—Así pues, ésa era la señorita Pebmarsh, ¿no? Es ciega, ¿verdad?
—Sí. La cosa le ha producido también a ella una impresión enorme. Pero es una mujer extraordinariamente sensata. Vamos. La acompañaré. Mientras aguardamos la llegada de la policía, una taza de té le sentará magníficamente.
Le pasé uno de mis brazos por los hombros, incitándola a que echara a andar por el sendero. Unos segundos después se hallaba confortablemente acomodada en el comedor de la casa y yo eché a correr en busca del teléfono.
* * *
Una voz impersonal dijo:
—Sección de Policía de Crowdean.
—¿Podría hablar con el Detective Inspector Hardcastle?
La voz respondió, cautelosamente:
—Ignoro si se encuentra aquí. ¿Quién está al aparato?
—Dígale que soy Colin Lamb.
—Un momento, por favor.
Esperé. En seguida llegó a mis oídos la voz de Dick Hardcastle.
—¿Colin? No te esperaba aún… ¿Dónde estás?
—En Crowdean. Concretamente en Wilbraham Crescent. En el número 19 hay un hombre muerto tendido en el suelo. Creo que ha sido apuñalado. Debió morir hace una media hora, aproximadamente.
—¿Quién encontró el cadáver? ¿Tú?
—No. Yo sólo era en aquellos instantes un inocente transeúnte. Una muchacha que salía de una de las casas de por aquí con la velocidad de un rayo se me echó encima. Estuvo a punto de derribarme. Muy nerviosa, casi sin poder hablar, me comunicó que había visto el cadáver de un hombre y que una mujer ciega iba a tropezar con él.
—Bueno, Colin, no querrás tomarme el pelo, ¿verdad?
La voz de Dick era ahora de desconfianza.
—Admito que la cosa suena a fantasía, Dick; pero lo cierto es que todo ocurrió tal como acabo de explicártelo. La mujer ciega es la señorita Millicent Pebmarsh, la dueña de la casa.
—E iba a tropezar con el cadáver… ¿Cómo pudo ser eso?
—Por el hecho de ser ciega parece ser que no se había dado cuenta, que no sabía que el cadáver estaba allí.
—Pondré la maquinaria policíaca en funcionamiento. Espérame ahí. ¿Qué has hecho con la chica?
—La señorita Pebmarsh le está preparando una taza de té.
El comentario de Dick fue que todo parecía allí muy tranquilo, muy sereno y hasta hogareño…
Capítulo II
En el número 19 de Wilbraham Crescent la maquinaria de la ley había comenzado a funcionar. Encontrábanse allí un médico, un fotógrafo, el especialista en huellas digitales… Todos se movían eficientemente de un lado para otro, concentrados en sus tareas respectivas.
Finalmente llegó el Detective Inspector Hardcastle, un hombre alto, de rostro severo, sobre cuyos ojos campeaban unas expresivas cejas. Deseaba comprobar si cada una de las piezas del complicado mecanismo funcionaba bien, si todo se iba haciendo adecuadamente. Echó un último vistazo al cadáver, intercambió unas breves palabras con el médico, un forense del servicio policíaco, y pasó al comedor, donde se hallaban reunidas tres personas ante sendas tazas de té ya vacías: la señorita Pebmarsh, Colin Lamb y una joven de espigada figura y rizados cabellos castaños, de ojos inmensamente grandes y atemorizados. «Muy linda», pensó el inspector entra paréntesis.
Se presentó a la señorita Pebmarsh.
—Soy el Detective Inspector Hardcastle.
Algo sabía acerca de la señorita Pebmarsh, si bien en el terreno profesional sus caminos no se habían cruzado nunca. Habíala visto algunas veces. Tratábase de una maestra de escuela quien había conseguido un empleo relacionado con la enseñanza del sistema Braille en el Aaronberg Institute, que acogía a muchas criaturas privadas del sentido de la vista. Quedaba absolutamente fuera de lo normal que su impecable casa hubiese sido escenario de un crimen… Ahora bien, las cosas improbables se dan en la vida con más frecuencia de la que uno desearía.
