—No tengo idea. Antes de salir a trabajar al jardín me quito siempre el reloj. El otro día me lo rocié con el agua de la manguera y me costó mucho trabajo repararlo luego. ¿A qué hora fue eso, querida? Tú oíste los gritos también, ¿verdad?
—Debían ser las dos y media… Habría pasado media hora desde el instante en que terminamos de comer.
—¿A qué hora suelen comer ustedes?
—A la una y media… cuando hay suerte —explicó el señor McNaughton—. Nuestra servidora, una danesa, no tiene la menor idea sobre el significado del tiempo.
—¿Qué hacen después? ¿Se tienden a dormir un poco?
—A veces sí. Hoy, por ejemplo, yo no lo hice. Quería continuar con la tarea que había iniciado. Estaba arreglando mis plantas, abonándolas, concretamente.
—Un montón de abono… —consideró el inspector—. ¡He ahí algo que muchos miran con indiferencia y, sin embargo, a cuántas maravillas da lugar aquél!
El señor McNaughton estaba radiante.
—Tiene usted muchísima razón. ¡Ah! ¡Y cuanto más natural sea ese abono, tanto mejor! Yo prescindo de los preparados químicos… Es un disparate utilizar éstos. Déjeme, déjeme enseñárselo todo.
El señor McNaughton cogió a Hardcastle ansiosamente de un brazo, yendo con él hasta la valla que separaba su jardín del de la casa número 19. En un macizo de lilas la tierra se veía cubierta de una brillante capa de estiércol. El dueño de la casa, después, llevó la carretilla hasta un pequeño cobertizo que había al lado. Dentro del mismo había muchas herramientas perfectamente ordenadas.
—Se nota que es usted un hombre metódico —declaró Hardcastle.
—Es preciso cuidar aquellas cosas de que nos valemos para trabajar —contestó sencillamente el señor McNaughton.
Hardcastle contemplaba pensativo la casa número 19. Al otro lado de la valla había una pérgola de rosas que conducía a uno de los muros de la construcción.
—¿No vio usted a nadie en ese jardín o en cualquiera de las ventanas de la casa mientras preparaba su estiércol?
—No, no vi a nadie —contestó Angus McNaughton—. Lamento no serle de más utilidad, inspector.
—Oye, Angus… Yo creo que vi a alguien remoloneando por el jardín del 19.
—Debes de estar equivocada, querida —repuso McNaughton con firmeza.
Vueltos al coche, Hardcastle dijo a Colin, con un gruñido:
—Esa mujer quiso darnos a entender que había visto algo.
—¿Crees que reconoció al hombre de la fotografía?
—Lo dudo. Quiere pensar que lo ha visto. Estoy familiarizado con esa clase de testigos. En cuanto decidí concretar se fue atrás, ¿no?
—Efectivamente.
—Nada más natural, sin embargo, que haya llegado a estar sentada frente a nuestro hombre en cualquier autobús, por ejemplo. Siempre cabe tal posibilidad. Pero ella se empeña en forzar la cosa.
—Sí. Yo también pienso lo mismo de esa mujer.
—Poco es lo que hemos conseguido hasta ahora, Colin —dijo Hardcastle suspirando—. Desde luego, nos enfrentamos con hechos raros. Casi parece imposible que la señora Hemming —por muy absorbida que la tengan sus gatos—, sepa tan pocas cosas en relación con sus vecinos, la señorita Pebmarsh en particular. También resulta extraña su vaguedad, su desinterés por todo lo concerniente al crimen.
—¿Y no es acaso aplicable esa actitud a cuanto la rodea?
—Se trata de una mujer extraordinariamente aficionada a los gatos —dijo Hardcastle—, y cuando uno se enfrenta con una persona así… Bueno. Todos los fuegos, robos y crímenes de la ciudad ocurridos en torno a ella le pasarían desapercibidos.
El inspector había pronunciado las anteriores palabras como si estuviese reflexionando en voz alta.
—Ha conseguido aislarse con toda esa serie de obstáculos que ha levantado a su alrededor, con sus telas metálicas y los enmarañados macizos de plantas, que no dejan siquiera ver su jardín.
