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—Si, pero… Bueno, es que…

El inspector la noto vacilante de nuevo.

—¿Murieron los dos al mismo tiempo, en un accidente, por ejemplo?

—No, no hubo ningún accidente.

—¿Entonces morirían de muerte natural?

—Yo… sí… Quiero decir que… No lo sé.

—Me parece señora Lawton que usted sabe más de lo que da a entender, que es bien poco —el inspector aventuró una suposición—. ¿Se divorciaron quizá? ¿Vivieron separados?

—No, no eran divorciados.

—Vamos, vamos señora Lawton. Usted tiene que saber forzosamente de que murió su hermana.

—No comprendo qué… Esto es, no puedo decir… ¡Oh! ¡Resulta todo tan penoso! Hay recuerdos que dan la impresión de gravitar sobre nosotros con un peso material. Es mejor no resucitar aquéllos.

La señora Lawton miró al inspector apurada, perpleja.

Hardcastle escrutó serenamente su rostro. Luego dijo, bajando la voz:

—¿Es Sheila hija natural de su hermana?

Inmediatamente. Hardcastle apreció en la faz de su interlocutora una mezcla de consternación y alivio. Volvió a repetir pacientemente la pregunta.

—Sí, pero ella no lo sabe. Jamás se lo dije. Le hice saber, cuando tuvo uso de razón, que sus padres habían muerto muy jóvenes. Por eso… Bueno, usted se hará cargo…

—La comprendo, no se preocupe. Y le prometo guardar su secreto siempre y cuando de este aspecto de la vida de su sobrina no se deriven detalles decisivos para la buena marcha de nuestras indagaciones. Así pues, eludiré el tema ante Sheila.

—¿Quiere usted decir que no necesitará revelarle nada?

—No, mientras no sea absolutamente necesario, como ya le he indicado. Lo más probable es que esta faceta de nuestra conversación no trascienda. Ahora bien, me es preciso ponerme al corriente de los hechos restantes que usted conoce de índole familiar.

—Le agradezco mucho su actitud. Este asunto me traía desvelada, más que ninguna otra cosa. Verá usted… Mi hermana fue la hermana más inteligente de la familia. Era profesora. Dotada de una gran vocación, gozaba de gran prestigio entre sus compañeras. La respetaban mucho. Era la última persona en quien pudiera pensarse que…

El inspector hábilmente interrumpió a la señora Lawton.

—La comprendo. Suele suceder todo así, a veces. Entonces conoció a ese hombre, al señor Webb…

—No supe su apellido nunca. Jamás crucé una palabra con él. No llegué a conocerle. Pero mi hermana fue en busca mía, explicándome lo que había ocurrido. Esperaba un hijo y el individuo en cuestión no podía o no quería —siempre ignoré el porqué—, casarse con ella. Mi hermana era ambiciosa… De haberse divulgado la historia hubiera tenido que renunciar a su empleo. Naturalmente, yo le contesté que estaba dispuesta a ayudarla.

—¿Dónde se encuentra su hermana en la actualidad, señora Lawton?

—No lo sé. No tengo la menor idea.

—Pero vive, ¿verdad?

—Eso supongo.

—¿Y no se ha mantenido en contacto con ella?

—Así lo quiso… Mi hermana pensó que lo más conveniente para ella y para la criatura era desaparecer. Tal fue el acuerdo que tomamos. Las dos contábamos con una pequeña renta que nuestra madre nos dejó. Ann me cedió su parte, con objeto de que la dedicara a la crianza y educación de su hija. Me anunció que continuaría ejerciendo su profesión, aunque pensaba ofrecer sus servicios a otra entidad. Creo que abrigaba el proyecto de marcharse al extranjero, cambiando su puesto por el de otra compañera. Quería irse a Australia… Le he contado todo lo que sé sobre el particular, inspector.

