—¿Qué podría usted decirme? —inquirió el inspector, sonriendo—. Hasta ahora he tomado nota de los hechos escuetos, pero hasta éstos tengo necesidad de someter a comprobación. —Hardcastle hizo como si consultara su agenda—. Veamos… La señorita Sheila Webb. ¿Es éste su nombre completo o tiene otro nombre de pila además? Hemos de conocer estas cosas con exactitud, para presentarlas el día en que se celebre la encuesta judicial.
—Pasado mañana, ¿no? Mi sobrina recibió una comunicación en tal sentido.
—Que no se preocupe lo más mínimo por eso, ¿eh? —recomendó Hardcastle—. Lo único que tiene que hacer es, sencillamente, referir cómo dio con el cadáver.
—¿No saben ustedes aún quién es la víctima?
—No. Todavía transcurrirán unos días… En sus bolsillos hallamos una tarjeta. Al principio pensamos que se trataría de algún agente de seguros. Ahora nos inclinamos a sospechar que la tarjeta aludida fue introducida en aquéllos por otra persona, tal vez una que estuviese proyectando hacerse una póliza…
—Le entiendo —la señora Lawton pareció escasamente interesada por las palabras del inspector.
—Veamos la cuestión del nombre de Sheila… Yo creo haberlo anotado así: R. Sheila Webb o Sheila R. Webb. No recuerdo cuál va detrás de Sheila. ¿Sería Rosalie, acaso?
—Rosemary —aclaró la señora Lawton—. La chica fue bautizada con los nombres de Rosemary Sheila. Ahora bien, mi sobrina siempre consideró el primero demasiado novelesco o romántico y prefirió usar el segundo.
—De acuerdo.
Nada había en el tono con que hablara que hiciese pensar en que Hardcastle se sentía complacido. Anotó otro detalle. El nombre de Rosemary no había producido la menor turbación en su interlocutora. Para ella por lo visto, aquél era, simplemente, lo que había dado a entender: un nombre más.
El inspector sonrió.
—Sé que su sobrina procede de Londres y que hace diez meses que trabaja en el «Cavendish Bureau». ¿Conoce usted la fecha exacta de ingreso de la joven en esta firma?
—No podría decírsela ahora. Me parece que fue en los últimos días de noviembre… Sí, sí, eso es.
—En realidad éste es un detalle que carece de importancia. ¿Vivía aquí Sheila antes de encontrar ese empleo?
—No. Vivía en Londres.
—¿Cuáles eran sus señas allí?
—Debo tenerlas por aquí —la señora Lawton miró a su alrededor con la expresión característica de las personas desordenadas—. ¡Tengo tan mala memoria de poco tiempo a esta parte! La dirección era algo así como Allington Grove y caía por Fulham. Habitaba en un piso con otras dos chicas. Esas casas en Londres son carísimas.
—¿Recuerda el nombre de la firma que la empleó en esa ciudad?
—Sí: «Hopgood and Trent». Se trataba de unos agentes de la propiedad inmobiliaria establecidos en Fulham Road.
—Gracias. Todo parece aclararse… La señorita Webb es huérfana, ¿verdad?
—Sí —respondió la señora Lawton, agitándose inquieta. Sus ojos se posaron en la puerta del cuarto. Volviendo la cabeza de nuevo hacia el inspector inquirió—: ¿me permite que me acerque unos segundos a dar un repaso a la cocina?
—Por Dios, señora, ¡no faltaba más!
Hardcastle se levantó para abrirle la puerta. La mujer salió. El inspector se preguntó si estaba equivocado o no al pensar que su última pregunta había trastornado a la tía de Sheila. Sus réplicas hasta aquel momento habían sido fluídas… Estuvo pensando en esto hasta que ella regresó.
—Lo siento —dijo la mujer—, pero ya se dará una idea de lo que es atender a la comida… Ya he terminado. ¿Deseaba usted preguntarme algo más? ¡Ah! He recordado entretanto la dirección de Londres. No era Allington Grove sino Carrington Grove, número 17.
—Gracias. Creo haberle preguntado si la señorita Webb es huérfana.
—En efecto. Sus padres murieron.
—¿Hace mucho tiempo?
—Siendo ella una niña…
Hardcastle observó un acento de reserva en aquellas palabras.
