Hardcastle la tranquilizó.
—Es que el hecho en sí es tan extraordinario, ¿verdad? —dijo la señora McNaughton más animada—. Y al medio día, más o menos… ¡Qué hora más extraña para entrar a robar en una casa! Precisamente aquella en que todo el mundo se encuentra en sus hogares. Claro que, ¡suceden tantas cosas terribles en la actualidad! Ahí es nada: en pleno día. Como les ocurrió a unos amigos nuestros… Habiendo salido a comer a un restaurante, se presentó ante su casa uno de esos camiones que utilizan las agencias de mudanzas, apeándose del mismo unos hombres que en poco tiempo dejaron la casa vacía. Todos los vecinos les vieron, desde luego, pero a ninguno de ellos se le pasó por la cabeza que se tratara de una cosa irregular. ¿Sabe usted? Yo creí haber oído gritar a alguien ayer. Angus dijo que serían esas temibles criaturas de la señora Ramsay. Siempre andan por el jardín haciendo ruido, imitando el despegue de las naves del espacio, de los cohetes o bombas atómicas. A veces una queda sobrecogida de espanto…
Hardcastle procedió a mostrarle su fotografía a la señora McNaughton.
—¿Ha visto usted en alguna ocasión a este hombre?
La señora McNaughton contempló la cartulina con avidez.
—Casi seguro que le he visto. Si. En efecto ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Fue el individuo que nos visitó una vez para preguntarnos si nos interesaría adquirir una nueva enciclopedia de catorce volúmenes? ¿O el que otro día nos ofreció un modelo muy moderno de aspirador eléctrico? Yo no sabía qué hacer para quitármelo de encima y entonces al hombre no se le ocurrió otra cosa que ir en busca de mi marido, que se hallaba trabajando en el jardín delantero. Angus estaba plantando unos bulbos. Cuando se entrega a tales tareas le disgusta que le interrumpan. El inoportuno visitante, imprudentemente, siguió haciendo la propaganda de su artefacto. Lo de siempre. Le enseñó cómo limpiar las cortinas, el piso de la entrada, las escaleras, los cojines del cuarto de estar… Agotó todos los argumentos. Por último, Angus levantó la vista, preguntándole: «¿Puede plantar bulbos?» El vendedor se quedó desconcertado, optando en seguida por marcharse.
—¿Y cree usted que ése era el hombre que aparece en la fotografía?
—Pues… no. Realmente, no. Aquél era más joven, ahora que caigo en la cuenta. No obstante, creo haber visto ese rostro antes. Sí. Cuanto más miro la fotografía más segura estoy de que vino a mi casa para pedirme que le comprara algo.
—Quizá le ofreciera una póliza de seguros diversos, en nombre de cualquier compañía.
—No, no se trataba de eso. Mi esposo se ha ocupado ya ampliamente de tal cuestión. Tenemos varias pólizas suscritas. No. Sin embargo, cuanto más miro esta foto…
Hardcastle no esperaba nada de todo aquello. Acababa de clasificar a la señora McNaughton basándose en su experiencia dentro de ciertas situaciones. Ella quería a toda costa experimentar la emoción de haber visto a alguien relacionado con el crimen. Cuanto más mirara la fotografía más se aferraría a su idea.
El inspector suspiró.
—Aguarde… Ese hombre conducía un carro de reparto, creo. Ahora bien, no consigo recordar cuándo le vi… El vehículo llevaba el anuncio de una panadería.
—¿No le vería usted ayer, señora McNaughton?
El rostro de la señora McNaughton se oscureció. Echóse hacia atrás un mechón de cabellos que le caía sobre la frente.
—No, Ayer, no. Al menos… —Hizo una pausa—. Me parece que no —su faz se iluminó débilmente con una tímida sonrisa—. Quizá mi esposo se acuerde.
—¿Se encuentra en la casa?
—Ahí fuera, en el jardín.
La señora McNaughton señaló hacia una ventana. Unos metros más allá el inspector divisó a un hombre ya de edad que se deslizaba por un sendero llevando una carretilla.
—¿Le parece bien que salgamos un momento para charlar con él?
—¡No faltaba más! Vengan por aquí.
