Выбрать главу

La señorita Waterhouse dirigió a Colin una mirada de extrañeza, como si hasta aquel momento hubiera considerado al falso sargento una simple prolongación del inspector Hardcastle, carente de personalidad propia.

—Lamento mucho no haberle podido servir de más en sus indagaciones, inspector.

—Yo también lo siento. Una persona de su talento y buen juicio, dotada además de excelentes facultades como observadora, habría sido para mí un testigo de gran valor.

—¡Ojalá hubiese visto algo! —exclamó Edith.

Esta se expresó con la vehemencia de una joven.

—¿Su hermano James no se encuentra aquí?

—James no sabe ni media palabra de todo esto —declaró Edith, un tanto desdeñosa—. En general no se entera nunca de nada. Además, a la hora en que sucedían los hechos que he mencionado se hallaba en Higt Street, trabajando en las oficinas de «Gainsford & Swettensham». ¡Oh, no! James no le podrá prestar la menor ayuda. Ya le he dicho que él no come nunca aquí.

—¿Adónde va habitualmente?

—Suelen prepararle unos bocadillos y una taza de café en «Three Feathers», un establecimiento muy serio. Se halla especializado en comidas rápidas para los que hacen un breve paréntesis al mediodía en su trabajo.

—Gracias, señorita Waterhouse. No podemos entretenerla más tiempo.

Hardcastle se puso en pie, encaminándose al vestíbulo. Lamb cogió el palo de golf que aquélla depositara junto a la puerta.

—Muy bueno —comentó elogiosamente Lamb—. Una cabeza que pesa lo suyo. —Colin tanteó el palo—. Ya veo, señorita Waterhouse, que está usted preparada para cualquier eventualidad. Edith se quedó algo perpleja.

—La verdad es que no acierto a comprender cómo ese palo de golf ha podido llegar hasta aquí.

La mujer tomó el stick de manos de Colin Lamb, depositándolo en el cesto, junto con los otros.

—Una sabia precaución —opinó Hardcastle.

La señorita Waterhouse les abrió la puerta. Poco después los dos amigos avanzaban por la calle.

—Poco es lo que has podido sacarle a esa mujer pese a no haber desaprovechado ninguna ocasión para adularla —dijo Colin Lamb, con un suspiro—. ¿Utilizas siempre el mismo método?

—El método da con frecuencia resultado aplicado a las personas de su tipo. Las gentes ásperas siempre responden favorablemente al cumplido, al halago.

—Ronroneaba como una gatita a la que se hubiese ofrecido un plato de crema —manifestó Colin—. Desgraciadamente, no reveló nada de interés.

—¿No? —requirió Hardcastle.

Colin dirigió a su amigo una rápida mirada.

—¿En qué piensas?

—En un detalle leve, posiblemente sin importancia. La señorita Pebmarsh se marchó de compras y a la oficina de Correos. Pero luego torció a la izquierda en lugar de a la derecha, y la llamada telefónica, de acuerdo con lo declarado por la señorita Martindale, tuvo lugar a las dos menos diez minutos.

Colin Lamb escrutó el rostro del inspector.

—¿Crees aún que ella pueda ser la autora del crimen pese a su falta de visión? La señorita Pebmarsh rebosaba en todo momento naturalidad.

Hardcastle contestó, adoptando un tono de reserva:

—En efecto, rebosaba naturalidad.

—Pero, de ser así, ¿por qué lo hizo?

—¡Oh! Todo es un puro porqué —repuso el inspector, impaciente—. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Dónde radica el porqué de este galimatías? De haber sido la señorita Pebmarsh quien llamara por teléfono, ¿por qué deseaba que la chica se presentara en su casa? De ser otra la persona autora de esa llamada, ¿por qué quería complicar a la señorita Pebmarsh en el asunto? No sabemos nada de nada, todavía. Si la Martindale hubiese conocido a la señorita Pebmarsh habría sido capaz de reconocer su voz por teléfono o no… Cuando menos hubiera podido decirnos que era muy semejante. Bueno, poco es lo que hemos obtenido en el número 18. Veamos si en el 20 nos tratan mejor.

