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Abrió una puerta que quedaba a la izquierda. La atmósfera resultaba irrespirable, casi.

—Vamos, pequeños, vamos.

En el cuarto descubrió Hardcastle varios cepillos y peines sobre las sillas. Había en éstas cojines de desvaídos tonos, sucios. Dentro divisó seis gatos más, como mínimo.

—Vivo para ellos —explicó la señora Hemming—. Entienden todo lo que les digo.

El inspector Hardcastle hizo de tripas corazón, internándose valientemente en el cuarto. Era un hombre verdaderamente alérgico a los gatos. Como siempre suele ocurrir en tales ocasiones, los animalitos mostraron inmediatamente sus preferencias por él. Uno saltó sobre sus rodillas; otro se restregó voluptuosamente contra sus pantalones. El detective inspector Hardcastle, que era un hombre de gran valor, apretó los labios, soportando el tormento.

—Tenía el propósito, señora Hemming, de hacerle unas preguntas acerca de…

—Lo que usted guste —dijo ella, interrumpiéndole—. Nada tengo que ocultar. Puedo enseñarle la comida que reservo a mis animales, el sitio en que duermen. Cinco de ellos comparten conmigo mi habitación; los otros siete se acomodan aquí. No comen más que pescado de buenísima calidad, que yo les preparo personalmente.

—Lo que me ha traído aquí no tiene nada que ver con sus gatos —declaró Hardcastle levantando la voz—. Deseaba hablar con usted sobre el desgraciado suceso que ha tenido por marco la casa vecina. Probablemente conocerá el hecho…

—¿En la casa de al lado? ¿Se está usted refiriendo al perro del señor Josiah?

—No, no. He aludido al número 19, en cuyo interior ayer fue hallado el cadáver de un hombre asesinado.

—¿De veras? —inquirió la señora Hemming, demostrando una cortés atención…, pero nada más.

Manteníase pendiente de sus gatos, constantemente atareados con sus idas y venidas.

—¿Me permite que le pregunte si se encontraba usted ayer en su casa por la tarde? Me refiero al espacio de tiempo comprendido entre la 1:30 y las 3:30.

—¡Oh, sí, pues claro! Habitualmente hago mis compras a primera hora de la mañana. En seguida regreso para hacer la comida de estos pequeños y proceder a su peinado y aseo.

—¿Y no notó usted nada extraño en la casa vecina? ¿No observó la presencia de unos coches de la policía, entre ellos una ambulancia?

—Pues… Creo que no llegué a asomarme por las ventanas de la fachada principal. Penetré en el jardín porque echaba de menos a Arabella. Es una gata muy joven, ¿sabe usted? Habíase subido a uno de los árboles y temí que no pudiera bajar de él. Luego probé de tentarla con un plato de pescado, pero la pobrecilla estaba asustada. Al final tuve que renunciar a mi propósito y me metí en la casa. Y, usted no me creerá, pero le aseguro que le estoy diciendo la verdad: en el instante de cruzar el umbral se lanzaba la gatita detrás de mí.

La señora Hemming miró alternativamente a sus visitantes buscando su asentimiento.

—Yo sí la creo —declaró Colin Lamb, incapaz de guardar silencio por más tiempo.

—¿Cómo dice? —le preguntó la señora Hemming, ligeramente sobresaltada.

—Me gustan muchísimo los gatos —manifestó Lamb—, y he hecho un estudio de su carácter y manera de conducirse. Lo que usted cuenta se aviene perfectamente con lo observado por mí en ellos y las reglas que suelen determinar en condiciones normales su comportamiento. Vea usted lo que ocurre en estos momentos dentro de este cuarto… Los animalitos se congregan en torno a mi amigo, a quien, hablando con franqueza, no le agradan los gatos, y en cambio a mí no me prestan la menor atención pese a mi favorable actitud para con ellos.

Tal vez la señora Hemming estuviera pensando en aquellos instantes que Colin no se expresaba de acuerdo con su personalidad de sargento de la policía… Esto era posible, pero su rostro no delató nada. Limitóse a murmurar vagamente:

—Estos pequeños saben muy bien lo que se hacen.

