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Los dos hermanos comenzaron a rozar nerviosamente con la suela de sus zapatos la gravilla del jardín, mirando hacia todos los lados menos en dirección al joven que les acababa de hablar.

—A eso habéis estado dedicados, ¿eh? —inquirió Colin.

—¡Oh! No les causábamos ningún daño —dijo Bill—. La honda y el tirachinas… Eso sí que es malo —añadió el chico queriendo sentar, por lo visto, plaza de virtuoso.

—Me imagino que en otras ocasiones habréis utilizado el tirachinas.

—Nunca con la intención de hacer daño a esos animales —aseguró Ted.

—Bueno, el caso es que con esa manguera os habéis divertido bastantes veces, sin duda, y que vuestras travesuras han dado lugar a que la señora Hemming formulase ciertas quejas…

—Siempre se está quejando —notificó Bill.

—¿Habéis llegado a saltar la valla de su jardín?

—Eso no es posible a causa de los alambres y telas metálicas que esa mujer ha puesto ahí —manifestó Ted, sinceramente.

—Pero con todo os habéis colado más de una vez en su jardín, ¿es cierto? ¿Cómo conseguisteis burlar todos los obstáculos?

—Pues… Primero hay que saltar al jardín de la señorita Pebmarsh… Deslizándose cierto trecho a la derecha se llega a un pequeño boquete que conduce al de la señora Hemming.

—¿Es que no puedes callarte, idiota? —dijo Bill.

—Supongo que desde que se cometió el crimen habréis llevado a cabo un sinfín de indagaciones en busca de pistas —sugirió Hardcastle.

Los chicos tornaron a mirarse.

—Cuando volvisteis del cine y os enterasteis de lo que había ocurrido apuesto lo que sea a que cruzasteis el boquete del jardín de la casa número 19 para echar un vistazo por los alrededores.

—Pues…

Bill guardó silencio. Mostrábase desconfiado.

—Es posible que vosotros hayáis descubierto algo que a nosotros se nos haya escapado —manifestó Hardcastle gravemente—. En tal caso no tendría más remedio que recompensar vuestro servicio, aparte de agradecéroslo de corazón.

Bill tomó rápidamente una decisión.

—Tráetelo todo, Ted —ordenó a su hermano. Este echó a correr, obediente.

—Temo que no sea nada de interés —admitió Bill—, pero al menos habremos intentado complacerle.

El muchacho miró a Hardcastle ansiosamente.

—No te preocupes. Te comprendo —afirmó el inspector—. Las tareas policíacas llevan consigo un sinnúmero de desilusiones.

Bill pareció sentirse más aliviado.

Ted regresó también a la carrera, entregando seguidamente al inspector un pañuelo de bolsillo anudado. El pequeño bulto que el mismo presentaba tintineaba. Hardcastle extendió aquel trozo de tela, echando una rápida mirada a lo que contenía.

Casi nada: el asa de una taza, un fragmento de porcelana, la mitad de un desplantador, un tenedor herrumbroso, una moneda, una clavija, un cristal y unas tijeras.

—Una colección muy interesante —comentó el inspector con aire solemne.

Compadecióse de los dos chicos, apresurándose a coger el cristal.

—Me llevaré esto. Quizás encaje con otros trozos semejantes. Colin, por su parte, cogió la moneda, examinándola atentamente.

—No es inglesa —declaró Ted.

—No, no lo es —corroboró Colin, quien levantó la vista para fijarla en Hardcastle—. Lo mejor será que nos llevemos esto también —sugirió.

—No digáis una palabra a nadie de esto —ordenó el inspector a los chicos, muy serio, con un expresivo gesto de reserva.

Bill y Ted, encantados, le prometieron hacer honor a su confianza.

Capítulo XI

—Ramsay —dijo Colin, pensativo.

—¿Qué pasa con Ramsay?

—Me ha llamado la atención ese hombre… Viaja por el extranjero. Se ve obligado a ello y cuando menos se lo figura. Su esposa nos ha dicho que es un técnico del ramo de la construcción, pero eso parece ser cuanto de él conoce.

—Es una buena mujer —opinó Hardcastle.

