Entretanto había muchas cosas que hacer. El caso Curry no era el único que el inspector tenía entre manos. Hardcastle trabajó sin interrupción hasta las cinco y media. Entonces consultó su reloj de pulsera y se dijo que había sonado la hora de realizar la visita que planeara antes de separarse de su amigo Colin Lamb.
El sargento Cray le había dicho que Sheila Webb acababa de reanudar su labor en el «Cavendish Bureau» y que a las cinco se hallaría a las órdenes del profesor Purdy en el «Curlew Hotel», de donde no saldría probablemente hasta mucho después de las seis.
¿Cuál era el apellido de su tía? Lawton… La señora Lawton. Vivía en el número 14 de Palmerston Road. Decidió recorrer a pie la escasa distancia que le separaba de aquel punto.
Palmerston Road era una lúgubre calle que había conocido, no obstante, mejores días. Hardcastle advirtió que las casas habían sido divididas para proceder seguramente luego a su venta por pisos. Al doblar una esquina observó que una muchacha que se deslizaba a lo largo de la acera en sentido contrario vaciló un instante. El inspector, distraído con sus pensamientos, se imaginó que se disponía a preguntarle alguna dirección. De ser así la chica debió renunciar a su propósito, continuando su camino. ¿Por qué se acordó Hardcastle en aquel instante de ciertos zapatos femeninos? ¿Qué significaba esta idea? Zapatos… No. Uno solo. El rostro de la joven le era vagamente familiar. ¿Quién era? Ultimamente, quizás, había visto aquella cara. ¿Es que ella le había reconocido y abrigado el propósito de hablarle?
Detúvose unos segundos volviendo la cabeza para mirarla. La muchacha había apretado el paso. Lo malo era que el rostro de ella era de rasgos corrientes, uno de esos rostros que solamente se recuerdan bien cuando existe un motivo especial. Ojos azules, complexión regular, una boca ligeramente entreabierta. Una boca. Esta le recordó algo también ¿Qué había hecho aquella boca ante él? ¿Hablarle? ¿Habría visto correr sobra sus labios una barra de carmín? No. Hardcastle reprimió una exclamación de enfado. Se preciaba de ser un buen fisonomista. Cuando veía una cara en el banquillo de los acusados o en la tribuna de los testigos jamás la olvidaba. Claro que el contacto podía haber tenido lugar en otros sitios… Era imposible que recordara, por ejemplo, las caras de todas las patronas que había visto. El inspector hizo un esfuerzo para desterrar de su mente aquellas divagaciones.
Ya había llegado al número 14 de la calle. La puerta de la entrada de la casa estaba abierta y en el vestíbulo vio cuatro botones correspondientes a otros tantos timbres, debajo de los cuales se leían unos nombres. La señora Lawton habitaba en la planta baja, según pudo comprobar. Oprimió el botón del timbre que había junto a otra puerta a la izquierda del pasillo de la entrada. Transcurrieron unos segundos antes de que le contestaran. Finalmente oyó un rumor de pasos. Poco después aparecía ante él una mujer alta y delgada, de oscuros cabellos, despeinados en aquellos instantes. Por sus ropas se veía que la había sorprendido cuando se encontraba dedicada a sus tareas domésticas. La recién llegada respiraba agitadamente. De la cocina, situada al fondo del piso, salía un fuerte olor a cebollas cocidas.
—¿La señora Lawton?
—Yo soy. ¿Qué deseaba?
La mujer frunció el ceño. El inspector juzgó que debía estar rondando los cuarenta y cinco años. Había una nota ligeramente «gigantesca» en su aspecto.
—¿Qué deseaba? —repitió la señora Lawton, impaciente.
—Le agradecería que me concediera unos minutos de atención.
—¿Para qué? Tengo mucho que hacer en estos instantes. —La mujer añadió, incisiva—. No será usted un reportero, ¿verdad?
—Naturalmente que no —declaró Hardcastle, expresándose en un tono afectuoso—. Ya me figuro que los periodistas deben haberla importunado bastante.
—Pues sí. No han parado de llamar a la puerta, de tocar el timbre y de hacer todo género de preguntas estúpidas.
