—Habla usted sin método ni orden —señaló Poirot severamente—. Le ruego que me ponga al corriente de los hechos. Me ha dicho que se trata de un crimen, ¿verdad?
—Efectivamente. La víctima es un hombre.
Le describí con todo detalle los acontecimientos que habían tenido por escenario la casa número 19 de Wilbraham Crescent. Hércules Poirot se recostó en su butacón, cerrando los ojos. Mientras estuvo escuchando mi narración no cesó un momento de dar golpecitos en el brazo de su sillón con el dedo índice de la mano derecha. Al callar yo también, él guardó silencio. Después me preguntó, sin abrir los ojos:
—Sans blague?[7]
—¡Oh, no, en absoluto! —respondí.
—Epatant —manifestó Hércules Poirot.
Pareció saborear la palabra repitiéndola sílaba tras sílaba. E-pa-tant. Tras esto continuó golpeando suavemente.
—Bueno —inquirí impacientemente, después de haber aguardado unos segundos más—, ¿qué tiene usted que decir de todo esto?
—Pero, ¿qué quiere que diga?
—Desearía que me diese la solución del problema. De sus manifestaciones, a lo largo de otras charlas, he deducido que usted cree posible lograr hallar aquélla sin más trabajo que el de tenderse en un sillón reflexionando intensamente. Usted ha sostenido siempre que no es preciso andar de acá para allá haciendo preguntas a la gente o buscando pistas.
—Desde luego, es una teoría que he defendido siempre.
—En esta ocasión le he cogido la palabra. Ya le he dado a conocer los hechos. Ahora déme usted la respuesta.
—Sin más, ¿eh? Aún se desconocen muchas cosas, mon ami. Nos hallamos solamente en el principio, ¿no es así?
—Insisto pese a todo en que me diga algo.
Hércules Poirot reflexionó un instante.
—Una cosa es evidente —dijo—. Debe tratarse de un crimen muy simple.
—¿Simple? —repetí desconcertado.
—Naturalmente.
—¿Por qué tiene qué ser simple?
—Por una razón: por su compleja apariencia. ¿No lo comprende?
—Creo que no.
—Es curioso —musitó Poirot—. Todo lo que usted me ha contado… Estoy casi seguro de que los hechos que acaba de referirme me son vagamente familiares. Ahora bien, donde, cuando he tropezado con un tema similar…
Poirot se interrumpió.
—Su memoria tiene que ser forzosamente un vastísimo depósito de crímenes. Pero, por supuesto, no puede recordarlos todos, ¿es cierto?
—Así es, desgraciadamente. No obstante, en ocasiones, tales similitudes suelen ser útiles. En Lieja vivió hace tiempo un fabricante de jabones. El hombre envenenó a su esposa al objeto de contraer matrimonio con una rubia taquimecanógrafa. Quedaron establecidas determinadas características. Años después, muchos años después, se dieron una serie de circunstancias parecidas. Esta vez fue un asunto relacionado con el robo de un perrito pequinés. ¡Ah! Pero el modelo era el mismo. Recurrí al equivalente, a aquel del que fueran protagonistas la rubia taquimecanógrafa y el fabricante de jabones. Y entonces, voilá! Así es como vienen a uno esas impresiones. Me ha parecido reconocer determinados detalles en lo que me acaba de contar.
—¿Se refiere a los relojes? —sugerí esperanzado—. ¿A los falsos agentes de seguros?
—No, no.
—¿Ha pensado en las mujeres ciegas?
—No, no, no. Por favor, no embrolle mis ideas.
—Me desconcierta usted. Poirot —le dije—. Esperaba que me diese la respuesta ansiada inmediatamente.
—Pero, amigo mío, hasta el momento presente usted no me ha facilitado más que un modelo. Aún hay que averiguar muchas cosas. Es de suponer que ese hombre acabe siendo identificado. Esa es una labor en la que la policía se ha mostrado siempre competente. Esta posee unos archivos muy completos; está facultada para publicar en todos los periódicos la fotografía de la víctima; conoce las listas de personas desaparecidas; posee laboratorios capaces de proceder a un examen científico de las ropas, etcétera, etcétera. ¡Oh, sí! La policía dispone de grandes medios para realizar su labor. No hay que dudarlo un momento, ese hombre será identificado.