—Si… Nada feliz. Tal es la impresión que produce.

—Se la ve fatigada. Los críos son siempre muy engorrosos.

—Yo me figuro que hay algo más.

—El, seguramente, pertenece a ese grupo de hombres que consideran que una esposa y dos hijos representan una carga insoportable —dijo Hardcastle.

—Sólo Dios sabe a ciencia cierta lo que ocurre en el corazón de las personas —declaró Colin—. ¡Hay que ver de lo que son capaces dos chiquillos! Una esposa como la señora Ramsay, excesivamente castigada, se encuentra en magníficas condiciones para acceder de buen grado a un, digámoslo así, arreglo.

—Yo no me atrevería a catalogarla entre «ese» grupo de mujeres.

—Mi querido amigo: no hablaba de que viviera en pecado. Supongamos que ella se hubiese prestado a desempeñar un papel, el de la señora Ramsay precisamente, el suyo actual, aportando así un paisaje de fondo a otra vida, un respaldo. Naturalmente, para eso, él habría tenido que contarle una historia bien pensada, que le justificase en todo momento. Sigamos suponiendo que él está dedicado al espionaje, a nuestro lado, claro. He aquí un pretexto altamente patriótico.

Hardcastle esbozó una sonrisa.

—Vives en el seno de un extraño mundo, Colin —dijo.

—Pues es verdad, Dick. Y un día u otro tendré que abandonarlo… Hay momentos en que uno no sabe con qué carta quedarse y recela de todo y de todos. La mitad de esos individuos trabajan para ambos bandos. Al final no saben a cuál pertenecen en realidad. Se sienten presos en la maraña de… ¡Oh! Bueno, dejemos esto. Sigamos con lo que nos trajo aquí.

—Habremos de visitar a los McNaughton —contestó Hardcastle deteniéndose ante la entrada del número sesenta y tres—. Parte de su jardín coincide con el del número diecinueve… igual que el de Bland.

—¿Qué sabes acerca de los McNaughton?

—No mucho… Se avecindaron aquí hace cerca de un año. Una pareja de edad ya. Creo que él es un profesor jubilado, muy aficionado a la jardinería.

En el jardín delantero había numerosos rosales y espesos macizos de flores diversas bajo las ventanas.

Una risueña joven que vestía pantalones y blusa de trabajo, de chillones colores, abrió la puerta de la entrada, preguntándoles:

—¿Qué deseaban ustedes, señores?

Hardcastle murmuró al tiempo que le entregaba una tarjeta:

—¡Vaya, hombre! Aquí si que es patente la colaboración de la mano de obra extranjera.

—La policía… —dijo la joven.

Esta dio un paso atrás, mirando a Hardcastle como si hubiese sido el propio diablo en persona.

—¿La señora McNaughton? —inquirió el inspector.

—Si, se encuentra en la casa.

La muchacha les condujo a un cuarto de estar, desde cuya ventana se divisaba el jardín posterior de la vivienda. Estaba vacío.

—Se halla en la planta superior —explicó la joven, quien no había vuelto a sonreír. Seguidamente salió al vestíbulo, llamando—: Señora McNaughton, señora McNaughton…

Una voz lejana respondió.

—¿Qué sucede, Gretel?

—La policía… Acaban de llegar dos agentes. Les he llevado al cuarto de estar.

Oyóse el rumor de unos apresurados pasos en el piso y las palabras: «¡Oh Dios mío, Dios mío! ¿Qué será lo que venga luego?» Los pasos fueron acercándose rápidamente y por último la señora McNaughton se presentó en el cuarto de estar. Veíase seriamente preocupada a juzgar por la expresión de su rostro. Hardcastle decidió en el acto que aquél era su gesto habitual.

—¡Oh, Dios mío! ¿Inspector… Hardcastle? —Había bajado la vista, leyendo la tarjeta—. Pero… ¿para qué quiere usted vernos? Nosotros no sabemos absolutamente nada con respecto a lo ocurrido. Bueno, es que me imagino que su visita a esta casa se halla relacionada con el crimen cometido en nuestra barriada… ¿O es que desean comprobar si nos hallamos al corriente en cuanto al pago de la licencia del televisor?