Capítulo VIII

Además de su número, la casa que ostentaba el 20 de Wilbraham Crescent tenía un nombre: «Diana Lodge». Las puertas exteriores presentaban serios obstáculos para los rateros merced al pródigo empleo de las telas metálicas. Unos laureles moteados, de melancólico aire, imperfectamente forjados, suponían también en las verjas otros tantos inconvenientes para los intrusos capaces de forzar una puerta.

—Ninguna otra casa pudiera haber sido bautizada con más propiedad que ésta con el nombre de «Los Laureles» —observó Colin Lamb—. ¿A qué viene esa denominación de «Diana Lodge»?[3]

Miró a su alrededor atentamente. En «Diana Lodge» no imperaba el orden. Destacaba la masa de vegetación enmarañada que crecía allí, detalle más saliente del lugar unido a un fuerte olor a amoníaco. La casa no parecía hallarse en muy buenas condiciones y a simple vista se veían en ella cosas que andaban necesitadas de una reparación. La única señal existente de que alguien habitaba la vivienda era la puerta pintada recientemente y cuya brillante superficie azul hacía que fuese más visible el abandono del jardín y de la construcción que lo presidía. No había timbre y el sitio del botón correspondiente lo ocupaba una manecilla de la que, evidentemente, había que tirar. El inspector procedió así, y entonces oyó a lo lejos, dentro del edificio, un remoto tintineo.

Esperaron unos segundos. A continuación percibieron unos sonidos bastante curiosos. Tratábase de un canturreo… Sin duda alguien que cantaba y hablaba a medias.

—¿Qué diablos…? —empezó a decir Hardcastle.

La persona que canturreaba parecía estar acercándose a la puerta. Ya era posible entender algunas de sus palabras.

—No cariño, por aquí… Cleo, CleopatraMimiiii

Por último quedó abierta la puerta principal. Frente a Colin Lamb y Hardcastle apareció una señora envuelta en una bata de matiz verde algo desvaído, una prenda que según todos los indicios hacía tiempo que se hallaba en uso. Los cabellos de aquella mujer, en grisáceos mechones, habían sido rizados para componer un peinado muy de moda treinta años atrás. Una gargantilla de piel color naranja ceñía el cuello de la dueña de la casa. El inspector preguntó, dudoso:

—¿La señora Hemming?

—Yo soy la señora Hemming. Cuidado, Sumbeam, con cuidado, cariño…

Fue entonces cuando Hardcastle se dio cuenta de que lo que había tomado por una gargantilla era en realidad un gato. No era allí dentro el único. En el vestíbulo divisó el inspector tres. Dos de ellos maullaban desesperadamente. No apartaban la vista de los recién llegados, frotando sus lomos contra el borde de las faldas de su ama. Un fuerte olor a gato ofendía el olfato de Hardcastle y su amigo.

—Soy el detective Inspector Hardcastle.

—Me imagino que viene usted a verme por sugerencia de aquel odioso tipo de la Sociedad Protectora de Animales que me visitó hace poco tiempo —manifestó la señora Hemming—. ¡Qué hombre tan antipático! Formulé una denuncia contra él… ¡Decir que mis gatos vivían en condiciones nada favorables para su salud y bienestar! ¡Un sujeto cargante, de veras! Yo vivo exclusivamente para mis gatos, inspector. Son mi único gozo, mi sola distracción y me desvelo para que tengan cuanto necesitan. MiiiiMiiii… No, ahí no, cariño. Quieto, quieto, Cha-Cha-Mimi.

Cha-cha-Mimi no prestó la menor atención al gesto prohibitivo de su dueña y saltó, plantándose encima de la mesita del vestíbulo. Una vez en ella se quedó sentado, pasándose afanosamente las manos por los hocicos, con los ojos fijos en aquellos desconocidos que tenía delante.

—Entren —dijo la señora Hemming—. No, en esa habitación no. Se me había olvidado…