—¡Oh! ¿Es usted el detective inspector Hardcastle?
—Sí. ¿Tiene inconveniente en que charlemos un rato?
—No quisiera llegar tarde al instituto. ¿Me entretendría mucho tiempo?
—Tres o cuatro minutos solamente.
La mujer penetró en la casa y Hardcastle la siguió.
—¿Está usted enterada de lo que ha sucedido esta tarde?
—¿Ha ocurrido algo?
—Me figuré que conocía la noticia. En el interior de la cabina del teléfono público que hay ahí abajo en la carretera, fue asesinada una joven.
—¿Asesinada? ¿Cuándo?
Hardcastle echó un vistazo al gran reloj de caja que había en el cuarto.
—Hace dos horas y tres cuartos.
—No sabía nada, nada… —replicó la señorita Pebmarsh.
El inspector notó en su voz un momentáneo acento de ira. Aquél pensó que, seguramente, por ignorados caminos, había llegado a su mente un estado de consciencia respecto a su invalidez que le había producido un fugaz arranque de desesperación.
—¡Una chica asesinada! —exclamó Millicent Pebmarsh—. ¿Quién es ella?
—Se llamaba Edna Brent y trabajaba en el «Cavendish Secretarial Bureau».
—¡Otra de esas jóvenes! ¿Es que había sido enviada a alguna parte, igual que le ocurriera a su compañera, Sheila…? ¿Cuál era su apellido?
—Me parece que no —contestó el inspector—. ¿No vino esa chica aquí, a verla?
—¿Que si estuvo aquí? No. Desde luego que no.
—De haberse acercado a esta casa, ¿la habría encontrado a usted en ella?
—Lo ignoro. Depende de la hora…
—A las 12:30 o quizás un poco más tarde.
—Pues sí —declaró la señorita Pebmarsh—. A esa hora sí que me habría encontrado en casa.
—¿A dónde fue usted después de la encuesta?
—Vine directamente hacia acá. —La mujer se detuvo, inquiriendo a continuación—: ¿por qué cree que esa chica se proponía verme?
—Edna Brent asistió a la encuesta hoy y ella debió verle a usted allí. Algún motivo la impulsaría a dirigirse hacia Wilbraham Crescent. De acuerdo con nuestros informes la muchacha no conocía a ninguna de las personas que habitan en este distrito.
—Doy por descontado que ella me viera en el Palacio de Justicia. Ahora bien, ¿justifica eso que después quisiera venir aquí? ¿Para qué?
El inspector esbozó una sonrisa de disculpa. Luego comprendiendo que la señorita Pebmarsh no podía contemplar su gesto, procuró hablarle dando a sus palabras una entonación especial, para desarmarla.
—Con las chicas no sabe uno nunca a qué atenerse. Quizá deseara conseguir su autógrafo o algo por el estilo…
—¡Un autógrafo! —exclamó la señorita Pebmarsh, desdeñosa. A continuación añadió—: Sí… Supongo que tiene usted razón. Suelen ocurrir estas cosas, a veces. —Inmediatamente movió la cabeza, poseída de cierta agitación—. Hoy, sin embargo, inspector Hardcastle, puedo asegurarle que no ha ocurrido lo que acaba de indicarme. Desde la hora de mi regreso, tras la encuesta, en mi casa no se ha presentado nadie.
—Pues nada más entonces, señorita Pebmarsh. Muchas gracias. La policía se ve obligada siempre a considerar todas las posibilidades.
—¿Qué edad tenía esa muchacha?
—Me figuro que unos diecinueve años.
—¿Diecinueve años? Era muy joven —la voz de la señorita Pebmarsh se alteró ligeramente—. Sí… Muy joven. ¡Pobrecilla! ¿Quién seria capaz de matar a una criatura así?
—Se dan casos… —apuntó Hardcastle.
—¿Era bonita… atractiva…?
—No. A mi juicio, no.
—Entonces ése no puede haber sido el móvil del crimen —dijo Millicent Pebmarsh, absorta en sus pensamientos—. Lo siento. Siento de veras, inspector Hardcastle, no serle de más utilidad.
El inspector se marchó. La personalidad de la señorita Pebmarsh le había impresionado siempre, desde el primer momento de su relación con ella.
