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—Usted hablará con ella —ordenó Poirot—, porque los dos son amigos ya. Luego, juntos, irán a ver a esa mujer ciega con cualquier pretexto. Más adelante visitará usted la firma para quien Sheila Webb trabaja, alegando, por ejemplo, que necesita que le pasen un manuscrito a máquina. Probablemente trabará relación con cualquiera de las otras chicas que trabajan en ese servicio de secretariado. Hágalo así y luego venga por aquí a contarme cuanto le hayan dicho esas personas, ce por be.

—¿No me tiene lástima? —le pregunté.

—No, en absoluto. ¡Si se va a divertir!

—Al parecer usted no se acuerda de que tengo que atender a mi trabajo normal.

—Actuará mejor tomando esto a modo de descanso —me aseguró Poirot.

Me puse en pie, echándome a reír.

—Bien, se ha convertido usted en mi doctor puesto que sabe qué es lo que más me conviene ¿No le queda nada que decirme ya? ¿Qué impresión le ha producido este extraño asunto de los relojes?

Poirot se recostó de nuevo en su butacón, entornando los ojos. Sus palabras no pudieron resultar para mi más inesperadas:

Ha llegado el momento, dijo la morsa,

de hablar de muchas cosas.

De zapatos, de buques, de lacres,

de coles y de reyes.

De la causa de que el mar hierva,

y de sí los cerdos tienen o no alas.

Mi interlocutor volvió a abrir los ojos, haciendo un gesto de asentimiento.

—¿Me ha comprendido? —preguntó.

—Acababa usted de citar un pasaje de Alicia en el País de las Maravillas.

—Exacto. De momento eso es cuanto puedo hacer por usted mon cher. Reflexione sobre lo que le he dicho.

Capítulo XV

A la encuesta judicial asistió numeroso público. La gente de Crowdean, impresionada por aquel crimen, esperaba que se produjeran revelaciones sensacionales. Los trámites, sin embargo, fueron tan escuetos y fríos como siempre. Sheila Webb no tenía por qué haber aguardado inquieta la llegada de aquel día. Todo quedó liquidado en unos minutos por su parte.

Desde el número 19 de Wilbraham Crescent alguien había llamado al teléfono del «Cavendish Bureau». La joven se había presentado en la casa, entrando en la misma y acomodándose en el cuarto de estar, de acuerdo con las órdenes recibidas. Aquí había descubierto el cadáver de un hombre, para salir en seguida corriendo a la calle, en demanda de auxilio. La señorita Martindale, que también prestó declaración, se sometió a un interrogatorio todavía más breve que el que sufriera su empleada. La persona que le había hablado por teléfono habíale asegurado ser la señorita Pebmarsh, solicitando los servicios de una taquimecanógrafa, con preferencia a las demás la señorita Sheila Webb, dando al mismo tiempo ciertas instrucciones. La señorita Martindale había anotado la hora exacta de la llamada, la 1:49. Con esto dio fin la actuación de la dueña del «Cavendish Bureau».

La señorita Pebmarsh, que declaró después, negó categóricamente haber solicitado de aquella entidad los servicios de una de sus empleadas. El detective inspector Hardcastle se limitó a hacer una reseña muy breve, especificando sencillamente que atendiendo una llamada telefónica se había presentado en el número 19 de Wilbraham Crescent, donde encontrara el cadáver de un hombre. El juez le preguntó:

—¿Ha podido usted identificar a la víctima?

—Todavía no, señor. Por tal motivo deseaba pedirle que la presente encuesta fuese aplazada.

—Será tomada en consideración su propuesta.

Luego le llegó el turno al doctor Rigg, médico del servicio[8], quien facilitó detalles sobre el reconocimiento practicado al cadáver.

—¿Está en condiciones de fijar la hora aproximada en que falleció ese hombre, doctor?

—El examen fue a las tres y media. Yo diría que su muerte se produjo entre la una y media y dos y media.

—¿No se puede concretar más?

