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—Apuesto lo que quieras a que de todas maneras lo harás.

—Apuesto lo que quieras a que no hago nada.

Los dos chicos se enredaron en una furiosa pelea. Ted se vio empujado por su hermano contra la mesa de la cocina. Una huevera que había sobre aquélla empezó a tambalearse peligrosamente…

—¡Fuera de aquí! —gritó la señora Ramsay.

Esta, por fin, logró sacarlos de la cocina, cerrando inmediatamente la puerta. A continuación se puso a recoger los cacharros que habían tirado sus hijos por el suelo, comenzando a barrer los trozos de loza.

«Dos días —pensaba—. Dos días más y habrán vuelto al colegio. ¡Qué perspectiva más agradable para una madre!»

Recordó los comentarios que sobre el particular había hecho una columnista en el diario que habitualmente leía. Sólo seis días felices a lo largo del año para una mujer. Los primeros y los últimos días de las vacaciones. ¡Qué verdad era esto!, pensó la señora Ramsay mientras arrinconaba los restos de varios platos, los mejores de su vajilla. ¡Con qué placer, con qué alegría aguardaba el día de la partida de sus vástagos, llegados a la casa apenas cinco semanas antes! «Mañana», decíase una y otra vez. «Mañana Bill y Ted emprenderán el viaje de vuelta al colegio. Casi no puedo creerlo. ¡No puedo aguantar más tiempo!»

¡Y qué contenta se había sentido cinco semanas antes, al ir a recibirlos a la estación! ¡Con qué tempestuoso afecto la habían acogido! En las primeras horas de estancia en el hogar no se cansaban de corretear por la casa y el jardín. Para la hora del té ella les había hecho un hermoso pastel. Y ahora… ¿Qué era lo que ansiaba ahora? Simplemente: un día de paz. Dejaría de preparar las copiosas comidas cotidianas. Ya no habría de estar dedicada exclusivamente a la limpieza de la vivienda. Amaba a sus hijos… Eran unos chicos magníficos, sentíase orgullosa de ellos, pero… ¡resultaban agotadores! Acababan con sus fuerzas. Su desaforado apetito, su extraordinaria vitalidad, la complacían al mismo tiempo que la anonadaban. Y luego, ¡hacían tanto ruido!

En aquel instante oyó una serie de gritos. La señora Ramsay volvió la cabeza, alarmada. No pasaba nada. Los chicos acababan de salir al jardín. Mejor. Allí disponían de más espacio para sus juegos. Molestarían a los vecinos, probablemente. Confiaba en que optaran por dejar en paz a los gatos de la señora Hemming. Tenía que confesar que le interesaba poco la suerte que corrieran aquellos animalitos. Era que en la tela metálica que rodeaba el jardín de su vecina sus hijos pasaban por el riesgo de dejarse en los alambres sus pantalones. La señora Ramsay echó un vistazo al botiquín, que siempre procuraba tener a mano, en un armario. Se empeñaba en dar determinada orientación a los accidentes naturales a que estaban expuestos sus vigorosos vástagos. Una ingenuidad. En efecto, su primera e inevitable observación, en caso de salir algún herido, era: «Pero, ¿no os he dicho cien veces que no os hagáis sangre en el saloncito? En todo caso venid corriendo aquí, a la cocina, donde cualquier mancha que aparezca en el linóleo puede ser lavada fácilmente».

La señora Ramsay oyó un aullido aterrorizador, cortado bruscamente y seguido de un silencio tan sobrecogedor que no pudo menos que sentirse alarmada, conteniendo de una manera involuntaria el aliento. Verdaderamente, aquel silencio no tenía nada de natural. Permaneció inmóvil unos segundos, sin saber qué hacer, con el recogedor en la mano. Abrióse la puerta de la cocina y apareció ante ella Bill. Su expresión de criatura asustada, casi extática, no cuadraba en su infantil rostro de chiquillo de once años…

—Mamá… Ahí fuera hay un detective acompañado de otro hombre.

—¡Oh! —exclamó la señora Ramsay aliviada—. ¿Qué quieren de mí?

—Preguntan por la dueña de la casa. Creo que desean hablar contigo acerca del crimen… Ya sabes, el que se cometió ayer en la vivienda de la señorita Pebmarsh.