* * *
La señorita Waterhouse se encontraba también en casa. Abrió la puerta con una rapidez que delataba su secreto deseo de sorprender a alguien haciendo cualquier cosa indebida.
—¡Ah, es usted! —exclamó—. De veras, inspector, ya he dicho a sus agentes cuanto sabía.
—Estoy seguro de que habrá respondido adecuadamente a cuantas preguntas le han formulado mis hombres. Sin embargo, he de decirle que no es posible reparar en todos los detalles inmediatamente. Hay que fijarse en ciertos pormenores que surgen después.
—¿Para qué? Desde luego, todo esto es terrible —manifestó la señorita Waterhouse, dirigiendo al inspector una severa mirada—. Entre, entre. No va usted a quedarse ahí… Entre y siéntese y hágame cuantas preguntas desee, aunque no alcanzo a comprender qué podría yo responderle. Como ya les informé, salí de casa para hacer una llamada telefónica. Abrí la puerta de la cabina de servicio público y vi a mis pies a la joven. Jamás he recibido un susto más grande… Eché a correr, en busca de un policía. Luego, por si le interesa saberlo, le diré que me metí aquí, administrándome una dosis medicinal de coñac. Medicinal —repitió la señorita Waterhouse, por si Hardcastle no había oído aquella palabra.
—Una sabia medicina, señorita —contestó el inspector.
—Pues eso es todo. ¿Qué quiere que le diga más?
—Deseaba preguntarle si estaba usted segura de no haber visto a esa muchacha antes.
—Tal vez la viera hasta una docena de veces, pero no lo recuerdo. Quiero decir que es posible que me haya servido en «Woolworts» o que haya estado sentada a mi lado en el autobús, o que me haya vendido alguna entrada en la taquilla de cualquier cine…
—La joven trabajaba como taquimecanógrafa en el «Cavendish Bureau».
—Creo que jamás he tenido necesidad de contratar los servicios de una taquimecanógrafa. Tal vez la muchacha haya estado empleada en las oficinas de «Gainsford & Swettenham», a cuya plantilla pertenece mi hermano. ¿Es eso lo que quiere sugerirme?
—No, no. No se ha descubierto ninguna relación de ese tipo. Pero me he preguntado en cambio, si la chica llegó a visitarla esta mañana, poco antes de morir asesinada.
—¿Que si vino a verme? No, por supuesto que no. ¿Por qué había de venir a esta casa?
—No lo sabemos —respondió el inspector—. Pero dígame: si alguien asegurara haberla visto cruzar la puerta del jardín o acercarse a la misma, ¿se atrevería usted a afirmar que se trataba de una equivocación?
—¿Cómo iba a verla nadie…? ¡Qué tontería! —La señorita Waterhouse vaciló agregando—: A menos que…
—Diga, diga…
Hardcastle se mantenía alerta procurando disimularlo.
—Dígame: si alguien asegurara haberla visto cruzar la puerta de mi jardín para dejar un folleto o una hoja de propaganda, cosa que ocurre a menudo en todas las calles… Efectivamente, encontré un escrito allí a la hora de comer. Concretamente: una circular relativa a una reunión en pro de la abolición de las armas nucleares, creo recordar. Esto es cosa de todos los días. Estimo posible que fuera ella quien introdujese esa hoja en el buzón de la correspondencia. Ahora bien, ¿qué culpa tengo yo de que la chica decidiera dedicarse a tal labor?
—Ninguna, desde luego, en absoluto. Ocupémonos ahora de su llamada telefónica… Usted dijo que su teléfono se hallaba estropeado. De acuerdo con el informe de la Central esto no era cierto.
—¡La Central dice siempre lo que le parece! La verdad es que marqué un número, sin el menor resultado, por lo cual opté por encaminarme a la cabina pública.
Hardcastle se puso en pie.
—Lo siento, señorita Waterhouse. Perdone que la haya molestado una vez más, pero según todos los indicios la muchacha se proponía visitar a una de las personas que por aquí viven.
—En consecuencia, usted se ve obligado a efectuar indagaciones en tal sentido por toda la manzana. Estimo como lo más probable que ella intentara ver a mi vecina, a la señorita Pebmarsh…