—Prefiero no hacerlo. De todos modos, afirmando más, yo aseguraría que ese hombre murió a las dos o pocos minutos antes. Ahora bien, en la determinación de la hora exacta, hay que tener en cuenta muchos factores: edad, estado de salud, etcétera.

—¿Ha llevado a cabo la autopsia?

—Sí, señor.

—¿Qué es lo que le causó la muerte?

—La víctima fue apuñalada. Instrumento empleado: un fino y afilado cuchillo. Tal vez se trate de un sencillo cuchillo de cocina francés. La punta del mismo penetró…

El doctor se explayó en ciertas consideraciones de tipo técnico, detallando la forma exacta en que el arma alcanzó el corazón de la víctima.

—¿Fue la muerte instantánea?

—El hombre debió morir a los pocos minutos de ser atacado.

—¿No es probable que aquél gritara o se defendiera?

—En las circunstancias en que fue apuñalado, no.

—¿Quiere usted explicarnos, doctor, el significado exacto de esa frase?

—Procedí al examen de determinados órganos y a efectuar unas pruebas. Yo aseguraría que el hombre murió con posterioridad a la administración de una droga.

—¿Puede decirnos de qué droga se trataba?

—Sí: hidrato de cloral.

—¿Está en condiciones de explicarnos cómo fue administrada?

—Probablemente, disuelta en alcohol. El efecto del hidrato de cloral es muy rápido.

—Creo que en algunos medios esa sustancia se conoce por el nombre de «Mickey Finn» ¿verdad? —murmuró el juez.

—Correcto, señor —contestó el doctor Rigg—. Seguramente el hombre se bebió confiado el líquido. A los pocos segundos quedaría sumido en un estado de inconsciencia.

—Momento que el atacante aprovechó para apuñalar a la victima, a su juicio, ¿verdad?

—Eso es lo que yo creo. No he descubierto en el cadáver señales de violencia y el rostro ofrecía una pacífica expresión.

—¿Cuánto tiempo permaneció inconsciente ese hombre antes de ser asesinado?

—No puedo decirlo con exactitud. Eso depende siempre de las condiciones físicas del que ingiere la droga. En general, alrededor de media hora o quizá más.

—Gracias, doctor Rigg. ¿Quiere decirnos cuándo hizo la víctima su última comida?

—La víctima no había ingerido alimentos sólidos desde hacía cuatro horas, por lo menos.

—Gracias, doctor. Eso es todo.

El juez paseó luego su mirada por los presentes, diciendo:

—La encuesta se aplaza quince días, es decir, hasta el veintiocho de septiembre.

Los asistentes a aquel acto comenzaron a encaminarse a la salida del edificio en que el mismo acababa de celebrarse. Edna Brent, que había ido allí en compañía de las otras chicas del «Cavendish Bureau» se detuvo junto a la entrada, vacilante. Aquella mañana el «Cavendish Secretarial Bureau» había cerrado sus puertas. Maureen West, una de las jóvenes que trabajaban en el establecimiento, inquirió, dirigiéndose a Edna:

—¿Qué decides? ¿Nos vamos a comer al «Bluebird»? Disponemos de tiempo de sobra.

—Yo de menos que tú —murmuró Edna, que parecía preocupada—. Sandy Cat me dijo que sería mejor que tomara el primer turno para comer. Creí disponer de una hora extra, que pensaba aprovechar para comprar unas cosas.

—De Sandy Cat no se puede esperar más que esto —comentó Maureen—. Abrimos a las dos de nuevo y tenemos que estar todas allí. ¿Buscas a alguien?

—A Sheila. No la he visto salir.

—Se marchó en seguida —le explicó Maureen—, tan pronto hubo declarado. Le acompañaba un joven… No sé quién sería. No pude verle. ¿Te vienes, Edna?

Esta continuaba vacilando. Evidentemente, no sabía qué decisión tomar.

—Vete tú sola, Maureen… De todas maneras, como ya te he dicho, tengo que ir de compras.

Maureen, por fin, se marchó con otra compañera. Edna dio unos pasos… Por fin hizo acopio de fuerzas, decidiéndose a dirigir la palabra al joven agente que se hallaba a la puerta del edificio.