—Esto, señorita Pebmarsh, debe haber constituido una experiencia terrible para usted —dijo Hardcastle—. Tiene que haberle causado una impresión tremenda, forzosamente. Lo que yo necesito ahora es un relato escueto de los hechos, por el orden en que sucedieron éstos. Tengo entendido que fue la señorita… —Hardcastle echó una rápida mirada a su bloc de notas—, Sheila Webb quien realmente descubrió el cadáver. Si usted me lo permite, señorita Pebmarsh, me iré con esta joven a la cocina. Así podré charlar con ella tranquilamente.
El inspector abrió la puerta que ponía en comunicación el comedor con la cocina, aguardando a que la chica pasara ante él. Dentro de aquella pequeña dependencia se encontraba ya un agente, quien escribía apoyado en una mesita cuyo tablero era de «fórmica».
—Esta silla parece bastante cómoda —dijo Hardcastle, ofreciendo a Sheila Webb una versión moderna de una silla estilo Windsor.
La chica, todavía muy nerviosa, tomó asiento, observando al policía con sus grandes y asustados ojos.
Hardcastle estuvo a punto de decirle. «No tengas miedo, hijita, que no voy a comerte». Pero, naturalmente, se contuvo, concentrándose de un modo exclusivo en el interrogatorio oficial.
—No tiene usted por qué estar preocupada. Ye he dicho que lo único que deseo es hacerme con un relato claro de lo sucedido. Veamos… Se llama usted Sheila Webb. ¿Vive en…?
—Palmerston Road, número 14… Detrás de la fábrica de gas.
—Sí, ya sé. Supongo que trabaja usted en algún sitio.
—En efecto. Soy taquimecanógrafa. Trabajo en el «Secretarial Bureau», de la señorita Martindale.
—La razón social completa es «Cavendish Secretarial & Typewriting Bureau», ¿verdad?
—Así es.
—¿Y cuánto tiempo hace que trabaja usted para esa firma?
—Estoy allí desde hace un año aproximadamente. Bueno, unos diez meses, para concretar más.
—Entendido. Ahora explíqueme cómo el venir aquí, al número diecinueve de Wilbraham Crescent, hoy.
—Se lo diré en seguida, sí, señor —Sheila Webb parecía expresarse en aquellos instantes con menos nerviosismo—. La señorita Pebmarsh llamó al «Bureau» por teléfono, solicitando los servicios de una taquígrafa para las tres. Al regresar a la oficina, después de la comida de mediodía, la señorita Martindale me comunicó el recado.
—Esa venía a ser una de tantas cosas como se presentan durante el día, ¿verdad? Quiero decir que era lo normal… ¿Le dieron el recado porque era usted la siguiente en una supuesta lista…? Bueno, es que yo ignoro su forma habitual de distribuirse el trabajo…
—Fui la designada yo porque la señorita Pebmarsh preguntó por mí, señalando que debía ser Sheila Webb quien fuera a su casa.
—¿La señorita Pebmarsh pidió que la enviaran a usted? —las cejas de Hardcastle subrayaron aquella circunstancia—. ¡Ah, bien! Ya comprendo. Había trabajado usted para ella en otra ocasión anterior, ¿verdad?
—No —respondió Sheila, rápidamente.
—¿Que no? ¿Está segura de lo que dice?
—Sí que lo estoy. La señorita Pebmarsh no es una de esas personas de las cuales una se olvida fácilmente. Eso sí que resulta extraño, ¿no le parece?
—¡Y tanto! Bueno, dejemos tal hecho a un lado, de momento. ¿A qué hora llegó usted aquí?
—Tuvo que ser antes de las tres porque el reloj de cuclillo… —Sheila se interrumpió de pronto—. ¡Qué raro! De veras que es rarísimo —sus hermosos ojos se habían dilatado—. No llegué a darme cuenta de ello en el momento preciso…
—¿De qué no se dio usted cuenta, señorita Webb?
—Pues… de los relojes. Fíjese: el cuclillo dio las tres cuando debía ser esta hora. En cambio los otros marchaban adelantados en más de sesenta minutos. ¿No le parece extraño?
—Lo es —convino el inspector—. Dígame: ¿en qué momento descubrió el cadáver?
—En el instante en que me disponía a pasar por detrás del sofá. Sí… allí estaba… él… Fue terrible, terrible.