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—¿Por qué considera eso lo más probable?

—Usted me ha dicho que la joven trabajaba en el «Cavendish Bureau». Recuerdo perfectamente que con anterioridad al hallazgo del cadáver de un hombre en el domicilio de la señorita Pebmarsh ésta había solicitado de dicha entidad el envío de una taquimecanógrafa.

—Millicent Pebmarsh sostiene que no fue la autora de la llamada telefónica.

—Debo decirle reservadamente algo —manifestó la señorita Waterhouse—. A mí me parece que esa mujer no anda muy bien de la cabeza. Yo la juzgo capaz de llamar por teléfono a oficinas como la del «Cavendish Bureau» en demanda de una taquimecanógrafa… Después, seguramente, se olvida de lo que ha hecho.

—En cambio no creo que usted llegue a ver en ella a la autora de un crimen, ¿verdad?

—¿Quién le ha sugerido eso? Ni eso ni nada semejante. Sé que en su casa fue asesinado un hombre, pero no he pensado ni por un momento que ella tuviese relación con tal hecho. No. Todo lo que yo me he figurado es que se haya apoderado de la señorita Pebmarsh una manía. En cierta ocasión conocí a una mujer que se pasaba el día llamando por teléfono a una pastelería pidiendo que le enviasen determinados artículos. No los quería, en realidad, y cuando el mozo del establecimiento aparecía en la puerta de su casa con sus encargos negaba haber solicitado nada. Ya ve que raro, ¿eh?

—Desde luego, hay que convenir que todo es posible —declaró Hardcastle.

Después de decir adiós a la señorita Waterhouse, el inspector se marchó.

La última sugerencia de aquélla le dio que pensar. Había que reconocer, por otro lado, que acababa de mostrarse bastante hábil al apuntar que de haber estado por allí Edna Brent lo más seguro era que ésta se hubiese propuesto visitar la casa número 19. Hardcastle consultó su reloj de pulsera. Había llegado el momento de ir al «Cavendish Secretarial Bureau». Este había abierto sus puertas de nuevo aquella tarde, a las dos. Quizás obtuviera alguna ayuda de las chicas que en aquel lugar trabajaban. Entre ellas, además, se encontraría Sheila Webb.

* * *

En el momento de entrar a la oficina una de las empleadas se puso en pie.

—El detective inspector Hardcastle, ¿verdad? —inquirió la joven—. La señorita Martindale le está esperando.

Hardcastle penetró en el despacho de la directora del «Cavendish Bureau». Nada más enfrentarse con él, aquélla inició su ataque.

—¡Esto es una ignominia, inspector Hardcastle! ¡No hay derecho a que sucedan tales cosas en nuestros días! Tiene usted que averiguar que hay en el fondo de todo este extraño asunto. En seguida. Nada de andarse por las ramas, inspector. La policía fue creada para protegernos a todos y de eso, de protección, andamos muy necesitadas cuantas personas nos cobijamos bajo este techo. Sí. Pido que mis empleadas sean protegidas debidamente, con urgencia.

—Estoy seguro, señorita Martindale, de que…

—Ya ha visto usted que dos de mis empleadas, en distinta forma, han sido atacadas… Claramente se advierte que anda por ahí algún ser irresponsable, algún individuo poseído por una manía, un complejo, se dice actualmente, que le incita a buscar sus víctimas entre las taquimecanógrafas, entre las chicas que trabajan en entidades como la mía. Ahora se ha fijado aquél, quienquiera que sea, en nuestra firma. Primeramente, Sheila Webb fue guiada, en virtud de una perversa treta, a una casa en la que halló el cadáver de un hombre, una broma incomprensible capaz de sacar de quicio a la persona más sentada… Por si esto hubiera sido poco, una de sus compañeras, más tarde, es encontrada en el interior de una cabina telefónica del servicio público, asesinada. Decididamente, inspector, es necesario que aclare usted este misterio.

—No hay nada que desee con más ardor que eso, señorita Martindale. He venido aquí precisamente para ver si pueden ustedes ayudarnos.