Hardcastle miró pensativamente a la señora Lawton. ¿Era realmente esto todo lo que sabía? No podía formularse a sí mismo una respuesta cierta a tal pregunta. Daba la impresión, eso sí, de haberse expresado con sinceridad. Pese a la brevedad de las alusiones a su hermana, el inspector creía ver detrás de aquellas palabras una fuerte personalidad, una mujer llena de energía y amargura. Tratábase de un ser que no estaba dispuesto a malograr su vida por haber cometido un error. Ciñéndose a lo práctico exclusivamente, había facilitado los medios para el mantenimiento y formación de su hija. Desde aquel momento había cortado radicalmente toda relación con el pasado, iniciando una nueva existencia.

Semejante actitud con respecto a la criatura era explicable en cierto modo, pero, ¿qué había pensado en relación con su hermana? Hardcastle declaró:

—Parece extraño que su hermana no procurara mantener contacto con usted. A este fin, con una carta de vez en cuando hubiera tenido bastante. Por tan sencillo procedimiento se hubiera enterado de los progresos de su hija.

La señora Lawton movió la cabeza, sonriendo débilmente.

—De haber conocido usted a Ann no diría eso. Cuando tomaba una decisión ésta tenía siempre el carácter de irrevocable. Y pasaba también que nosotras nos hallábamos algo distanciadas. Yo era mucho más joven que ella… Doce años me llevaba.

—¿Su esposo qué dijo ante la forzada adopción de Sheila?

—Por entonces yo había enviudado ya. Me casé muy joven y mi marido murió en la guerra. En aquella época nosotros teníamos un pequeño negocio, una pastelería.

—¿Dónde? No sería aquí, en Crowdean, supongo.

—No. Vivíamos por aquellas fechas en Lincolnshire. En el transcurso de unas vacaciones vine aquí una vez. Me gustó esto tanto que vendí la tienda para venirme a vivir a Crowdean. Más adelante, cuando Sheila entró ya en edad escolar, me coloqué en «Roscoe & West», los famosos comerciantes de tejidos. Aún trabajo para ellos. Son una gente muy agradable.

Hardcastle se puso en pie.

—Muchísimas gracias, señora Lawton, por su atención, por haberme hablado también con tanta franqueza.

—De esto no dirá usted ni una sola palabra a Sheila, ¿verdad, inspector?

—En efecto, a menos que sea absolutamente necesario, lo cual ocurrirá sólo en el caso de que determinados detalles pertenecientes al pasado tengan relación con el crimen cometido en la casa número diecinueve de Wilbraham Crescent, cosa bastante improbable —Hardcastle sacó la fotografía que había estado mostrando a todos aquellos con quienes iba hablando, enseñándosela ahora a su interlocutora—. ¿Tiene usted idea de quién puede ser este hombre?

La mujer cogió la cartulina, examinando atentamente el rostro de la víctima.

—Estoy segura de no haber visto jamás a este hombre. No creo que viviera por este distrito. De haber sido así le reconocería. Le habría visto alguna vez en la calle, en el autobús, en cualquier sitio por el estilo… Desde luego… —La señora Lawton volvió a estudiar la fotografía. Guardó silencio un instante, para decir a continuación—: A mi juicio es un hombre de irreprochable aspecto. Un caballero es lo que a mí me parece. ¿No opina usted igual?

El vocablo, algo en desuso, un poco pasado de moda, sonaba con extraordinaria naturalidad en los labios de la señora Lawton. «Una mujer educada en el campo —pensó Hardcastle—. En ese ambiente todavía acostumbran a expresarse así». Miró la foto de nuevo, diciéndose muy sorprendido que no había llegado a formularse una idea semejante a la de la tía de Sheila. ¿Tan irreprochable era su aspecto, como para llamar la atención de aquélla? En esta línea de pensamientos, él precisamente había seguido una dirección contraria. Sus suposiciones podían ser inconscientes, sí, pero también cabía la posibilidad de que hubiesen sido influidas por la tarjeta descubierta en el bolsillo de la víctima, en la que figuraba un nombre, unas señas, una actividad profesional, todo ello, evidentemente, falso. Existía otra explicación: la tarjeta podía ser de un fingido agente de seguros. Quizás éste la hubiese introducido entre las ropas del cadáver. Tal giro tornaba el problema más difícil. Hardcastle consultó su reloj nuevamente.