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—Desearía que me dijese si ha visto alguna vez a este hombre.

Su interlocutora contempló la cartulina con incipiente interés.

—No. No creo haberle visto. Y en caso afirmativo no estoy segura de si llegaría a recordar su faz.

—¿No vino a esta casa en ninguna ocasión, presentándose a usted como agente de seguros o vendedor de artículos de uso doméstico?

La señora Ramsay sacudió la cabeza vigorosamente.

—No. A mi casa no ha venido jamás un hombre como ése.

—Tenemos razones para creer que su nombre era R. Curry.

Hardcastle dirigió otra interrogante mirada a la mujer. Esta negó de nuevo.

—Lo siento inspector —dijo en tono de excusa—. Durante las vacaciones es que no tengo tiempo de observar nada.

—Sí, me hago cargo. Aquéllas suelen ser siempre bastante ajetreadas, ¿eh? Sus chicos son magníficos. Se les ve llenos de vida, inquietos… Demasiado inquietos, quizá, ¿verdad?

La señora Ramsay sonrió.

—En efecto. Resultan algo cansados, pero en el fondo son buenos.

—Naturalmente que lo son —aprobó el inspector—. Yo les veo muy despabilados, inteligentes. Antes de marcharse hablaré con ellos si usted no tiene inconveniente. Los chicos se fijan a veces en cosas que pasan desapercibidas a los mayores, aquéllos con quienes conviven.

—No sé qué pueden haber visto. Al fin y al cabo no se trata de la casa de al lado —argumentó la señora Ramsay.

—En cambio sus jardines caen uno enfrente del otro.

—Sí, pero quedan bastante separados.

—¿Conoce usted a la señora Hemming, la ocupante de la casa número 20?

—En cierto modo, por causa de los gatos…

—¿Le gustan a usted los gatos?

—¡Oh, no! No es eso. Me refería a las quejas habituales por ese motivo.

—¡Ah, vamos!, concrete usted… ¿En qué consisten aquéllas?

La señora Ramsay se ruborizó.

—Cuando la gente se dedica a «almacenar» gatos de esa manera —y creo que la colección de la señora Hemming llega a los catorce ejemplares—, surgen en seguida inconvenientes. Los que así proceden acaban haciendo muchas tonterías. A mí me gustan los gatos. Incluso hemos tenido siempre alguno que otro. El último, de piel moteada, era un excelente cazador de ratones. Pero el proceder de esa mujer bien puede calificarse de extravagante. Esos desventurados animalitos se ven obligados a comer lo que ella les prepara, viviendo una existencia de reclusos humanos. Naturalmente, sus gatos llevan a cabo continuos intentos de evasión. Yo haría lo mismo en su lugar. Y mis hijos son buenos realmente. Jamás se atreverían a torturar a un animal, de ningún modo. Yo sostengo que los gatos saben cuidarse por sí solos. No precisan de valedores. Esas menudas bestias son muy sensatas siempre que se las trate sensatamente.

—Lo que usted dice es razonable, señora. Desde luego, pocos ratos libres han de quedarle durante las vacaciones si quiere tener entretenidos y bien alimentados a sus dos hijos. ¿Cuándo vuelven al colegio?

—Pasado mañana —declaró la señora Ramsay.

—Ya tendrá ocasión de descansar entonces.

—Me propongo desquitarme, por supuesto.

El joven que acompañaba al inspector no había hecho hasta aquel momento otra cosa que tomar notas, sin mediar en la conversación. La señora Ramsay experimentó un ligero sobresalto al oírle hablar.

—Debiera usted procurarse los servicios de una de esas chicas extranjeras… Se hacen convenios amistosos au pair. Las muchachas trabajan aquí a cambio de aprender el inglés.

—Me imagino que tendré que intentar algo de eso —respondió la señora Ramsay, pensativa—. Pero se me antoja que me ha de costar trabajo entenderme, en muchos aspectos, con una persona extranjera. Mi esposo se ríe de mí, cuando digo esto. Es que, claro, él se halla en condiciones de tratar de este tema con plena autoridad. Yo no he viajado tanto como él fuera de Inglaterra.