—¿Sheila es hija de un hermano o hermana…?
—Hermana.
—¿Y qué profesión tenía el señor Webb?
La señora Lawton hizo una pausa antes de contestar. Mordióse los labios también.
—Lo ignoro.
—¿Ignora usted…?
—Quiero decir que no recuerdo. Ha pasado ya mucho tiempo…
Hardcastle esperó, consciente de que continuaría hablando, como así fue.
—¿Puedo preguntarle a mi vez qué tiene que ver todo esto con…? ¿Qué más da que su padre y su madre fueran esto o lo otro o que ella viniera de Londres o…?
El inspector se apresuró a interrumpirla con un gesto afable.
—Me imagino, señora Lawton, que da igual…, examinándolo todo desde el punto de vista. Compréndalo: se ha creado una situación rodeada de circunstancias extraordinarias.
—Explíquese, por favor.
—Tenemos razones para creer que la señorita Webb fue atraída al lugar del crimen mediante una hábil maniobra: una llamada telefónica al «Cavendish Bureau». Se interesaron por ella especialmente. Alguien anda por ahí que la quiere mal. Es posible… —añadió Hardcastle, vacilando.
—No creo que exista una persona capaz de odiar a Sheila. Es una muchacha buena, cordial, cariñosa…
—Sí, tal es la opinión que yo he formado de ella.
—Y no me agrada oír a nadie sugiriendo lo contrario —agregó la señora Lawton, adoptando una actitud retadora.
—Es natural —repuso Hardcastle sonriendo, apaciguador—, pero tiene usted que comprender, señora, que todo ha sido montado para que parezca que su sobrina es la autora del crimen. La colocaron hábilmente en el lugar preciso. Alguien había tomado las medidas pertinentes para que se adentrara en una casa dentro de la cual había un hombre muerto una hora atrás, tal vez. No cabe duda: es una maniobra que denota una intención perversa.
—¿Alguien que deseaba que Sheila fuese detenida como una vulgar criminal? ¡Oh, no! Me cuesta mucho trabajo creer en la existencia de una persona así, sobre todo conociendo a mi sobrina.
—Comprendo su actitud —manifestó el inspector—. El caso es que, pese a todo, nosotros hemos de esforzarnos por aclarar los hechos. ¿No habrá por ahí algún joven que, enamorado de su sobrina, se haya visto rechazado? Los jóvenes son capaces de tomar venganzas canallescas, de hacer cosas verdaderamente censurables, sobre todo cuando la idea anida en un cerebro desequilibrado.
—No creo tampoco que haya ocurrido nada de eso —declaró la señora Lawton entornando los ojos y frunciendo el ceño, como si reflexionara intensamente—. Sheila ha estado saliendo con uno o dos muchachos, pero de estas amistades no se ha derivado nada serio.
—Pudo haberle sucedido estando en Londres —sugirió Hardcastle—. En fin de cuentas, usted no sabrá mucho acerca de los amigos que tenía allí.
—Quizá tenga usted razón, sí… En ese aspecto, será mejor que le pregunte a ella, inspector Hardcastle. Ahora bien, debo decirle que jamás tuve noticia de un tropiezo de ese tipo por su parte.
—Tal vez la persona que no la quería bien fuese otra chica. Existe la posibilidad de que una de las que compartían con ella el piso de Londres la envidiase…
—Sí, eso es inevitable —concedió la señora Lawton—, pero cuesta trabajo creer que un motivo así lleve a alguien a planear una jugada cuyo fin es complicar a una persona en un crimen.
Era ésta una apreciación inteligente y Hardcastle se dijo que la señora Lawton no tenía nada de tonta, en modo alguno. Rápidamente respondió:
—En este asunto todo parece improbable…
—Ese crimen debe ser obra de un loco —opinó la mujer.
—El cerebro del loco actúa impulsado por una idea definida, el móvil de las acciones de aquél. —Hardcastle hizo una pausa, agregando a continuación—: ¿quiere saber por qué le he preguntado por los padres de Sheila? Pues porque muchas decisiones en casos como éste arrancan del pasado, tienen sus raíces sepultadas en él. Como los padres de su sobrina murieron siendo ella una niña, lógicamente, no se encontrará en condiciones de referirme nada sobre ellos. Por tal razón he tenido que recurrir a usted.