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—No está bien que la entretenga más tiempo y puesto que su sobrina no ha vuelto todavía…

La señora Lawton, a su vez, echó un vistazo al reloj de la chimenea. «Gracias a Dios, en este cuarto no hay más que un reloj», pensó el inspector involuntariamente.

—Si, es tarde —observó—. Me sorprende un poco esto… Menos mal que Edna decidió marcharse en lugar de esperarla.

Viendo una expresión de extrañeza en el rostro de Hardcastle, la mujer agregó:

—Estoy hablando de una de las compañeras de Sheila. Vino aquí para verla esta tarde. Después de esperarla un poco decidió irse. No podía aguardar aquí más tiempo. Estaba citada con no sé quién. Dijo que volvería mañana o cualquier otro día.

De pronto el inspector se acordó. ¡La chica que viera en la calle! Ya sabia por qué razón había pensado en seguida en unos zapatos femeninos, una idea, a primera vista, absurda. Sí, no cabía duda alguna. Era la joven que le había recibido en el «Cavendish Bureau», la muchacha que en el instante de salir del local sostenía entre sus manos un zapato con el largo tacón desprendido, aquélla que, apurada, había preguntado a sus compañeras cómo se las arreglaría para regresar a su casa. Era una joven de aspecto corriente, escasamente atractiva, que hablaba paseándose continuamente un caramelo de un lado a otro de la boca. Ella le había reconocido al pasar a su lado. Había vacilado un momento, como si hubiera pensado por un segundo hablarle…

Hardcastle se preguntó qué tendría que decirle. ¿Deseaba explicarle acaso por qué visitaba a Sheila Webb? ¿Habría pensado la chica que él esperaba que le contase alguna cosa? El inspector preguntó a la señora Lawton:

—Esa muchacha, ¿es muy amiga de su sobrina?

—No mucho, realmente —contestó la tía de Sheila—. Trabajaban en el mismo sitio y mantienen las relaciones normales propias en tal caso. Edna es una joven sin personalidad. Nada brillante, creo que son escasos los puntos de contacto que puede haber entre las dos. Pues sí… Yo me pregunté por qué tendría tanto interés por ver a Sheila esta noche. Me dijo que era algo que ella no acertaba a comprender y deseaba que mi sobrina se lo explicara.

—¿No concretó más?

—No. Manifestó que a su parecer no tenía mucha importancia.

—Bien, señora Lawton. Debo irme ya.

La mujer frunció el ceño, preocupada:

—Es raro que Sheila no haya telefoneado. Siempre lo hace cuando se entretiene más de la cuenta, frecuentemente el profesor la obliga a que se quede a comer. Bueno… Lo más seguro es que llegue de un momento a otro. La gente forma colas interminables en las paradas de autobuses, y el «Curlew Hotel» queda a bastante distancia de aquí. ¿No quiere dejar ningún recado para Sheila?

—No, no, gracias —repuso el inspector. Al salir del piso, éste inquirió:

—¿Quién escogió los nombres de Rosemary y Sheila que lleva su sobrina? ¿Usted o su hermana?

—Nuestra madre se llamaba Sheila. El nombre de Rosemary fue escogido por mi hermana. Un nombre, este último, de novela rosa o de cuento infantil, fantástico… Sin embargo, Ann no era propensa a las fantasías ni a los sentimentalismos.

—Bien. Adiós, señora Lawton.

Cuando Hardcastle dejaba la entrada de la casa, pensó: «Rosemary…, ¿por qué? ¿Quería fijar así un recuerdo esa mujer? ¿Un recuerdo romántico? ¿Algo… completamente distinto?»

Capítulo XIII

NARRACIÓN DE COLIN LAMB

Subía por Charing Cross Road y me adentré en el laberinto de calles que serpenteaban entre New Oxford Street y Covent Garden. Encuéntranse por allí todo género de establecimientos: hay tiendas de antigüedades, «hospitales» de muñecas, locales en que lo mismo se vende una zapatilla de ballet que artículos comestibles de procedencia extranjera…

Me resistí al señuelo de las vitrinas de un «hospital» de muñecas, saturado de ojos de cristal azules o castaños, llegando por fin a la meta que me había propuesto alcanzar. Tratábase de una pequeña y desaseada tienda, una librería concretamente, situada en una calleja lateral que no quedaba muy lejos del Museo Británico. Observé los anaqueles llenos de los libros de costumbre. Había allí novelas viejas, obras antiguas de texto y rarezas de diversas clases con sus rótulos indicadores de los precios respectivos, bajos, naturalmente. Descubrí ejemplares que tenían todas sus páginas y algunos con la encuadernación intacta, los cuales constituían verdaderas excepciones.

