¡Y a todo esto yo no sabía nada, absolutamente nada acerca de ella!
Poco después de las dos penetré en la jefatura de policía, preguntando por Dick. Le encontré ante su mesa de trabajo, contemplando un montón de papeles. Levantó la vista para preguntarme en seguida qué me había parecido la encuesta. Le contesté que había estado muy bien dirigida.
—Sí. Por aquí solemos hacer bien estas cosas —agregó—: ¿qué te pareció la declaración del doctor?
—Me sorprendió. ¿Por qué no me habías dicho nada?
—Recuerda que te ausentaste. ¿Fuiste a ver a tu especialista?
—Sí, naturalmente.
—Creo recordarle vagamente. Un bigote muy poblado el suyo.
—Verdaderamente poblado —manifesté—. No sabes lo orgulloso que se siente él de sus mostachos.
—Debe ser muy viejo ya.
—Sí, pero no chochea.
—¿Con qué fin fuiste a verle realmente? ¿Pura cortesía acaso?
—Como corresponde a un buen policía, Dick, tú desconfías de todo. Ese fue el móvil principal. He de reconocer también que sentía curiosidad por verle. Quería saber su opinión sobre este caso, concretamente. Yo siempre me he negado a admitir una teoría por él defendida. Mi amigo sostiene que son innumerables los casos policíacos que pueden ser resueltos sin más trabajo que el de sentarse en un cómodo sillón, juntar las yemas de los dedos de ambas manos, echar la cabeza hacia atrás y entornar los ojos, para facilitar la meditación. Quería cogerle la palabra.
—¿Procedió así esta vez también?
—Efectivamente.
—¿Y qué te dijo? —inquirió Dick picado por la curiosidad.
—Me dijo que, indudablemente, se trataba de un crimen muy sencillo.
—¿Sencillo? —Hardcastle se puso en pie—. ¿Y qué es lo que le hace pensar así?
—Precisamente la complejidad del asunto.
Hardcastle movió la cabeza.
—No lo comprendo. Tiene que ser como uno de esos dichos ingeniosos que utilizan los jóvenes de Chelsea, que no entiendo nunca… ¿Hubo algo más?
—Me recomendó que hablara con los vecinos de la casa en que se cometió el crimen. Le aseguré que eso ya lo habíamos hecho.
—Los vecinos adquieren ahora más importancia, tras la declaración del doctor.
—Se supone entonces que ese hombre fue drogado en alguna parte, siendo conducido después a la casa número 19, con el exclusivo fin de matarle, ¿no?
—Aproximadamente, eso es lo que vino a decirnos la señora… como se llame, la mujer de los gatos. Con respecto a este punto consideré muy interesantes sus palabras, nada más pronunciarlas aquélla.
Hubo una pausa en nuestra conversación.
—Esos gatos… —comenzó a decir Dick. A continuación agregó—: A propósito: hemos encontrado el arma. Ayer.
—¿Qué habéis…? ¿Dónde?
—Dentro de esa especie de paraíso de los mininos. Evidentemente, el criminal la arrojó allí tras haber cometido el crimen.
—Supongo que no se han descubierto en la misma huellas digitales…
—El cuchillo fue cuidadosamente limpiado. Es un utensilio que podría pertenecer a cualquiera… Fue afilado recientemente.
—De modo que el asunto queda planteado así: una vez administrada la droga a la presunta víctima se procedió a su traslado al número 19 de Wilbraham Crescent… ¿En un coche? ¿Cómo?
—Nuestro hombre podía proceder de una de las casas que están en contacto por el jardín con la de la señorita Pebmarsh.
—¿No te parece un poco arriesgado eso?
—Requiere audacia, simplemente —convino Hardcastle—. El que dio ese paso, además, necesitaba estar al corriente de los hábitos de su vecina. A mi juicio, lo más probable es que condujera a la víctima hasta la vivienda elegida utilizando un vehículo.
—Muy peligroso también. Un coche no pasa desapercibido fácilmente.
