Levanté la vista hacia los números de las casas frente a las cuales estaba pasando en aquellos momentos: 24, 23, 22, 21, «Diana Lodge» (presumiblemente el 20, con un gato color naranja pasándose las manos por el hocico, en la parte de la valla), el 19…
La puerta de la casa que tenía este número se abrió inopinadamente y por ella salió corriendo, en dirección al sendero, una muchacha que daba la impresión de ser impulsada por un cohete. Su semejanza con éste aparecía realzada por el prolongado chillido que acompañaba su avance. Era un alarido agudo, ensordecedor, singularmente inhumano. A la altura de la puerta exterior la joven se me echó encima, con tal violencia que estuvimos a punto de rodar los dos por el suelo. Pero no fue sólo el tropezón… La chica se aferró desesperadamente a mis brazos, poseída de un loco frenesí.
—Quieta —le dije cuando conseguí recuperar el equilibrio, sacudiéndola ligeramente—. Vamos, serénese.
La joven obedeció. Continuaba agarrada a mí, pero había cesado de gritar. Abría la boca angustiada, sollozando ahogadamente.
No puedo decir que mi reacción fue muy brillante. Le pregunté si le ocurría algo. Reconociendo que mi pregunta era obvia, quise enmendarla.
—¿Qué le ocurre?
La muchacha hizo una profunda inspiración.
—¡Allí! ¡Allí! —exclamó señalando hacia la casa.
—Siga, siga…
—Hay un hombre tendido en el suelo… muerto… La mujer iba a tropezar con él.
—¿Quién era? ¿Por qué iba a tropezar con él?
—Creo, creo que es ciega. Y ese hombre tiene las ropas manchadas de sangre.
La joven fijó la mirada en su vestido, soltando uno de mis brazos.
—También hay manchas de sangre en mi vestido —añadió.
—En efecto —yo mismo acababa de advertir algo raro en una de las mangas de mi chaqueta—. Ahora yo me encuentro en ese caso. Fíjese… —suspiré, procurando considerar la situación con frialdad—. Será mejor que me lleve ahí dentro, que me enseñe…
Pero ella comenzó a temblar de nuevo.
—No puedo, no puedo… No volveré a entrar ahí.
—Tal vez ese proceder sea el más sensato.
Miré a mi alrededor. No descubrí ningún sitio adecuado para dejar a una chica que estaba a punto de desmayarse. La deposité suavemente en el suelo, colocándola con la espalda apoyada en los hierros de la pequeña cerca.
—Quédese ahí hasta que yo vuelva. No tardaré mucho. No se mueva. No le pasará nada. Inclínese hacia delante. Descanse la cabeza sobre las rodillas si siente algo raro.
—Creo… creo que me encuentro mejor ya.
No parecía muy convencida, sin embargo. Yo no quise prolongar más tiempo aquella conversación. Procuré tranquilizarla dándole unas palmaditas de consuelo en un hombro y me dirigí hacia la entrada de la casa. Crucé el umbral, vacilando un momento al llegar al vestíbulo. Me asomé a una habitación que quedaba a la izquierda y resultó ser el comedor, vacío en aquellos instantes, pasando luego al cuarto opuesto…
Lo primero que vi fue una mujer ya entrada en años, de grises cabellos, quien se encontraba sentada en una silla. Aquélla volvió la cabeza con rapidez al entrar yo.
—¿Quién es?
Me di cuenta inmediatamente de que la mujer era ciega. Sus ojos, que parecían mirarme a mí, se hallaban en realidad orientados hacia mi oreja izquierda.
No anduve con rodeos.
—De esta casa salió hace unos minutos una joven gritando. Me aseguró que había visto el cadáver de un hombre.
Mis palabras, noté, parecían absurdas… No era posible que allí, en aquella aseada habitación, donde se encontraba una mujer, serena, tranquilamente sentada en una silla, hubiera ningún cadáver. Contemplé la figura de la desconocida, con las manos plegadas sobre el regazo, poseída de una extraña calma. Pero su respuesta no se hizo esperar.
—Detrás del sofá —manifestó.
