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—Fue apuñalado —manifestó el inspector. La señora Bland cerró los ojos, estremecida.

—Es terrible —dijo.

—¿No cree haberle visto nunca, señora?

—No —respondió aquélla con evidente desgana—, temo que no. ¿Era uno de esos hombres que… que visitan las casas particulares para vender cosas a su dueño?

—Al parecer trabajaba como agente de seguros —manifestó el inspector, meditando bien sus palabras.

—Ya, ya… No, por aquí no ha pasado ninguna persona así… Estoy segura de ello ¿Recuerdas tú acaso, Josaiah, haberme oído decir algo en tal sentido?

—No.

—¿Era pariente de la señorita Pebmarsh la víctima? —quiso saber la señora Bland.

—No —repuso Hardcastle—. La señorita Pebmarsh no conocía a ese hombre.

—Es curioso.

—¿Conoce usted a la señorita Pebmarsh?

—Pues sí, esto es, como vecina. En ocasiones suele pedir consejos a mi marido en relación con el cuidado del jardín.

—Tengo entendido que es usted un hombre entendido en este aspecto, ¿no?

—No mucho, no mucho… No dispongo de tiempo suficiente para ocuparme de esas cosas. Naturalmente sé algo. Pero me he hecho de un buen colaborador… Viene aquí dos veces por semana. Se ocupa de que el jardín esté bien abastecido de plantas y de que impere la limpieza por todas partes. Supongo que no es posible oponer ningún reparo a aquél, pero a mí no puede conceptuárseme un jardinero auténtico, como lo es mi vecino.

—¿Se refiere usted a Ramsay? ¿A quien de ellos? —inquirió Hardcastle muy sorprendido.

—No, no. Aléjese usted un poco más. Deténgase en el número 63. Aquí vive el señor McNaughton. Este hombre se halla en el mundo para cuidar de su jardín exclusivamente. En él se pasa todo el día, escarbando, abonando… Por cierto que en la cuestión de los abonos sigue unos criterios… Bueno, me imagino que no es ese el tema que a usted le interesa abordar.

—No, desde luego. Quiero preguntarle si usted o su esposa se encontraban en su jardín por la mañana o a primera hora de la tarde. Después de todo limita con el de la casa número 19 y existe la posibilidad de que ustedes tuvieran ocasión de observar algo de especial interés, o de oír cualquier palabra, frase o conversación…

—A mediodía, ¿no? ¿Cuándo se cometió el crimen?

—Entre la una y las tres de la tarde, he ahí el período de tiempo en que se concentra preferentemente nuestra atención.

Bland hizo un movimiento de cabeza.

—Yo me encontraba dentro de la casa, al igual que Valerie. Nos hallábamos sentados a la mesa y nuestro comedor da a la carretera. Nada podíamos ver que estuviera ocurriendo en el jardín.

—¿A qué hora comen ustedes?

—Alrededor de la una. A veces se nos hace la una y media.

—¿Y no salen a nada luego al jardín?

Bland volvió a mover la cabeza, denegando.

—En realidad mi esposa siempre se acuesta un rato después de comer y yo, si no ando ocupado, echo un sueño en ese sillón. Luego, he de irme. Esto ocurre a las tres menos cuarto… No, desgraciadamente no salí al jardín.

Hardcastle suspiró.

—Ya se harán ustedes cargo. Hemos de formular estas preguntas a todo el mundo.

—Lo comprendo, inspector. Mi deseo hubiera sido resultarles de más utilidad.

—¡Qué bonita casa tienen ustedes! No han escatimado el dinero para hacerla decorativa, si es que me permiten expresar mi admiración.

Bland rió cordialmente.

