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—¿Un haller checo? ¿Dónde lo halló usted?

—No fui yo quien lo encontró, pero sé que estaba en el jardín posterior de la casa número 19.

—Muy interesante. En su obsesión por las «crescents» y «medias lunas» es posible que llegue a alguna parte. —El coronel Beck añadió, pensativamente—: Existe una taberna llamada «The Rising Moon»[5] en una calle próxima a ésta. ¿Por qué no prueba su suerte allí?

—Visité ese local ya.

—Tiene usted siempre una respuesta a punto, ¿eh? —dijo el coronel—. ¿Quiere un cigarrillo?

—Muchas gracias. Hoy dispongo de poco tiempo.

—¿Se dispone a volver a Crowdean?

—Sí. Quiero asistir a la encuesta judicial.

—Ya verá como es aplazada. ¿Seguro de que no anda detrás de ninguna chica allí?

—Absolutamente seguro —respondí un tanto amoscado. Inesperadamente, el coronel Beck comenzó a reír, fijando su regocijada mirada en mí.

—Mire usted bien dónde pisa, hijo mío. Las faldas andan haciendo constantemente de las suyas. ¿Cuánto tiempo hace que la conoce?

—Le he dicho que no hay ninguna… Está bien. Hay una muchacha por en medio; la joven que descubrió el cadáver.

—¿Cuál fue su reacción al suceder eso?

—Gritar.

—Estupendo —comentó el coronel—. Como si lo viera: echó a correr en dirección a usted y reclinando la cabeza en su hombro le contó lo que había visto. ¿Fue así?

Repliqué fríamente:

—No sé de qué me está hablando. Eche un vistazo a todo esto. Saqué varias de las fotografías tomadas por los especialistas de la policía.

—¿Quién es este hombre?

—El asesinado.

El coronel Beck apartó la vista de las cartulinas para indicarme, muy serio:

—Diez contra uno a que esa muchacha que tan bien le ha caído es la autora del crimen. La historia que cuenta se me antoja falsa desde el principio hasta el fin.

—Aún no la ha oído usted. La verdad es que todavía no se la he contado.

—No necesito que me la refiera —repuso el coronel Beck, sacudiendo la ceniza de su cigarrillo—. Procure asistir a la encuesta, hijo mío, y no pierda de vista a la chica ¿se llama acaso Diana, o Artemisa, o algo que tenga relación con los semicírculos y las medias lunas?

—No.

—Está bien. ¡Recuerde que también puede darse tal posibilidad!

Capítulo XIV

NARRACIÓN DE COLIN LAMB

Había transcurrido bastante tiempo desde la última vez que estuviera en Whitehaven Mansions. Varios años atrás había sido un edificio de modernos pisos que destacaban en el lugar en que se encontraba emplazado. Ahora se hallaba flanqueado por otras construcciones más importantes y acordes con la moda. En el vestíbulo del inmueble noté que el ascensor había sido pintado recientemente, presentando las maderas líneas amarillas y verdes en tonalidades muy desvaídas.

Ya en el piso que buscaba oprimí el botón del timbre correspondiente al Apartamento número 203. Me abrió la puerta un servidor irreprochablemente vestido: George, quien me acogió con una amplia sonrisa.

—¡Señor Colin! ¡Cuánto tiempo sin verle!

—Pues es verdad, George. ¿Cómo estás?

—Muy bien, gracias, señor. Bajé la voz.

—¿Y él? ¿Cómo se encuentra él?

George bajó también la voz, cosa harto difícil porque, como siempre, se expresaba en el tono justo.

—A veces le veo ligeramente deprimido.

Asentí.

—¿Me hace el favor, señor? Por aquí… George cogió mi sombrero.

—Anúnciame, por favor, como el señor Colin Lamb.

—De acuerdo, señor.

El servidor abrió una puerta, diciendo con toda claridad:

—El señor Colin Lamb desea verle.

George retrocedió lentamente para dejarme entrar.