—Convengo en que el asesino no podía abrigar ninguna seguridad sobre el particular. Alguien se acordaría hoy de haber visto detenerse frente al número 19 un automóvil…
—Bien mirado, cabe siempre la duda —declaré—. Todo el mundo se ha habituado a ese elemento inseparable del paisaje urbano. Eso sí: llama la atención de la gente un coche de lujo, el clásico «fuera de serie», pero no es probable que…
—Hay que tener en cuenta, por otro lado, que era la hora de la comida. ¿Comprendes lo que pasa Colin? La figura de la señorita Millicent Pebmarsh vuelve a destacarse en el embrollado conjunto que estudiamos. Hay que forzar mucho las cosas para llegar a formular la hipótesis de que el hombre pudo ser apuñalado por una mujer privada de la vista… Ahora bien, si a ese hombre le había sido administrada previamente una droga…
—En otras palabras, si fue allí para ser asesinado, de acuerdo con la frase de la señora Hemming, es que entraría en la casa en virtud de una cita convenida, que no le inspiraría la menor desconfianza. Entonces la dueña de la casa ofrece amablemente a su visitante una copita de jerez o un cóctel… El «Mickey Finn» produce el efecto apetecido y la señorita Pebmarsh pone manos a la obra… Después lava cuidadosamente el vaso o copa empleados, coloca el cadáver en la disposición en que fue encontrado, arroja el cuchillo en el jardín de su vecina y abandona la vivienda como de costumbre, para telefonear al «Cavendish Secretarial Bureau» por el camino…
—¿Y por qué había de hacer eso? ¿Por qué había de interesarse especialmente por Sheila Webb?
—¡Ojalá conociéramos las respuestas a esas preguntas! —Hardcastle me miró fijamente—. ¿Lo sabe la chica?
—Ella dice que no.
—Ella dice que no —repitió Hardcastle—. Te estoy preguntando qué piensas tú de ello.
Guardé silencio unos segundos. Sí. ¿Qué pensaba yo? Tenía que decidir sobre la marcha. Al final resplandecería la verdad. Sheila no perdería nada si era en realidad lo que yo me imaginaba.
Con un brusco movimiento saqué una tarjeta postal de un bolsillo de la chaqueta, enseñándosela a Dick.
Hardcastle la examinó atentamente. Una de tantas tarjetas de aquel tipo entre las que el comercio expendía. Pertenecía a una serie relativa a los edificios londinenses. Reproducía los conocidos muros de aquél que alberga el Tribunal Supremo de lo Criminal. Hardcastle dio la vuelta a la cartulina. A la derecha se leían unas señas, limpiamente impresas: «Srta. R. S. Webb, 14, Palmerston Road, Crowdean Sussex». En el ángulo: «¡RECUERDA!» Más abajo figuraban tres cifras, dispuestas así: 4-13.
—«4-13» —comentó Hardcastle—. Esa era la hora que marcaban los relojes que vi en el cuarto de estar de la señorita Pebmarsh. Una fotografía del «Old Bailey», la palabra «Recuerda» y esos números. Todo ello debe andar relacionado con algo.
—Sheila dice que ignora el significado de eso. —Me apresuré a agregar—. Y yo la creo.
Hardcastle asintió.
—Me quedo con la tarjeta. Tal vez saquemos algo en limpio de ella.
—Ojalá sea así.
Se produjo ahora un silencio embarazoso. Sólo por romper el mismo, dije:
—Te has juntado con un piramidal montón de papeles ahí…
—Desde luego. Y lo peor es que ninguno de ellos va a servir para nada. El hombre asesinado carecía de antecedentes criminales; sus huellas dactilares no figuran en nuestros archivos. Todos estos papeles proceden de personas que creen haberle identificado. Hardcastle procedió a leerme una carta:
—«Muy señor mío: Estoy casi seguro que la fotografía publicada por la prensa del hombre asesinado en Wilbraham Crescent es la de un individuo a quien vi hace varios días tomando un tren en Willesden Junction. Iba hablando en voz baja y parecía muy excitado. Nada más echarle la vista encima pensé que debía ocurrirle algo».
»He aquí otra de estas misivas: «Creo que el hombre en cuestión se parece muchísimo a un primo de mi marido llamado John. Marchó a África del Sur, pero es posible que volviera. Usaba bigote en la época en que se ausentó pero, desde luego, quizá se lo afeitase posteriormente».