—¡Oh! Somos algo refinados. Mi esposa es una mujer de gusto. Tuvimos un golpe de suerte hace un año. Valerie heredó a un tío suyo. Hacía veinticinco años que no le veía. ¡Fue una gran sorpresa! Se lo diré con franqueza: nuestra vida cambió. Procuramos acomodarnos bien y ahora proyectamos uno de esos cruceros de fin de año. Creo que son muy educativos. Ya sabe: Grecia y todo lo demás. Un puñado de profesores se encargan de dar varias series de conferencias. Es que yo, ¿sabe usted, inspector?, he sido un autodidacta y no he dispuesto jamás de tiempo para ocuparme de esas cosas. Me siento interesado por ellas. El que llevó a cabo las excavaciones de Troya creo que era comerciante de ultramarinos. Muy novelesco. Debo decirle que me gustan los viajes al extranjero… Naturalmente, no se me han presentado muchas ocasiones de disfrutar con tales desplazamientos. Sólo algún que otro fin de semana en el alegre París. Sí, eso es todo. He estado considerando la idea de liquidar cuanto aquí tenemos con el propósito de irnos a vivir a España, Portugal o América. Mucha gente ha hecho lo mismo. Se ahorra uno los impuestos. ¡Ah! Pero a mi esposa no le va ese proyecto.

—También a mí me agradan los viajes, pero no transijo con la idea de vivir fuera de Inglaterra —explicó la señora Bland—. Tenemos aquí todos nuestros amigos, a mi hermana incluso… Todo el mundo nos conoce, además. Fuera de nuestro país seríamos, lógicamente, unos desconocidos. Por añadidura, contamos aquí con los servicios de un excelente doctor, quien me atiende perfectamente. ¡Qué horror, ponerme en manos de un médico nuevo, un extraño! De veras: no me inspiraría la menor confianza.

El señor Bland manifestó alegremente:

—Ya veremos qué pasa. Haremos ese crucero de que he hablado antes. A lo mejor, Valerie, te enamoras de una de las islas del archipiélago griego.

Valerie Bland hizo un elocuente gesto, queriendo dar a entender que consideraba aquello muy improbable.

—Es posible que a bordo del buque en que viajemos haya un médico de nuestra misma nacionalidad… —dijo ella vacilante.

—Eso es lo más seguro —afirmó el señor Bland.

El hombre acompañó a Hardcastle y a Colin Lamb hasta la puerta, diciendo una vez más que lamentaba no haberles podido ser de verdadera utilidad.

—Bien —inquirió el inspector—, ¿qué opinión te merece el señor Bland?

—Desde luego, no sería yo quien le confiaría la construcción de una casa para mí —declaró Colin—. Sin embargo, no es un maestro de obras fullero lo que yo busco… En cuanto al caso criminal debo decirte que has dado con uno auténticamente enrevesado. Supongamos que Bland administra a su esposa una dosis de arsénico y la sepulta en el Egeo a fin de heredar su dinero y contraer matrimonio con una rubia descarriada…

—Ya nos ocuparemos de eso cuando sucedan tales hechos —respondió el inspector Hardcastle—. Entretanto, prosigamos con nuestras investigaciones sobre el crimen que nos ha tocado en suerte descifrar.

Capítulo X

En la casa número 62 de Wilbraham Crescent, la señora Ramsay se estaba diciendo a sí misma, animosamente: «Ya no quedan más que dos días, ya no quedan más que dos días…»

Apartóse de la frente unos húmedos mechones de cabello. Desde la cocina llegó a sus oídos un estruendo imponente. La señora Ramsay no sentía el menor deseo de llegar hasta allí para averiguar qué había ocurrido. ¡Oh, si hubiese sido capaz de desentenderse de todo! Bien… Dos días solamente. Cruzó el vestíbulo, abriendo luego violentamente la puerta de la cocina, para preguntar en un tono menos arrebatado que tres semanas atrás:

—¿Qué habéis hecho ahora?

—Lo siento, mamá —replicó su hijo Bill—. Estábamos jugando a bolos con unas cuantas latas y varias de ellas fueron a parar contra el armario en que guardas la vajilla de loza.

—No era nuestra idea —se disculpó Ted, el otro hijo de la señora Ramsay, el más pequeño de los dos, mostrando deseos de agradar a su madre.

—Coged esas cosas y ponedlas en la alacena. Después barreréis los trozos de loza que hay en el suelo, echándolos seguidamente al cubo de la basura.

—¡Oh, mamá! Ahora no.

—Ahora sí.

—Ted puede hacerlo —sugirió Bill.

—¡Hombre! Me gusta —manifestó Ted—. Siempre cargándomelo todo a mí. Pues mira, no pienso hacer nada si tú no me ayudas.