría que aquélla corresponde a la de un abogado u hombre de negocios de cierta posición.

—Así es. Esa fotografía no impone… Diríase que está durmiendo.

Hardcastle no le explicó que aquélla había sido elegida por tal circunstancia de entre las varias que habían sido tomadas del cadáver.