»Escucha la lectura de una más, Colin: «Anoche vi en un vagón del Metropolitano al hombre cuya fotografía publicaron los periódicos. Observé ciertos detalles raros en su manera de conducirse».
»A continuación podría referirte un caso muy repetido: el de las mujeres que creen reconocer en los rostros de casi todos los hombres al del esposo desaparecido. Dan la impresión, en verdad, aquéllas, de no haber mirado a sus maridos jamás a la cara. También tropieza uno con madres apasionadas que identifican con toda facilidad a sus hijos… unos hijos que han estado sin ver veinte años.
»Y aquí tenemos la lista de personas declaradas en ignorado paradero. Nada vamos a hallar en ella que nos sea de utilidad, probablemente. «George Barlow, de 65 años; su mujer cree que debe haber perdido la memoria». Al pie de este informe hay una nota. «Contrajo deudas que suponen una fuerte suma de dinero. Últimamente se le ha visto en compañía de una viuda pelirroja. Casi seguro que su desaparición ha sido premeditada».
»Veamos la siguiente reseña: «Profesor Hargraves. Se esperaba que el martes pronunciara una conferencia. No hizo acto de presencia en el local en que había de dar aquélla ni envió ningún telegrama ni nota excusándose».
Hardcastle no tomó muy en serio al profesor Hargraves…
—Seguramente pensó que la conferencia sería una semana antes o una semana después de la fecha que el comité organizador señalara —el inspector agregó, risueño—: Quizá creyó haberle dicho a su patrona a donde se dirigía, habiéndose equivocado al respecto. Estas cosas y otras semejantes pasan todos los días.
Sonó el timbre del teléfono, sobre la mesa de trabajo de Hardcastle. Este descolgó el receptor.
—Diga… ¿Qué…? ¿Quién la encontró? ¿Dio su nombre…? Entendido. Siga… Siga…
El inspector Dick Hardcastle volvió a poner el receptor en su sitio. Al volverse hacia mí observé que la expresión de su rostro había cambiado. Ahora su gesto era duro, rencoroso.
—En una cabina telefónica de Wilbraham Crescent han encontrado el cuerpo de una joven —manifestó.
—¿Muerta? —le pregunté, experimentando un terrible sobresalto.
—Ha sido estrangulada. ¡Con su propio pañuelo de cuello!
Sentí lo mismo que si la sangre hubiera dejado de circular por mis venas.
—¿Quién es esa joven? ¿Quién…?
Hardcastle correspondió a mi vehemencia con una indiferente mirada, estudiando serenamente mi faz. No me agradó mucho su actitud.
—No temas… No se trata de tu amiga. El agente que se encuentra allí parece conocerla. Me ha dicho que es una muchacha que trabajaba en la misma oficina que Sheila Webb. Se llama Edna Brent.
—¿Quién descubrió el cadáver? ¿El agente?
—El cadáver fue hallado por la señorita Waterhouse, quien, como recordarás, quizás, ocupa la casa número 18 de Wilbraham Crescent. Al parecer se acercó a la cabina con objeto de llamar a alguien debido a que su teléfono estaba averiado, viendo a la chica allí, acurrucada en el suelo.
Abrióse la puerta del despacho, entrando en éste un policía.
—El doctor Rigg me ha encargado que le diga que se ha puesto en camino, señor. Le verá a usted en Wilbraham Crescent.
Capítulo XVII
Una hora y media después el detective inspector Hardcastle se sentaba de nuevo ante su mesa de trabajo, dispuesto a saborear, complacido, una taza de té. No obstante, su rostro se veía aún ensombrecido.
—Dispense, señor. Pierce quisiera hablarle…
Hardcastle levantó la vista.
—¿Pierce? ¡Ah, sí! Dígale que pase.
Pierce, un joven agente, bastante nervioso en aquellos instantes, entró.
—Perdone, señor. He estimado que era mi deber decírselo.
—Decirme, ¿qué?
—Esto ocurrió después de la encuesta. Yo me encontraba de servicio. Esa joven, la que acaba de ser asesinada… estuvo hablando conmigo.