—De modo que por el momento no hay nada que hacer. ¿Es eso lo que usted piensa?
—Siempre hay algo que hacer —manifestó Hércules Poirot gravemente.
—¿Por ejemplo?
Poirot levantó un dedo.
—Hablar con los vecinos.
—Ya lo he hecho. Acompañé a Hardcastle cuando éste fue a interrogarles. No conseguimos ningún informe especialmente provechoso.
—¡Ah! Eso es lo que ustedes creen. Pero yo les aseguraría lo contrario. Usted va a esas personas para preguntarles: «¿Ha visto algo sospechoso?» En cuanto le respondan que no, usted cree que ya está todo hecho. No me refería a eso al recomendarle que charlara con los vecinos. Quería sugerirle la conveniencia de lograr por todos los medios que ellos les hablaran a ustedes. En una u otra entrevista, inevitablemente, hallarían una pista. Esa gente sacará a colación el tema de la jardinería, de los perritos domésticos, de las peluqueras, modistas, de las amistades de uno y otro sexo, de la cocina… Entre tanta palabrería vana siempre se da con un vocablo revelador, que arroja un foco deslumbrante de luz sobre el problema. Me ha dicho que no lograron nada provechoso como consecuencia de sus entrevistas. Yo sostengo que eso no puede ser. Si usted pudiera repetirme esos diálogos palabra por palabra…
—Puedo hacerlo, desde luego —declaré—. Tomé notas taquigráficas de cuanto oí mientras representaba el papel de agente, las cuales transcribí, siendo mecanografiadas posteriormente. Se las he traído. Aquí las tiene.
—¡Ah, qué buen chico es usted! De veras, ¿eh? Ha procedido usted pero que muy bien. Je vous remercie infinitment.
Me sentía un poco embarazado.
—¿Se le ocurren a usted más sugerencias? —le pregunté.
—Sí. Siempre hay algunas sugerencias que formular. Veamos lo de la chica… Hable con ella. Vaya a verla. Ya son ustedes amigos, ¿verdad? ¿No se arrojó a sus brazos cuando salía huyendo aterrorizada de la casa en que se cometió el crimen?
—La lectura de las obras de Garry Gregson ha influido en usted —observé—. Se expresa ya en un estilo melodramático.
—Tal vez tenga usted razón —admitió Poirot—. Los libros que uno lee con preferencia influyen inevitablemente en nosotros.
—En cuanto a lo de la muchacha… —comencé a decir, haciendo en seguida una pausa.
Poirot me miró inquisitivamente.
—¿Qué?
—No me gustaría… No quiero que…
—¡Ah, vamos! Allí, en lo más recóndito de su mente, usted piensa que la joven está complicada de un modo u otro en el caso.
—No, no. Fue una pura casualidad que ella estuviera en la casa…
—No, mon ami, nada de casualidad. Eso lo sabe usted perfectamente. Me lo ha dicho hace unos instantes. Alguien solicitó sus servicios por teléfono, preguntando por la muchacha además.
—Es que ella no sabe por qué.
—Usted no puede estar muy seguro de que ella no sepa el porqué de ese interés. Lo más probable parece que lo sepa y quiera ocultar tal hecho.
—Yo no lo creo —repliqué obstinadamente.
—Existe la posibilidad de que llegue usted a averiguarlo por sí mismo hablando con la joven, cuyas ideas a lo mejor necesitan ser aclaradas.
—No sé cómo… Quiero decir… Apenas la conozco. Hércules Poirot entornó los ojos nuevamente.
—Hay un momento en el curso del proceso de atracción mutua entre dos personas de sexos opuestos en que esa declaración resulta ser particularmente cierta. Supongo que es una muchacha muy bonita…
—Sí, en efecto, es muy linda.