Entré de lado en el «establecimiento». Había que hacer eso para pasar al interior. Los libros, día a día, iban suponiendo un obstáculo mayor, que dificultaba el acceso al local desde la calle. Dentro, aquéllos se habían adueñado de casi todo el espacio disponible. Evidentemente, se multiplicaban carentes de unas manos cuidadosas que impusiesen un poco de orden. Entre los estantes quedaban unos pasillos tan estrechos que costaba bastante trabajo deslizarse a lo largo de los mismos. Todas las superficies, por reducidas que fuesen, aparecían ocupadas. Los libros formaban unas columnas que desde las mesitas y los estantes superiores aspiraban visiblemente a llegar al techo.

En un rincón, sentado en una banqueta, cercado por sus artículos, había un viejo de faz grande y aplanada que recordaba la cabeza de un pez, tocado por un sombrero. Notábase en él el aire de la persona que, empeñada en una lucha desigual, se ha dado de antemano por vencida. Había intentado denodadamente imponerse a sus libros, pero éstos habían podido más que él. Era una especie de Rey Canuto del mundo del libro, declarándose en retirada frente a aquella oleada de letra impresa. De haber adoptado otra actitud, el señor Soloman, propietario del local, hubiera obtenido idénticos resultados. El hombre me reconoció en seguida. La severa expresión de su cara de pez se ablandó levemente y aquél hizo un gesto de asentimiento a modo de saludo.

—¿Ha conseguido usted algo de lo que a mi me interesa? —le pregunté.

—Tendrá que echar un vistazo por aquí, señor Lamb. ¿Continúa interesándose por las algas marinas?

—Así es.

—Ya sabe usted entonces dónde están esos libros. Biología marina, fósiles, obras sobre la Antártida: segundo piso. Anteayer recibí un nuevo paquete. Comencé a examinar el contenido, pero no pude terminar… Los descubrirá en un rincón.

Siempre caminando de lado, me acerqué a una minúscula y desvencijada escalera, llena de polvo, que arrancaba de la parte posterior de la librería. En el primer piso habían sido reunidas las obras referentes a los países orientales, publicaciones de Arte, Medicina y clásicos franceses. Había allí un cuarto al que no tenía acceso todo el público, destinado a los bibliófilos, en el que se guardaban volúmenes «raros» o «curiosos». Proseguí mi ascensión hasta el segundo piso…

De una manera más bien inadecuada se hallaban aquí clasificados los libros sobre Arqueología e Historia Natural. Me deslicé por entre varios estudiantes, unos militares viejos y dos o tres pastores y dando la vuelta a una estantería me acerqué a un rincón en el que vi algunos paquetes de libros en el suelo, parte de los cuales habían sido abiertos. Me enfrenté con un obstáculo: una pareja de estudiantes que olvidados del mundo permanecían estrechamente abrazados en un ángulo favorecido por las sombras. Al verme se turbaron mucho. Ni él ni ella sabían a donde mirar.

—Dispensen —les dije, empujándoles decidido a un lado.

Luego levanté una cortina que disimulaba una puerta e introduciendo la llave que saqué de uno de mis bolsillos en su cerradura abrí aquélla. Me encontré en un vestíbulo de desconchadas paredes, de las cuales colgaban cuadros con temas relativos al ganado de las Tierras Altas de Irlanda. Vi otra puerta con un tirador deslumbrante, muy pulido. Dejé caer el limpio picaporte y la puerta se abrió, quedando yo frente a una mujer ya anciana, de blancos cabellos, armada con unos impertinentes de viejísima traza, la cual vestía una falda negra y una inapropiada blusa muy holgada, a rayas azules.