Los dos hombres llegaron por fin a la jefatura de policía. Hardcastle sonrió, diciendo a su amigo:
—Sargento Lamb: queda usted en libertad desde este momento.
—¿No vamos a hacer más visitas?
—Por ahora, no. Más tarde haré otra… pero iré solo.
—De acuerdo. He de darte las gracias por la mañana, que ha sido muy amena. ¿No podrías ordenar que las notas que he tomado fueran pasadas a máquina?
Colin entregó a Hardcastle sus papeles.
—La encuesta judicial se celebrará pasado mañana, ¿no? ¿A qué hora?
—A las once.
—Muy bien. Asistiré a ella. Creo que llegaré a tiempo.
—¿Te marchas fuera?
—Dentro de una hora tomaré el tren para Londres… He de poner mis informes al día.
—Ya me imagino ante quién.
—Me parece que no lo sabes.
Hardcastle sonrió.
—Da recuerdos al viejo.
—He de ver a un especialista también.
—¿A un especialista? ¿Para qué? ¿Qué te pasa?
—Nada… Desde luego, ando algo pesado de cabeza, pero no es un especialista de la clase médica lo que necesito. El individuo en cuestión encaja mejor en tu sector de actividades.
—¿Scotland Yard?
—No. Un detective privado, amigo de mi padre y mío. Este fantástico asunto le gustará, servirá para animarle, también. Tengo entendido que actualmente está necesitado de algo que excite su interés por la vida. Precisa de un estimulante, en suma.
—¿Cómo se llama tu hombre?
—Hércules Poirot.
—He oído hablar de él. Creí que ya había muerto.
—No, no ha muerto. Pero tengo la impresión de que se aburre soberanamente, lo cual es mucho peor.
Hardcastle estudió el rostro de Colin con sincera curiosidad.
—Eres un tipo raro, Colin. ¡Qué amigos tan raros tienes!
—Tú incluído, ¿no? —dijo Lamb sonriendo.
Capítulo XII
Después de separarse de Colin Lamb, Hardcastle echó un vistazo a una dirección escrita en su agenda con todo cuidado, haciendo un gesto de asentimiento. En cuanto hubo devuelto a uno de sus bolsillos aquélla pasó a ocuparse de los papeles que se habían ido acumulando sobre su mesa de trabajo, los documentos de todos los días.
La jornada fue bastante ajetreada para él. Mandó a por café y bocadillos y escuchó los informes del sargento Cray… No se había logrado nada positivo. Tanto en la estación de ferrocarril como en la de autobuses no había surgido nadie que fuera capaz de identificar al señor Curry. El estudio de las ropas de la víctima por los técnicos no había dado resultados especialmente alentadores, ni mucho menos. El traje había sido confeccionado por un buen sastre, pero la etiqueta con el nombre del mismo había sido arrancada de las prendas. ¿Un deseo de permanecer en el anonimato por parte del señor Curry? Obra, inspiración, del asesino, indudablemente… Esperábase obtener una excelente pista cuando los médicos estomatólogos de la localidad respondieran a la consulta que se les había hecho en relación con determinado trabajo de prótesis dental a que se había sometido el finado. Pero esto requeriría algún tiempo. ¿Y si el señor Curry procedía de cualquier país extranjero? Hardcastle consideró detenidamente tal posibilidad. Quizá se tratase de un francés. Sus prendas, el corte de las mismas, no apoyaba esa suposición. Tampoco había hallado en ellas etiquetas de establecimientos públicos, una lavandería, por ejemplo, que certificase un dato de ese tipo, que hubiera sido un excelente punto de arranque para las indagaciones en curso.
Hardcastle no era hombre impaciente. La labor de identificación era siempre una tarea lenta. Pero al final siempre surgiría alguien que la facilitase. El dueño o el empleado de una lavandería, un dentista, un pariente —habitualmente una esposa o una madre—, la patrona de una pensión… La fotografía de la víctima circularía por todas las comisarías de policía, aparecería en los periódicos. Tarde o temprano llegarían a conocer la verdadera identidad del señor Curry.