Me desplacé unos centímetros en aquella dirección. Y entonces vi al hombre… Tenía los brazos extendidos. Sus vidriosos ojos daban la impresión de estar contemplando el charco de sangre…
—¿Cómo ha pasado esto?
—Lo ignoro.
—Pero, seguramente… ¿De quién se trata?
—No tengo la menor idea.
—Debemos llamar a la policía —eché un vistazo en torno a mí—. ¿Dónde para el teléfono?
—No tengo teléfono.
Me acerqué a mi lacónica interlocutora.
—¿Vive usted aquí? ¿Es ésta su casa?
—Sí.
—¿Quiere referirme lo sucedido?
—Desde luego. Regresaba de hacer unas compras… —fijé la vista en el gran bolso que había sobre una de las sillas situadas junto a la puerta—. Entré en la casa… Me di cuenta de que había alguien aquí. Los ciegos advertimos fácilmente estas cosas. Hice una pregunta en voz alta… No oí otra cosa que la agitada respiración de una persona. Me dirigí hacia ella… Luego percibí un grito. Alguien me habló de un cadáver, de que iba a tropezar con él… A continuación el grito de antes se perdió más allá de estas paredes.
Asentí. Los relatos de las dos mujeres coincidían.
—¿Qué hizo usted después?
—Avancé cuidadosamente, hasta que mis pies hallaron un obstáculo.
—¿Y luego?
—Me arrodillé. Mi mano entró en contacto con otra, perteneciente a un hombre. Estaba fría… Tanteé inútilmente sus muñecas, en busca del pulso… Me levanté, sentándome en esta silla, esperando. Alguien se acercaría a la casa. La joven, quienquiera que fuese, daría la voz de alarma, pensé. Me dije que sería mejor que no abandonara la casa.
Me dejó profundamente impresionado la extraordinaria calma de aquella mujer. No había gritado a impulsos del miedo, ni echado a correr por la casa, presa del pánico, un pánico muy explicable además. Había decidido esperar, sencillamente. Era esto también lo más sensato, pero de todos modos tenía que haberse esforzado mucho para contenerse.
—¿Quién es usted? —me preguntó.
—Me llamo Colin Lamb. Pasaba por aquí casualmente.
—¿Dónde se encuentra la joven?
—La dejé junto a la puerta exterior. Se halla aún bajo los efectos de la tremenda impresión sufrida. ¿Cuál es el teléfono más próximo a esta casa?
—Hay una cabina pública a unos cincuenta metros de la entrada, al volver la esquina de la calle, justamente.
—Es cierto. Recuerdo haber pasado ante ella. Iré allí. He de llamar a la policía. Se…
Vacilé. Iba a preguntarle: «¿se queda usted aquí, entretanto?», o «¿No le importa continuar esperando en esta habitación?»
La mujer le relevó de la obligación de pronunciar una de esas dos frases.
—Sería mejor que hiciera entrar a esa chica —opinó, decidida.
—No sé sí querrá.
—No hay por qué hacerla pasar a esta habitación. Instálela en el comedor, al otro lado del vestíbulo. Dígale que voy a hacer un poco de té.
La mujer se levantó acercándose a mí.
—Pero…, ¿podrá usted…?
Una débil sonrisa flotó unos segundos en aquel rostro.
—Mi querido joven: llevo haciendo mis comidas catorce años, desde que me trasladé a esta casa. El ciego no tiene por qué ser un desvalido.
—Lo siento. Dije una estupidez. Tal vez fuera conveniente que me diera a conocer su nombre…
—Millicent Pebmarsh… Señorita…
Salí de la casa. Junto a la última puerta la joven levantó la vista a mi llegada, haciendo un esfuerzo para ponerse en pie.
—Me parece que estoy ya casi bien… La ayudé, contestándole animoso:
—¿Casi?
—Había… había un hombre muerto ahí dentro, ¿verdad?
Asentí.
—Desde luego. Me dirijo a la cabina telefónica para dar cuenta del hecho a la policía. En su lugar yo preferiría esperar dentro de la casa —levanté la voz para atajar su protesta—. Entre en el comedor… Queda a la izquierda del vestíbulo. La señorita Pebmarsh le está haciendo una taza de té.