—Así pues, ahí existe implícita una hermosa teoría.
El coche se detuvo y los dos hombres apeáronse seguidamente.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Colin—. A esto sí que puede dársele el nombre de jardín.
Este en verdad era un modelo de perfección suburbana en pequeña escala. Había macizos de geranios y setos de lobelias. Encontrábanse allí también grandes begonias de carnoso aspecto y toda una exposición de ornamentos de jardinería: ranas, renacuajos, cómicos gnomos y hadas…
—Este hombre, el señor Bland, tiene que ser forzosamente una persona muy atractiva —manifestó Colin con un encogimiento de hombros—. No hubiera podido llevar a la práctica todas esas ideas en caso contrario. —Lamb añadió, en el instante en que Hardcastle oprimía el botón del timbre—: Pero, ¿de veras que esperas encontrarle en su casa a esta hora de la mañana?
—Le llamé por teléfono —explicó Hardcastle—, para preguntarle si no le resultaría inoportuna mi visita.
En aquel momento se aproximó a ellos un coche, una pequeña furgoneta, la cual penetró lentamente en el garaje, evidentemente una posterior adición a la casa. Del vehículo se apeó el señor Josaiah Bland, quien cerró aquél dando un fuerte portazo, dirigiéndose luego hacia sus visitantes. Era un hombre de mediana altura, calva cabeza y unos ojos menudos, más bien azules. Sus ademanes detallaban al individuo cordial, abierto.
—¿Inspector Hardcastle? Entren, caballeros.
Les condujo al cuarto de estar, cuyo aspecto denotaba la prosperidad del dueño de la casa. Las lámparas de complicado dibujo, eran de cierto valor, así como el pupitre estilo Imperio que había en la salita, el fulgurante juego de adornos de la repisa de la chimenea y la jardiniére, llena de flores, que ocupaba parte de la ventana.
—Siéntense —dijo el señor Bland, afablemente—. ¿Fuman? ¿O quizá no acostumbran a hacerlo cuando trabajan?
—No, no, gracias —repuso Hardcastle.
—Me imagino que no beben tampoco. Bien. Quizá sea mejor para los tres, si me permiten expresarme así. Veamos… ¿Qué pasa? Supongo que se trata de ese asunto del número 19. Las esquinas de nuestros jardines se tocan, pero la verdad es que no se puede ver mucho del vecino, a menos que uno se asome a las ventanas de la planta superior. Considero en conjunto que el suceso ofrece unas características que invitan a catalogarlo entre los hechos auténticamente extraordinarios. Estoy enterado de todo gracias a la información que ha publicado la Prensa de la mañana. Me encantó tener noticias de usted. Vi que se presentaba la ocasión de poseer una versión directa de lo acaecido. No tiene usted ni idea de los rumores que por ahí circulan… Mi esposa está con los nervios desatados. No hace más que pensar en que anda por ahí suelto un asesino. Francamente: no me parece atinada la costumbre ahora imperante en los establecimientos que acogen a los perturbados mentales de devolver éstos con el menor pretexto a sus casas bajo promesa formal de portarse bien o confiando en la vigilancia de los familiares… Luego, más o menos tarde, la hacen, teniendo que ser recogidos de nuevo. ¿Qué decía yo de los rumores? ¡Ah, sí! Bueno, se quedaría usted sorprendidísimo si tuviera ocasión de oír lo que cuentan el hombre que nos trae la leche, la mujer que ayuda diariamente a mi esposa en sus faenas, el vendedor de periódicos… Unos afirman que el hombre fue estrangulado con un alambre, otros que aquél murió apuñalado. Hay quien asegura que falleció a consecuencia de los golpes que le fueron propinados con un arma contundente. ¿Quién fue el autor de ese crimen? Otro hombre, me imagino… ¿No opina usted igual? Los periódicos hablan de que la víctima sigue sin identificar…
Finalmente, el señor Bland calló.
Hardcastle sonrió, diciendo en tono de desaprobación:
—Por lo que a la identificación de la víctima respecta, debo comunicarle que en uno de los bolsillos fue hallada una tarjeta, con sus señas.