—¿Y qué puedo decirles yo sobre eso? —inquirió la madre de Bill, ligeramente enojada.

Una cosa después de otra, se dijo la señora Ramsay. No había otra manera de avanzar por la vida. ¿Cómo iba a poder preparar su estofado si la policía se dedicaba a importunarla a una hora tan crítica del día?

—Bueno —murmuró resignada—. Supongo que no tendré más remedio que recibir a esos hombres.

Arrojó los trozos de loza al cubo de la basura que había debajo del fregadero y se lavó las manos abriendo el grifo del mismo. Luego se alisó los cabellos, disponiéndose por último a echar a andar detrás de Bill, quien le estaba diciendo ya impacientemente:

—Vamos, vamos, mamá.

El chico escoltaba a su madre en el momento de entrar en el cuarto de estar de la casa. Dos hombres se encontraban de pie allí dentro. Por lo visto se había ocupado de atenderles entretanto Ted, quien no apartaba la mirada de los visitantes.

—¿La señora Ramsay?

—Buenos días, señores.

—Supongo que su chico le habrá dicho que soy el Detective Inspector Hardcastle… ¿Es así?

—Perdóneme, pero esta mañana ando muy atareada. ¿Me entretendrán mucho tiempo?

—Sólo unos minutos —manifestó Hardcastle, tranquilizándola—. ¿Podemos sentarnos?

—¡Oh, sí, sí! Háganlo, por favor.

La señora Ramsay ocupó una de las sillas, mirando a su interlocutor con un gesto de impaciencia. Esperaba que la entrevista fuese aún más breve de lo que le había indicado el inspector.

—No es necesario que vosotros dos os quedéis —señaló Hardcastle afablemente a los chicos.

—¡Ah! Nosotros no nos vamos —replicó Bill.

—Nosotros no nos vamos —repitió como si fuera su eco Ted.

—Querernos enterarnos de todo lo que ha pasado —explicó el primero.

—¡Pues claro! —corroboró su hermano.

—¿Se veía mucha sangre en la habitación? —inquirió el mayor.

—¿Fue todo obra de un ladrón? —quiso saber Ted.

—Callaos —ordenó la señora Ramsay—. ¿No oísteis al señor Hardcastle? ¿No os habéis enterado aún de que no os quiere aquí?

—No nos iremos —aseguró Bill—. Queremos oír todo lo que habléis.

Hardcastle se levantó y cruzando la habitación abrió la puerta. Luego miró gravemente a los dos chicos.

—Fuera —dijo.

No se trataba más que de una palabra, pronunciada sin la menor violencia, serenamente, pero con el acento que emana de la autoridad en tales casos. Sin hacer el menor comentario, Bill y Ted salieron de la habitación lentamente, arrastrando los pies, con desgana, pero sin osar rebelarse.

«Es maravilloso —pensó la señora Ramsay—. ¿Por qué no podré yo conseguir lo mismo de ellos?»

Imposible, reflexionó. Ella era la madre de los chicos. Había oído afirmar que éstos, fuera del hogar, se conducen de muy distinta manera. Lo peor se lo suele llevar siempre la madre. Pero quizá fuese eso lo más conveniente. Los resultados de disfrutar en casa de unos hijos atentos, corteses, que nada más poner los pies en la calle se convertían en auténticos gamberros, originando desfavorables opiniones en relación con sus personas, tenían que ser catastróficos forzosamente. La señora Ramsay recordó qué era lo que de ella querían sus visitantes cuando el inspector Hardcastle volvió a ocupar su silla.

—Si desea hablar conmigo sobre lo acaecido en la casa número 19 ayer —dijo muy nerviosa—, he de advertirle que no sé nada, inspector. Ni siquiera conozco a las personas que habitan allí.

—En esa casa vive una señorita apellidada Pebmarsh. Es ciega y trabaja en el «Aaronberg Institute».

—Es que apenas conozco a nadie en la otra parte de Wilbraham Crescent… —insistió la señora Ramsay.

—¿Se encontraba usted aquí ayer, entre las doce y media, y las tres de la tarde?

—¡Oh, sí! Tenía que hacer la comida y todo lo demás. Salí a las tres, no obstante. Llevé a mis hijos al cine.

El inspector sacó la fotografía, poniéndola en manos de la señora Ramsay.