Cruzando por una puerta lateral llegaron al jardín. El rostro del señor McNaughton estaba cubierto de sudor.
—Estos caballeros son policías, Angus —explicó su esposa, respirando agitadamente—. Están efectuando indagaciones en relación con el crimen cometido ayer en casa de la señorita Pebmarsh. Tienen una fotografía de la víctima. Yo estoy segura de haberle visto en alguna parte antes. ¿No fue éste el individuo que nos visitó la semana pasada para preguntarnos si disponíamos de objetos antiguos y queríamos desprendernos de los mismos?
—Déjame ver… Haga el favor: sostenga un momento la fotografía ante mí —le dijo el señor McNaughton a Hardcastle—. No puedo tocar nada porque tengo las manos sucias de tierra.
Después de mirar brevemente la foto manifestó:
—No he visto a este hombre jamás.
—Sus vecinos me han dicho que es usted muy aficionado a la jardinería —apuntó el inspector.
—¿Quién le dijo a usted eso? ¿La señora Ramsay?
—No. El señor Bland.
Angus McNaughton dio un resoplido.
—Bland no tiene la menor idea de lo que significa esta afición —declaró—. La verdad es que lo que él hace y nada… Ha concentrado su atención casi exclusivamente en las begonias, en los geranios, en los macizos de lobelias. Eso tiene poco que ver con la auténtica jardinería. Al final acaba uno creyendo que vive en un parque público. ¿Le interesan a usted los arbustos, inspector? Por supuesto, ésta es la peor época del año para plantar cualquier cosa, pero, mire, aquí tengo un par en los que he puesto mi confianza. Estoy convencido de que lograré ponerlos en marcha. Se sorprendería usted si le fuese posible comprobar los resultados de mis trabajos. Piense que, según se dice, esos arbolitos sólo prosperan en Devon y Cornwall.
—Temo no poder clasificarme entre los jardineros prácticos —aventuró Hardcastle por seguir la conversación.
McNaughton le miró igual que un artista al que acabara de confesarle alguien su ignorancia en materia de arte, no obstante comprender el placer que éste proporciona.
—El asunto que me ha traído a esta casa, señor McNaughton, es en verdad un tema de conversación bastante menos grato que el que usted propone —manifestó el inspector.
—Ya me hago cargo. Habla usted del suceso de ayer. Me encontraba aquí fuera, en el jardín, cuando ocurrió el hecho.
—¿Sí?
—Bueno, yo estaba refiriéndome al momento en que se oyeron los gritos de una joven.
—¿Qué hizo usted?
—Pues… lo cierto es que no hice nada. En realidad pensé que eran esos condenados chicos de la señora Ramsay. Siempre andan de un lado para otro chillando, dando voces, escandalizando…
—¿No observó que aquellos gritos no procedían del mismo punto?
—Hubiera reparado en tal detalle si esas criaturas se dedicasen a jugar exclusivamente en su jardín. Pero ésta es una cosa que no ocurre nunca. Para ellos no existen vallas, telas metálicas ni otros obstáculos por el estilo. Se dedican a cazar a los gatos de la señora Hemming allí donde se presentan, por toda la manzana. Lo que pasa es que hoy no hay nadie que tenga autoridad sobre ellos, eso es lo malo. Su madre tiene un carácter muy débil. Por supuesto, es lo que sucede siempre; cuando no hay ningún hombre en la casa los muchachos alegremente campan por sus respetos.
—Tengo entendido que el señor Ramsay pasa la mayor parte del año en el extranjero.
—Creo que trabaja en no sé qué construcciones —manifestó el señor McNaughton vagamente—. Siempre está de viaje. Construye diques, tuberías de conducción de petróleo y otras cosas así. Exactamente, no lo sé. Hace un mes tuvo que marcharse corriendo a Suecia. Le habían avisado de pronto. La madre de los chicos quedó al frente de la casa, sola. Ya se lo puede usted figurar: mucho trabajo. La cocina, las faenas domésticas cotidianas… ¿Y quién iba a contener a esos diablos? No es que sean malos, que tengan tendencias perversas. Sencillamente es que están necesitados de un poco de disciplina.
—Bien. Aparte de los gritos, ¿no notó nada extraño? A propósito: ¿a qué hora fue eso?