Выбрать главу

—¿Podría entrar de nuevo? —preguntó—. Quisiera hablar con el hombre que vino a mi oficina, el inspector no sé qué…

—¿El inspector Hardcastle?

—Eso es. El agente de policía que también prestó declaración esta mañana.

—Vamos a ver…

El joven agente descubrió que el inspector se hallaba enfrascado en la conversación que sostenía en aquellos momentos con el juez y uno de sus superiores.

—Al parecer está ocupado ahora, señorita. ¿Por qué no se acerca por la Jefatura más tarde o telefonea? ¿Quiere dejarme algún recado? ¿Se trata de algo importante?

—¡Oh! En realidad creo que no tiene importancia —repuso Edna—. Es que… Bueno… Es que no comprendo cómo puede ser cierto lo que ella declaró porque yo…

La muchacha dio media vuelta, alejándose de allí, con el ceño fruncido, perpleja, preocupada.

Vagó por el Cornmarket y a lo largo de High Street. Su rostro tenía todavía la misma expresión. Aquello de pensar no se había hecho para Edna. No. No era su punto fuerte. Cuanto más se esforzaba por aclarar sus ideas mayor era la confusión en que se debatía su mente.

Hubo un momento en que dijo en voz alta:

—No. No fue así… No pudo haber sucedido lo que ella declaró… Repentinamente, con el aire de la persona que acaba de tomar una firme resolución abandonó High Street para encaminarse por Albany Road a Wilbraham Crescent.

Desde el día en que la prensa anunciara que en el número 19 de Wilbraham Crescent se había cometido un crimen no cesaban de congregarse nutridos grupos de personas frente a la casa que había sido escenario del mismo. Es difícil explicar la fascinación que en determinadas circunstancias ejercen unos muros de hormigón y ladrillo en el público. Durante las primeras veinticuatro horas, a contar desde el momento en que la policía iniciara sus indagaciones, un policía se encargó de hacer circular a los que se paraban allí. Luego, el interés de la masa había disminuido pero no del todo. Las furgonetas de reparto de los establecimientos aminoraban la marcha al deslizarse ante el edificio; veíanse también mujeres empujando coches de niño que se detenían en la acera opuesta cuatro o cinco minutos para contemplar, curiosas, la impecable residencia de la señorita Pebmarsh, otras cargadas con los cestos de la compra, dirigían también hacia el mismo punto sus ávidos ojos, poniendo en circulación ciertos rumores entre sus amigas…

—Esa es la casa… La que cae ahí…

—El cadáver se encontraba en el cuarto de estar… Este me parece que queda a la izquierda…

—El tendero me dijo que era el de la derecha…

—Quizá, quizá. Yo estuve una vez en el número diez y recuerdo perfectamente que el comedor estaba a la derecha del pasillo y el cuarto citado a la izquierda…

—No parece que ahí haya cometido alguien un crimen, ¿verdad?

—Tengo entendido que la joven salió corriendo y dando gritos…

—Se dice que desde aquel día no anda bien de la cabeza. Por supuesto, debió experimentar una tremenda impresión…

—Aseguran que entró por una de las ventanas de la parte posterior de la casa… El hombre estaba guardándose los objetos robados en un maletín cuando entró la chica, descubriéndole…

—La dueña de la casa es ciega. ¡Pobrecilla! Naturalmente, a causa de eso no pudo darse cuenta de lo que ocurría.

—No, ¡pero si se encontraba ausente en aquel momento!

—Pues yo creí lo contrario. Me habían dicho que ella había subido al piso, oyendo al intruso desde arriba. ¡Oh, qué tarde es! Y todavía he de acercarme al establecimiento de la esquina…

Tales eran las conversaciones que por allí se oían. Wilbraham Crescent atraía a la gente de más varia condición con la fuerza de un imán. Todos se detenían allí un segundo para mirar hacia el número 19. Después, satisfecha aquella misteriosa necesidad íntima que parecían sentir los transeúntes, éstos continuaban su camino.