Mi amigo Hércules Poirot se encontraba sentado en su butacón de costumbre, delante de la chimenea. Observé que una de las barras de la estufa de infrarrojos eléctrica estaba roja a más no poder. Corrían los primeros días de septiembre. Hacía calor más bien. Pero Poirot era uno de los primeros hombres que se barruntaban y sentían la frialdad inicial del otoño, apresurándose a tomar las oportunas precauciones contra el mismo. A uno y otro lado de él tenía varios montones de libros. Sobre una mesa situada a su izquierda había aún más. Al alcance de la mano derecha tenía una taza de la cual se desprendía un líquido resultante de la ebullición de varias hierbas medicinales: una tisana. Poirot era aficionado a éstas y a menudo insistía en que le acompañara en sus degustaciones. A mí aquellos caldos me parecían nauseabundos. Además de producirme arcadas me causaban insoportable cosquilleo en la nariz.

—¡No se levante, por Dios, Poirot!

Pero mi amigo estaba ya en pie al pronunciar yo estas palabras, acercándoseme con los brazos abiertos.

—¡Vaya, vaya! Conque es usted, ¿eh?, mi joven amigo. Mi amigo Colin. Pero, ¿por qué ha agregado a su nombre el apellido Lamb? Déjeme pensar A este respecto circula por ahí un dicho o un proverbio… Algo relacionado con un carnero que se disfrazó de cordero[6]. No. Eso es lo que se dice aquí de las mujeres de edad que intentan aparecer más jóvenes de lo que en realidad son. Esto no le cuadra a usted. ¡Aja! Ya lo tengo. Usted es un lobo que se oculta tras la piel de una oveja. ¿Eh? ¿Qué tal?

—Ni siquiera es eso, amigo mío —respondí—. Sencillamente: dada la índole de mis actividades pensé que incurría en un error al utilizar mi apellido verdadero ya que me exponía a que alguien me relacionara con mi padre. Así nació Lamb, un vocablo breve, sencillo, fácil de recordar. Además, halagándome un poco, creo que se adapta a mi carácter.

—Yo no estoy tan seguro de ello —manifestó Poirot—. ¿Y cómo se encuentra mi buen amigo, su padre?

—El viejo se encuentra magníficamente. Muy ocupado con sus plantas. Los meses pasan con tal rapidez que jamás sé a ciencia cierta qué es lo que está cultivando…

—Así pues, ¿ha concentrado su atención en la horticultura, acaso?

—Todo el mundo parece inclinarse por esa afición u otra semejante al final.

—Exclúyame a mí —manifestó Hércules Poirot—. Una vez me dio por las calabazas, sí, pero ya no he vuelto a ocuparme de ellas. En cuanto a la jardinería se me ocurre: si uno quiere hacerse con las mejores flores, ¿por qué no ir a un buen establecimiento, a la floristería más indicada? Tengo entendido que mi buen superintendente se había aplicado a la tarea de escribir sus memorias. ¿Es verdad eso?

—Comenzó a hacerlo, pero luego observó que lo publicable resultaba tan insípido que no valía la pena tomarse tal molestia.

—Sí, es preciso ser discreto. Una lástima porque su padre hubiera podido relatar cosas muy sustanciosas. Yo le admiro, sinceramente. Le admiré siempre. ¿Sabe usted? Sus métodos suscitaron mi interés desde el primer momento de nuestra relación. Supo manejar como nadie el factor evidente. Montaba la trampa, una trampa evidentísima, demasiado clara, a la que todo el mundo oponía reparos, precisamente porque saltaba a la vista… Pero el criminal, evidentemente también, acababa por caer en ella, no se le escapaba nunca.

Me eché a reír.

—Actualmente los hijos no suelen confesar su admiración por sus padres. Es una concreta faceta de la actividad humana, la mayoría prefiere sentarse ante sus mesas, pluma en mano, previamente cargada de veneno, e ir recordando mezquindad tras mezquindad y tontería tras tontería, vertiendo el triste fruto de su imaginación en las cuartillas. Por lo que a mí respecta, debo confesar que mi padre me inspira auténtica admiración ¡Ojalá llegara a ser como él algún día! Claro que yo he tomado otra orientación.

—La cual está relacionada con la de mi buen amigo —opinó Poirot—. Estrechamente relacionada, si bien usted se ve obligado a moverse entre bastidores mientras que él actuaba ante el público —Hércules Poirot tosió levemente—. Creo que he de felicitarle por su último triunfo, ¿no? Me refiero al affaire Larkin.