—Supongo que siempre logrará salirse con la suya —señalé.
Poirot se mostró sincero.
—Siempre no —admitió—. Ocurre que al cabo de algún tiempo uno se da cuenta de la semejanza existente entre los distintos libros de dicho autor. Las coartadas se parecen siempre en el fondo, aunque se refieren a cosas distintas. Mon cher Colin: me imagino a Cyril Quain sentado frente a la mesa de su despacho, fumando una pipa, tal como se ve en las fotografías, rodeado de sus obras de consulta, de folletos de vías aéreas, de horarios y guías de todas clases y procedencias… Debía conocer, incluso, las rutas marítimas. Usted dirá lo que quiera, Colin, pero el trabajo de Cyril Quain está presidido por el orden y el método.
Hércules Poirot se olvidó de Quain para coger otro libro.
—Aquí tenemos ahora a Garry Gregson, un prodigioso escritor de novelas de emoción e intriga. Creo que llegó a publicar unas sesenta y cuatro. Con respecto a Quain viene a ser el polo opuesto. En los libros de aquél no sucede nada; en los de Gregson ocurren demasiadas cosas. Ocurren de una manera inadmisible muchas veces y en aluvión, revueltas. Todas son de un tono subido. Se trata de una especie de melodrama agitado. Hay sangre, cadáveres, pistas, emociones amontonadas… Todo es sensacional, espeluznante, en esos libros. No hay nada que recuerde la vida tal y como es ésta. Usted diría que las obras de Gregson no son, por ejemplo, como mi taza de té. Tiene usted razón. Aquéllas recuerdan más bien uno de esos cócteles americanos de oscuro origen, compuestos con ingredientes sospechosos.
Poirot suspiró, hizo una pausa y continuó con su discurso.
—Volvamos la mirada hacia América —cogió uno de los libros del montón que tenía a su izquierda—. Le ha llegado el turno a Florence Elks. También, al igual que Quain, trabaja con método, escribiendo páginas saturadas de acontecimientos llenos de color, apuntados con sagaz intención. Es alegre y viva. Esa dama posee buen juicio, si bien como les sucede a numerosos escritores americanos, se halla un poco obsesionada con la bebida. Yo soy, como usted sabe, mon ami, un excelente catador de vino. Siempre me ha producido una gran satisfacción comprobar que un clarete o un borgoña introducidos en una historia de esta clase han llegado a ella con todos los honores de la autenticidad: con la anotación de la cosecha correspondiente. En cambio no me interesa, en absoluto, saber la cantidad de whisky o de aguardiente de maíz que consume un detective americano a lo largo de una de esas novelas del tipo mencionado que nos envían desde el otro lado del mar. El hecho de que el héroe ingiera un cuarto o medio litro de alcohol periódicamente, alcohol que saca de uno de los cajones de la cómoda que tiene en el dormitorio, me parece que no afecta en nada a la historia en curso. La cuestión de la bebida en los libros americanos significa tanto como la cabeza del rey Charles para el pobre señor Dick cuando intentó escribir sus memorias. Le resultaba imposible evitar que figurara en el cuadro que se disponía a pintar.
—¿Qué me dice usted acerca de la escuela de los «duros»? —inquirí.
Poirot agitó una mano desechando la idea con la misma viveza con que hubiera espantado un inoportuno mosquito.
—¿La escuela de la violencia por la violencia? ¿Y desde cuándo ha tenido eso interés? Yo he presenciado muchas escenas de ese carácter en los primeros tiempos de mi carrera, como agente de policía. ¡Bah! Eso es lo mismo que si leyera un libro de texto de Medicina. Tout de même, sitúo a la novela policíaca americana en lugar preeminente. La estimo más ingeniosa, más imaginativa que la inglesa. El ambiente resulta menos sobrecogedor que el que se respira en las obras de la mayor parte de los escritores franceses. Ocupémonos, por ejemplo, de Louisa O'Malley…
Hércules Poirot buscó otro libro.