Un hermoso gato persa de pelo gris colocó sus menudas garras sobre la rodilla de Hardcastle, mirando a éste extasiado. Luego clavó aquéllas en la tela del pantalón, tomando ésta sin duda por la de un cojín o acerico. Incapaz de continuar resistiendo tantos ataques seguidos, el inspector se puso en pie.

—¿Podría ver, señora, el jardín posterior de la casa? —preguntó. Colin esbozó una sonrisa.

—¡No faltaba más!

La señora Hemming había abandonado su asiento también.

El gato de pelo color naranja dejó el cuello de su ama.

Esta le sustituyó, con gesto distraído, por el ejemplar persa. Después echó a andar delante de los dos hombres.

—Nos conoces ya, ¿eh? —dijo Colin dirigiéndose al gato color naranja—. Y tú, sí, tú eres una monería —añadió mirando a otro persa, instalado en una mesa, junto a una lámpara china, el cual no cesaba de hacer oscilar el rabo.

Colin le pasó la mano por el lomo, le rascó detrás de las orejas, y el animal empezó a ronronear.

—Cierre la puerta al salir, por favor, señor… —solicitó la señora Hemming desde el vestíbulo—. Sopla un viento bastante frío hoy y no quiero que mis pequeños se resfríen. Además, por ahí fuera andan esos terribles chiquillos… No se puede dejar a estos animales vagando a sus anchas por el jardín. Se exponen a que les ocurra algo.

La mujer fue al fondo del pasillo y abrió una puerta.

—¿A qué chiquillos se refiere usted? —inquirió el detective inspector Hardcastle.

—A los dos hijos de la señora Ramsay. Viven en la parte sur de la manzana. Nuestros jardines, más o menos aproximadamente, caen enfrente uno del otro. Unos gamberros… Eso es lo que son esas criaturas. Tienen un tirachinas… o lo tenían. Insistí en que debían ser desposeídos de él. Ahora continúan inspirándome la misma desconfianza de siempre. Se esconden por aquí, preparan emboscadas para cazar a mis desventurados animalitos… En la época de verano no paran de arrojar manzanas.

—No hay derecho —comentó Colin.

El jardín posterior se parecía al de la parte delantera de la vivienda. También aquí todo quedaba presidido por el desorden. El césped crecía en el más absoluto abandono; algunos árboles andaban necesitados de una poda a fondo; los arbustos se veían, asimismo, excesivamente frondosos… Los visitantes encontraron allí más y más laureles. En fin, aquel espacio era una prolongación del que ya examinaran. Había además unos lúgubres cipreses, de los destinados al ornato, que faltos de recorte y cuidados habían desbordado el seto que, indudablemente, fueran destinados en un principio a formar.

Colin Lamb pensó que tanto él como su amigo estaban perdiendo el tiempo allí.

Las ramas de los árboles y arbustos formaban una tupida masa. Desde allí era absolutamente imposible ver el jardín de la señorita Pebmarsh. «Diana Lodge» podía ser considerada una vivienda aparte de las demás. Desde el punto de vista de su única habitante lo mismo hubiera dado que la construcción careciese de casas vecinas.

—¿El número 19, dijo usted? —preguntó la señora Hemming, deteniéndose vacilante en medio del jardín posterior—. Yo creí que en esa casa no vivía más que una persona, una mujer ciega…

—El hombre asesinado no habitaba en aquélla.

—¡Ah, ya comprendo! —exclamó la señora Hemming todavía vagamente—. Vino aquí para ser asesinado. ¡Qué cosa más rara!

—Esa —manifestó Colin, absorto en sus pensamientos de pronto—, constituye una descripción endiabladamente precisa del crimen.

Capítulo IX

Deslizáronse a lo largo de Wilbraham Crescent, girando hacia la derecha luego, ascendiendo por Albany Road. Con un nuevo giro en el mismo sentido se colocaron en el lado opuesto de la manzana.

—Verdaderamente sencillo —comentó Hardcastle.

—Sí, cuando se sabe —dijo Colin.

—El número 61 queda en la parte posterior de la casa de la señora Hemming… Pero una esquina toca el 19, lo cual no está mal del todo. Disfrutarás de la oportunidad de echar un vistazo a tu señor Bland. A propósito, nada de ayuda procedente del extranjero.