—¿Que estuvo hablando con usted? ¿Y qué le dijo?
—Me indicó que deseaba referirle algo a usted.
El inspector, repentinamente alerta, se incorporó.
—¿Especificó de qué se trataba?
—No, señor. Lo siento… Tal vez hubiera debido hacer que… Le pregunté… si quería que yo le diese a usted algún recado… Llegué a sugerirle la conveniencia de que se pasara por aquí más tarde. En aquellos momentos usted estaba ocupado, conversando con el jefe y el juez por lo que creí…
—¡Maldita sea! —murmuró Hardcastle, irritado—. ¿No pudo haberle dicho que esperara a que yo estuviese libre?
—Lo siento, señor —el joven agente se ruborizó—. Desde luego, debí proceder así. Pero pensé que su comunicación no tendría ninguna importancia. Ella no pareció juzgarla demasiado interesante. Se limitó a comentar que era una cosa que la preocupaba.
—¿Una cosa que le preocupaba? —repitió inconscientemente el inspector.
Este guardó silencio durante un buen rato, dedicado a considerar ciertos hechos. Aquélla era la muchacha que encontrara en la calle, cuando él se encaminaba a casa de la señora Lawton, la misma que intentara ver a Sheila Webb; la joven le había reconocido y por un momento había cruzado por su mente, sin duda, la idea de abordarle a él. Su gesto vacilante no se le había escapado. Algún propósito concreto guiaba sus pasos. Ahora Hardcastle se decía que había cometido un error. No había recogido la pelota con suficiente rapidez. Absorbido por su afán de averiguar algo más en relación con Sheila Webb, había descuidado aquel importante punto. ¿Que la chica había mostrado señales inequívocas de hallarse preocupada? ¿Por qué razón? Ahora, quizás, esta pregunta no tenía ya respuesta…
—Continúe, Pierce —dijo el inspector—. Cuénteme cuanto recuerde. —Apresuróse a añadir, pues Hardcastle era un hombre justo—. Usted no podía saber que lo de esa chica fuese importante.
¿Qué hubiera logrado dando rienda suelta a su indignación? ¿Por qué echar parte de la culpa de lo sucedido a aquel muchacho? ¿Qué podía haber sospechado éste? En su adiestramiento influía enormemente la disciplina, base esencial de su formación. Ellos habían de procurar que sus superiores fuesen abordados durante la hora y en el lugar adecuado. Todo hubiera cambiado de haber dicho la chica que el suyo era un mensaje importante o urgente. Pero no había sido así. Hardcastle se acordó de la primera vez que la viera en la oficina. Creía conocer bien aquel tipo de mujer. Una criatura de lenta reflexión. Un ser que quizá desconfiaba de sus propios procesos mentales.
—¿Puede usted recordar exactamente lo sucedido, Pierce? ¿Se acuerda bien de sus palabras? —inquirió el inspector.
Pierce dirigió a su jefe una mirada de agradecimiento.
—Se acercó a mí cuando ya todo el mundo se marchaba. Vaciló un momento, volviendo la cabeza a un lado y a otro como si buscara a alguien. No creo que pensara en usted, señor, al principio. Deseaba localizar a otra persona, indudablemente. Luego me preguntó si podría hablar con el policía que había prestado declaración. Ya le he dicho que entonces le vi ocupado, cosa que le di a conocer, preguntándole a continuación si quería darme el recado a mí o prefería entrevistarse con usted en este despacho. Me parece que se mostró de acuerdo. Resalté que si era algo especial…
—Siga, siga…
Hardcastle se inclinó levemente.
—Apuntó que no, que era algo que no entendía, que no se explicaba cómo podía haber sido en la forma por ella relatada.
El inspector repitió las palabras de su subordinado a modo de pregunta.
—Eso es, señor. Claro está, no tengo mucha seguridad en cuanto a las frases exactas de la joven. Es posible que me dijera esto también: «No comprendo cómo lo que ella contó puede ser cierto». La chica parecía un poco confusa… El caso es que cuando yo le contesté manifestó que no era nada realmente importante.