—Esta mujer escribe con la corrección de un erudito. Y, no obstante, provoca en sus lectores una gran emoción en marcha ascendente, cuidadosamente graduada. Esas mansiones neoyorquinas de muros color pardo rojizo… ¿Dónde radican exactamente? Pienso en los apartamentos que describe nuestra autora, en los esnobismos de sus personajes. Soterradas, discurren por insospechados cauces las corrientes que conducen al crimen. Pudo haber sucedido todo tal como ella nos lo cuenta y así ocurre. Esta Louisa O'Malley es excelente, magnífica. De veras.
Poirot suspiró. Echando hacia atrás la cabeza se bebió lo que quedaba en la taza de su tisana.
—Y luego… están los favoritos de todas las épocas.
Mi amigo buscó un nuevo libro.
—Las aventuras de Sherlock Holmes —murmuró admirativamente, para añadir en seguida, con devoción, una sola palabra—: Maître!
—¿Sherlock Holmes? —inquirí.
—¡Oh, no! ¡Sherlock Holmes, no! Mi exclamación iba dirigida a su creador, a Sir Arthur Conan Doyle. Estas historias de Sherlock Holmes que todos conocemos se componen de elementos un tanto traídos por los pelos en realidad. Hay no pocas cosas falaces en ellas y se desarrollan de una manera artificiosa. Quería referirme al arte con que fueron escritas… ¡Ah! Esta es otra cuestión. En las páginas de Conan Doyle se paladea un lenguaje de buena ley. Y, sobre todo, hay que mencionar ese magnífico personaje que es el doctor Watson, una verdadera creación. He ahí uno de los éxitos indiscutibles de nuestro escritor.
Mi amigo, en virtud de una asociación de ideas, añadió:
—Ce cher, Hastings… Mi amigo Hastings, del cual usted me ha oído hablar con frecuencia. Hace tiempo que no he tenido noticias de él. ¡Qué decisión tan absurda la suya, al sepultarse en un país sudamericano, en un continente en el que cada día hay una revolución!
—Eso no ocurre solamente en Sudamérica hoy —observé—. Actualmente se registran revoluciones en todo el mundo.
—No vayamos a ponernos a discutir ahora sobre la bomba atómica, amigo mío. Puesto que no podemos alterar ciertas cosas, dejémoslas como están.
—La verdad es que vine a hablar con usted de otra cuestión que nada, absolutamente, tiene que ver con aquélla.
—¡Ah! Va usted a contraer matrimonio, ¿verdad? Me alegro, mon cher, me alegro mucho.
—¿Qué diablos le ha hecho pensar en eso, Poirot? No se trata de tal asunto, ¡ni hablar de ello!
—¡Hombre! Todos los días ocurren cosas como ésa.
—Es posible —repuso con firmeza—, pero no a mí. Yo quería decirle que andaba ocupado con un pequeño problema criminal.
—¿Sí? ¿Un problema criminal, ha dicho? Y ha venido usted a exponerme el caso. ¿Por qué?
—Pues… —yo me sentía ligeramente embarazado—. Pensé que le agradaría conocerlo.
Poirot me estudió unos segundos. Luego se acarició el bigote con cuidado, para contestarme, a su manera, finalmente:
—El amo suele ser cariñoso con él perro. A veces le arroja una pelota. También el animal es capaz de mostrarse afectuoso con su dueño. El perro mata un conejo o una rata y corre en busca de su amo, depositando la caza a sus pies. ¿Y qué hace entonces? Sencillamente: menear el rabo.
Sin poderlo remediar, me eché a reír.
—¿Y estoy yo ahora moviendo el rabo?
—Creo que sí, amigo mío. Sí, creo que sí.
—De acuerdo. ¿Qué dice ahora el amo? ¿Desea examinar la caza? ¿Quiere saberlo todo?
—Por supuesto. Ha venido a hablarme de un crimen que usted piensa que despertará mi interés, ¿no es así?
—Lo malo del caso es que no hay una sola cosa en él que tenga sentido.
—Imposible —comentó Poirot—. Todo tiene sentido, absolutamente todo.
—Bueno, pues intente sacar consecuencias de lo que voy a referirle. Yo no lo he logrado. He de advertirle que esto no es nada que me afecte a mí directamente. He tenido intervención en el asunto por casualidad. Tenga presente que el misterio puede que se desvanezca en cuanto el cadáver sea identificado.