—Y, ¿cómo podría ayudarles yo? ¿No ve que de haber podido serles útil habría corrido en busca suya? ¡Ni siquiera hubiese esperado a que se presentase aquí! Es preciso que averigüe usted quien mató a Edna Brent, que descubra al salvaje autor de la broma de que fue víctima Sheila Webb. Soy rigurosa con mis empleadas, inspector. Procuro que se apliquen a su trabajo y no veo con buenos ojos que lleguen tarde a la oficina, ni les consiento que sean desordenadas en lo que a aquél atañe. Pero, por supuesto, no puedo ver con indiferencia sus desventuras… Intento defenderlas. Quiero que aquellos a quienes el Estado paga para que protejan a los ciudadanos honrados, cumplan con su misión.

La señorita Martindale fijó una centelleante mirada en Hardcastle. Parecía más bien una tigresa que hubiese tomado forma humana.

—Dénos tiempo, señorita Martindale.

—¿Tiempo? Naturalmente, por el hecho de estar muerta Edna Brent, me imagino que ustedes piensan que disponen de aquél sin tasa. Supongo que detrás de ese asesinato vendrá otro, siendo la víctima, también esta vez, una de mis empleadas.

—No tiene usted por qué temer eso, señorita.

—Esta mañana, al levantarse de la cama, no creo que estimara probable el asesinato de Edna, inspector. Supongo que de haber sido así habría adoptado ciertas precauciones. Y cuando otra de mis chicas sea asesinada igual que su compañera o pase por un terrible y comprometedor aprieto, usted se quedará muy sorprendido. Lo que está sucediendo se sale de lo corriente. Tiene usted que reconocer que esto parece obra de un loco. Y luego calificamos de absurdas muchas de las noticias que leemos en los periódicos y revistas… De otro lado, no les comprendo a ustedes. Fijémonos, por ejemplo, en el detalle de los relojes hallados en el cuarto de estar de la señorita Pebmarsh. Esta mañana, durante la encuesta, observé que no fueron mencionados para nada.

—La encuesta fue aplazada, según recordará. Durante ella nos ceñimos a los hechos fundamentales.

—Todo lo que yo afirmo —dijo la señorita Martindale, tan irritada como al comienzo de la conversación—, es que tiene usted que hacer algo.

—¿No se halla usted en condiciones de contarme nada interesante? Por ejemplo ¿no le confió Edna nada nunca? ¿No la vio preocupada en ningún instante a lo largo de estos últimos días?

—No creo que de haberla preocupado algo me lo hubiese confiado a mí… Bueno, y, ¿por qué había de sentirse inquieta?

Esta era la pregunta que Hardcastle hubiera querido oír contestada. Pero la señorita Martindale, con toda seguridad, no iba a aclararle nada.

—Me gustaría hablar con sus empleadas —dijo el inspector—. Edna Brent se abstuvo, seguramente, de confiarle a usted sus temores o preocupaciones, pero pudo haber dado cuenta de unos y otras a cualquiera de sus compañeras.

—Me figuro que por ahí no anda usted descaminado. Esas chicas son muy dadas a perder tiempo con sus habladurías. En el momento en que oyen el rumor de mis pasos en el corredor de afuera comienza a percibirse el tecleo de las máquinas. Ahora bien, hasta ese preciso instante, ¿cuál cree usted que ha sido su labor? ¡Ninguna! Y es que, sencillamente, se pasan las horas dándole a la lengua. En ese aspecto son insaciables —la señorita Martindale se calmó un poco, añadiendo a continuación—. En estos momentos en la oficina no hay más que tres… ¿Desea hablar con ellas? Las otras han salido, a fin de atender unas llamadas. Puedo facilitarle sus nombres y señas respectivas si es necesario.

—Muy agradecido, señorita Martindale.

—Supongo que preferirá entrevistarse con esas chicas a solas. De encontrarme yo presente se expresarán con menos libertad pues habrán de admitir que han estado perdiendo el tiempo.

La señorita Martindale se levantó, abriendo la puerta del despacho.

—Señoritas —dijo dirigiéndose a sus empleadas—. El detective inspector Hardcastle desea conversar con ustedes unos minutos. Pueden interrumpir su trabajo. Díganle cuanto sepan en relación con Edna Brent, a fin de ayudarle en su tarea de descubrir al asesino de su compañera.