Sumida todavía en un mar de dudas, Edna Brent había llegado frente al número 19 de aquella calle, el blanco de la curiosidad de los habitantes de Crowdean.

Sin advertirlo se encontró formando parte de un grupo integrado por cinco o seis personas, entregadas al pasatiempo colectivo de admirar la casa del crimen.

Edna, muy sugestionable siempre, hacía lo que los otros.

De modo que aquélla era la casa del terrible suceso. Comprobó que las ventanas se hallaban adornadas con unas cortinas limpísimas. Todo aparecía pulcro y ordenado. Y sin embargo, dentro de los muros que tenía delante un hombre había encontrado la muerte. El asesino había utilizado para cometer su fechoría un cuchillo de cocina, un cuchillo ordinario. ¿Quién no tiene en su casa un utensilio como ése?

Arrastrada inconscientemente por el ejemplo de los demás, Edna miraba también, dejando entonces de pensar…

Experimentó un fuerte sobresalto al oír a alguien hablar muy cerca de ella.

Habiendo reconocido la voz, Edna Brent volvió la cabeza sorprendida.

Capítulo XVI

NARRACIÓN DE COLIN LAMB

Me fijé en Sheila Webb en el momento en que abandonaba la sala en que se estaba celebrando la encuesta judicial. Su declaración había sido correcta. Me había parecido nerviosa, pero en una medida razonable. Muy natural, en conjunto (¿Qué habría dicho el coronel Beck? «Una excelente representación». ¡Como si le hubiera estado oyendo, desde luego!)

Los detalles contenidos en la declaración del doctor Rigg me sorprendieron. Dick Hardcastle no me los había referido, pero debía conocerlos, sin duda. Poco después echaba a andar tras Sheila.

—Al fin y al cabo no fue tan malo eso, ¿verdad? —le dije al ponerme a su altura.

—No. Me resultó muy fácil. El juez se mostró muy amable conmigo. —La chica hizo una pausa, agregando a continuación—: ¿qué vendrá luego?

—La encuesta quedará aplazada con objeto de que pueda la policía averiguar otros datos. Esto se prolongará un par de semanas o hasta el día en que quede identificado el cadáver del hombre asesinado.

—¿Cree que la policía conseguirá tal cosa?

—¡Oh, ya lo creo! Lo lograrán, sin ningún género de dudas. La joven se estremeció.

—Hace frío hoy.

No. No era cierto esto. Yo pensé que más bien hacía un poco de calor.

—¿Qué le parece si comiéramos juntos? —sugerí—. Por ahora no tiene que volver a la oficina.

—No. Estará cerrada hasta las dos.

—Pues entonces, no se hable más de esto. ¿Qué tal responde su estómago a la cocina china? Bajando la calle daremos con un establecimiento a propósito si aquélla le agrada.

Sheila no se decidía a aceptar.

—Quiero aprovechar este rato libre para ir de compras.

—Ya tendrá tiempo para eso más tarde.

—No, no puede ser… Algunas tiendas cierran entre la una y las dos.

—Usted gana, Sheila. ¿Le parece bien entonces que nos veamos en el sitio indicado dentro de media hora?

La joven se mostró de acuerdo. Me fui al muelle, sentándome una vez allí bajo un cobertizo. La suave brisa marítima acariciaba mi rostro…

Me había refugiado allí para pensar. ¿Quién no se rebela cuando descubre que existen seres que saben más acerca de nuestra personalidad que nosotros mismos? El viejo Beck, Hércules Poirot y Dick Hardcastle habían visto con absoluta claridad lo que yo ahora me sentía forzado a admitir…

Desde luego, aquella chica me interesaba… Más de lo que me había interesado cualquier otra mujer anteriormente.

No se trataba de su belleza… Y eso que era linda, muy linda, algo que se salía de lo corriente… No se trataba tampoco de la influencia que pudiera ejercer sobre mí, superficial, de sus indudables encantos. No. No era el atractivo del sexo… De estas cosas yo sabía ya bastante…

Sucedía que desde un principio había reconocido en Sheila Webb a esa mujer que el destino, más o menos tarde, nos depara a los hombres.