—Muy enojoso todo eso, lo sé —manifestó el inspector—. Ojalá estuviera en mi mano evitarle tantas molestias. Soy el detective inspector Hardcastle, encargado del caso que ha dado lugar a la presencia de los periodistas en su casa, con las contrariedades consiguientes. De sernos posible, cortaríamos esto por lo sano, pero, desgraciadamente, no podemos hacer nada. La prensa tiene sus derechos.
—Es una vergüenza importunar a la gente como ellos vienen haciéndolo —declaró la señora Lawton—. Insisten tercamente en que tienen que recoger noticias para el público. Lo único que he podido observar acerca de aquéllas es que vienen a ser un tejido de mentiras, desde el principio al fin. Suelen aprovecharlo todo y dar a sus informaciones la orientación que les parece mejor. Pero… entre, inspector.
La señora Lawton cerró la puerta una vez Hardcastle hubo cruzado el umbral. Sobre la alfombra descubrió el inspector un par de sobres que debían habérsele caído a la dueña de la casa. La mujer se inclinó para cogerlos, pero el policía se le adelantó cortésmente. Por una fracción de segundo su mirada se posó en las direcciones…
—Muchas gracias.
La señora Lawton depositó las cartas en la mesita del pasillo.
—Pase usted al cuarto de estar, ¿quiere? Por aquí… Dispénseme un momento. Tengo la comida en el fuego.
Después de pronunciar estas palabras la mujer se retiró apresuradamente hacia la cocina. Hardcastle aprovechó aquella ocasión que se le presentaba de examinar atentamente los sobres que acababa de recoger del suelo. Una de las cartas estaba dirigida a la señora Lawton y la otra a la señorita R. S. Webb.
El cuarto de estar era una pieza de pequeñas dimensiones, bastante desordenada, mal amueblada también. Sin embargo, aquí y allá se descubría de vez en cuando algún detalle de buen gusto, algún objeto nada corriente: un jarrón de vidrio veneciano de corte abstracto, dos cojines de terciopelo, unos caparazones de loza, de procedencia extranjera quizás… Una de las dos o las dos a un tiempo, tía y sobrina, debían tener ideas originales en materia de decoración.
La señora Lawton regresó en seguida. Ahora respiraba con más dificultad que al principio.
—Creo que ya podremos hablar con tranquilidad —dijo vacilante.
El inspector se excusó de nuevo.
—Lamento haber llegado en un momento tan inoportuno, pero la verdad es que me encontraba no muy lejos de aquí hace unos minutos y he querido aprovechar la ocasión para ocuparme de determinados puntos relativos al caso que tan desafortunadamente afecta a su sobrina. Confío en que se habrá recuperado del susto… Debe haber experimentado una impresión tremenda esa muchacha.
—Pues si. Sheila llegó a esta casa materialmente deshecha. Hoy, por suerte, se hallaba ya bien, habiendo reanudado su trabajo.
—Lo sé. Me enteré de que había salido para atender a un cliente no recuerdo dónde. De todos modos, no me hubiera atrevido a interrumpirla… Luego me dije que lo más sensato era presentarme en su casa, con objeto de charlar sin prisas. Sospecho que todavía no ha regresado. ¿Es así?
—Esta tarde tardará algún tiempo en volver. Le tocaba trabajar para el profesor Purdy y según afirma mi sobrina éste es un hombre que no posee la más remota idea acerca de lo que es el tiempo. Suele decirle: «Esto no le ocupará más de diez minutos, de manera que estimo que lo mejor es que lo termine». Naturalmente, diez minutos se convierten siempre en tres cuartos de hora. Es un caballero. Se muestra cortés, atento… En una o dos ocasiones en que la ha obligado, amablemente, a estar más tiempo del debido con él la ha invitado a comer, a todo esto verdaderamente apesadumbrado por la libertad que se tomaba, según él, de forzarla a alargar su jornada laboral, su cotidiana tarea. Por supuesto, he de confesar que tales tardanzas son un auténtico trastorno para los dos. Bien, inspector. Si yo puedo adelantarle algo mientras viene Sheila… No seria raro que tardara un poco todavía.