—Se encuentra ausente ahora, ¿no? —inquirió Hardcastle.

—Sí… Tenía que ir a Suecia a principios del mes de agosto. Trabaja como técnico de construcciones. ¡Lástima que se marchara al comenzar las vacaciones! El entiende bien a los chiquillos. Es que en realidad le agrada jugar con los trenes eléctricos tanto como a aquéllos. En ocasiones las vías férreas y los apartaderos y todo lo demás queda instalado en el vestíbulo y la habitación vecina. Se expone una a darse un batacazo al pasar por entre el montón de juguetes —la mujer sonrió indulgentemente—. Los hombres son como los niños.

—¿Cuándo cree que volverá su marido, señora?

—Jamás lo sé —la señora Ramsay suspiró—. Es más bien difícil… saberlo.

La voz le tembló. Colin fijó la mirada en ella con viveza.

—No queremos entretenerla más, señora Ramsay. Hardcastle se puso en pie.

—Tal vez sus hijos accedan a enseñarnos el jardín.

Bill y Ted se encontraban en el vestíbulo y recogieron su sugerencia inmediatamente.

—Desde luego, señor —repuso Bill en tono de excusa, como si quisiera hacerse perdonar su gesto de rebeldía anterior—. Pero ya verá que el jardín no es muy grande.

Había sido realizado un pequeño esfuerzo para mantener el jardín de la casa número 62 de Wilbraham Crescent en orden. A un lado se veía un macizo de dalias y margaritas. Luego había una reducida extensión cubierta de césped irregularmente segado. Los senderos andaban necesitados de alguna labor de azada. Por todas partes se encontraban modelos de aviones, armas espaciales y otras representaciones a pequeña escala de la ciencia moderna en la última etapa de su vida. Al fondo del jardín había un manzano saturado de rojos y redondos frutos. El árbol que se veía junto a él era un peral.

—Eso es todo —dijo Ted. Y luego, señalando la pequeña extensión comprendida entre el manzano y el peral, al fondo de la cual se divisaba perfectamente la casa de la señorita Pebmarsh añadió—. Ahí está el número 19, donde se cometió el crimen.

—Se ve muy bien la casa desde este punto, ¿verdad? —manifestó el inspector—. Y mejor aún, supongo, desde las ventanas de la planta superior, ¿verdad?

—Sí —confirmó Bill—. De haber estado ahí arriba ayer lo hubiéramos visto todo. Pero no nos encontrábamos en casa.

—Fuimos al cine —aclaró Ted.

—¿Se han encontrado huellas dactilares? —preguntó su hermano.

—Las que poseemos no nos pueden servir de mucho. ¿Estuvisteis casi todo el día de ayer divirtiéndoos en el jardín?

—Pues… sí, entrando y saliendo —manifestó Bill—. La mañana, en su mayor parte. Pero no oímos ni vimos nada de particular.

—De habernos hallado aquí por la tarde hubiéramos oído gritos —declaró Ted, pensativamente—. Alguien estuvo chillando desaforadamente a esas horas.

—¿Conocéis a la señorita Pebmarsh, la mujer qué habita en esa casa?

Los chicos se miraron, asintiendo luego.

—Es ciega —dijo Ted—, pero camina por el jardín con mucha soltura. Jamás se vale de un bastón cuando quiere ir de un lado para otro. Una vez nos tiro una pelota que había caído entre sus matas. Fue muy amable…

—¿No la visteis en todo el día de ayer?

Los chicos respondieron que no.

—Por las mañanas no se la puede ver nunca —declaró Bill— porque está siempre fuera; habitualmente sale al jardín después de la hora del té.

Colin estaba examinando un trozo de manguera unido por un extremo a un grifo. Corría aquél a lo largo del sendero del jardín, pasando cerca del peral.

—Ahora me entero de que los perales aquí necesitan ser regados —observó Lamb.

—¡Oh! —exclamó involuntariamente Bill.

El muchacho parecía un poco inquieto.

—Por otra parte —continuó diciendo Colin—, si uno se sube a ese árbol es facilísimo obsequiar con una formidable ducha al primer gato que se atreva a pasar.

En el rostro de Colin Lamb apareció de pronto una amplia sonrisa.