—Entonces eso es falso… Bien. Ya sabe usted cómo es la gente.
¿Quién ideará tales cosas?
—Ya que nos estamos ocupando de la víctima —indicó Hardcastle—, ¿tendría inconveniente en echar un vistazo a esto?
Una vez más, el inspector sacó la fotografía.
—¡Ah! Es éste el hombre, ¿eh? Un tipo como tantos otros, ¿verdad? Un individuo de aspecto ordinario, como usted o como yo. Supongo que no debo preguntar si existía alguna razón que determinara la eliminación de este desgraciado.
—Es prematuro hablar de eso, señor Bland —manifestó Hardcastle—. Lo que yo deseo saber de momento es si usted ha visto alguna vez a nuestro hombre.
Bland denegó con un movimiento de cabeza.
—Seguro que no. Soy un buen fisonomista.
—¿No ha venido a verle aquí nunca, con el fin, por ejemplo, de ofrecerle una póliza, un aspirador de polvo, una máquina de lavar u otro artefacto por el estilo?
—No. No. Con toda certeza que no.
—Quizá debiera formularle esta pregunta a su esposa. De haber venido a esta casa, después de todo lo más probable es que fuese ella quien le viera.
—Tiene usted mucha razón, inspector, pero no sé… Valerie anda mal de salud, ¿sabe? No quisiera trastornarla más. Estoy pensando en la fotografía del desconocido…
—Ya me hago cargo. Ahora bien, yo no juzgo esta foto impresionante de ningún modo.
—No, no. Está muy bien hecha. El parece como dormido…
—¿Hablas de mi, Josaiah?
Acababa de abrirse la puerta de la habitación vecina y en el umbral de la misma se plantó una mujer de mediana edad. Hardcastle decidió que la recién llegada debía haber estado escuchando toda la conversación.
—¡Ah, querida! Estás ahí… —respondió Bland—. Creí que estabas descabezando el último sueño de la mañana. Le presento a mi esposa, detective inspector Hardcastle.
—Ese terrible crimen… —murmuró la señora Bland—. Me estremezco nada más pensar en él.
La mujer se sentó en un sofá, suspirando.
—Levanta un poco los pies, querida —sugirió Bland.
Su esposa obedeció. Era una mujer de rojizos cabellos, con una voz que sonaba débil, quejumbrosa. Daba la impresión de hallarse anémica. Tenía el aire característico de una persona inválida que acepta su inutilidad con alegría, en parte. Por unos momentos el inspector Hardcastle pensó en que su faz le recordaba la de otra mujer. Intentó localizar mentalmente esta última, sin conseguirlo. La tenue y gimiente voz continuaba llegando a sus oídos.
—No gozando de muy buena salud, inspector Hardcastle, mi esposo procura evitarme, naturalmente, las impresiones fuertes, las preocupaciones normales, incluso. Soy muy sensible a todo esto. Creo recordar que estaban hablando de una fotografía… del hombre asesinado. ¡Oh! ¡Qué frase tan horrible! No sé si podré soportarlo en el caso de que tenga, ineludiblemente, que ver aquélla.
«Se muere de ganas de verla, en realidad», pensó Hardcastle. Ligeramente malicioso, repuso:
—Entonces lo mejor será que no le pida tal cosa, señora Bland. Había pensado, simplemente, en que usted hubiera podido prestarnos un valioso servicio en caso de haberle sido posible asegurar que el hombre en cuestión visitó algún día esta casa.
—Debo cumplir con mi deber de ciudadana, ¿no? —argumento la señora Bland, sonriendo valientemente al tiempo que tendía su mano al inspector.
—¿Crees que el ver eso no te causará una impresión perjudicial, Val?
—No digas tonterías, Josaiah. Por supuesto, debo ver la foto.
La mujer contempló aquélla con mucho interés y un tanto desilusionada. Al menos eso fue lo que se figuró Hardcastle.
—No parece… no parece que esté muerto —comentó la señora Bland—. No hay ningún detalle en él que haga pensar en un asesinato. ¿No será que…? ¿No moriría estrangulado?