Con gesto decidido, la rectora del establecimiento tornó a penetrar en su despacho, cerrando la puerta. Tres sobresaltados e infantiles rostros se volvieron hacia el inspector. Este examinó los mismos rápidamente. No por eso dejó de advertir en seguida con quién se las había. Tenía delante a una joven de aire seguro que llevaba lentes. Hardcastle pensó que podía confiar en ella aunque no la juzgó muy despejada. Vio también a una morena de gran viveza que lucía un peinado que sugería la idea de que acababa de ser azotada por una furiosa ventisca. Sus ojos eran de esos a los que parece no escapar nada. Pero muy probablemente, su memoria no respondía a aquel poder de observación. La tercera muchacha era una de esas personas que ríen nerviosamente sin ton ni son, que, sin lugar a dudas, se mostraría de acuerdo con cuanto manifestaran sus compañeras.
Hardcastle se esforzó por dar cierta cordialidad desde el principio del diálogo.
—Supongo que estarán enteradas de lo que le ha sucedido a Edna Brent…
Las tres hicieron violentos gestos de asentimiento.
—A propósito, ¿cómo han llegado a conocer tal noticia?
Las tres muchachas se miraron, como si hubiesen querido ponerse de acuerdo para decidir quién de ellas iba a llevar la voz cantante. Al parecer, la designación recayó en Janet, la joven rubia, la primera que el inspector examinara en silencio al enfrentarse con las jóvenes.
—Edna, contrariamente a lo que tenía que haber hecho, no se presentó aquí a las dos —explicó Janet.
—Y «Sandy Cat» se enfadó mucho —dijo Maureen, la morena, interrumpiéndose a sí misma inmediatamente para aclarar—: He querido referirme a la señorita Martindale.
La tercera chica dejó oír una risita.
—Es que nosotras, ¿sabe?, la llamamos así…
«No va mal el apodo», pensó Hardcastle.
—Cuando se enfada consigue sacarnos de nuestras casillas —manifestó Maureen—. En seguida quiso que la informáramos de si Edna proyectaba no venir a la oficina por la tarde, especificando que su deber, en el caso de haber surgido algo imprevisto, era avisar con tiempo…
La joven rubia agregó:
—Le dije a la señorita Martindale que Edna Brent había asistido a la encuesta, igual que todas, pero que después no la habíamos vuelto a ver, ignorando si se había ido a alguna parte.
—Eso era verdad, ¿no? —inquirió Hardcastle—. Ustedes no sabían a donde se dirigía Edna tras aquel acto…
—Le indiqué que lo mejor era que nos fuésemos a comer las dos a un restaurante —declaró Maureen—, pero al parecer le rondaba algo por la cabeza. Me dijo que no estaba segura siquiera de ir a comer un bocadillo. Pensaba comprarse cualquier cosa, con el propósito de llevársela a la oficina.
—De manera que ella había pensado volver aquí, ¿verdad?
—¡Oh, sí, desde luego! Todas pensamos que obraría así.
—¿Ha notado alguna de ustedes cualquier anomalía en la conducta de Edna Brent, alguna alteración en su aspecto? Me refiero a estos últimos días. ¿La vieron ustedes preocupada, como obsesionada con algo? ¿Les hizo alguna confidencia? Les ruego que, en caso afirmativo, me lo hagan saber.
Las chicas se consultaron mutuamente con unas miradas.
—Edna Brent siempre tenía alguna preocupación —explicó Maureen—. No era muy cuidadosa con su trabajo y cometía frecuentes errores. Le costaba bastante trabajo comprender las cosas.
—Edna era siempre la protagonista inevitable de un sinfín de menudos hechos —manifestó la de la risita nerviosa—. ¿Os acordáis del tacón que perdió hace unos días? Cosas así le pasaban a Edna Brent todos los días.
—Yo también recuerdo el episodio —apuntó Hardcastle.
Casi le parecía ver a la joven contemplando angustiada su zapato y el tacón desprendido, mirando a uno y a otro alternativamente.
Janet declaró solemnemente:
—Al ver que Edna no se presentaba aquí a su hora tuve el presentimiento de que le había ocurrido algo grave.
Hardcastle miró a la muchacha un tanto disgustado. Le fastidiaba la gente que se las daba de lista cuando ya se sabía todo. Estaba completamente seguro de que por la cabeza de la joven no había cruzado aquella idea. Lo más probable era que Janet se hubiese dicho en aquellos momentos: «Edna se la va a ganar cuando "Sandy Cat" se entere de que no ha llegado a su hora».
—¿Cuándo se enteraron ustedes de lo que le había sucedido a Edna Brent?
Las chicas volvieron a intercambiar unas miradas. La de las risitas se ruborizó. Su mirada se posó en la puerta del despacho de la señorita Martindale.
—Es que… ¡Ejem! Salí un segundo a la calle. Quería comprar unos pasteles y sabía muy bien que éstos se habrían terminado cuando yo abandonara la oficina, terminada mi jornada de trabajo. Al llegar a la pastelería, la de la esquina de esta calle, donde me conocen, la mujer que se hallaba tras el mostrador me preguntó: «Trabajaba en el mismo sitio que tú, ¿verdad?» «¿A quién se refiere usted?», inquirí. «A la muchacha que han encontrado asesinada dentro de una cabina telefónica del servicio público», me contestó. ¡Vaya susto que me dio! Volví aquí a toda prisa e informé a mis compañeras. Acordamos que la señorita Martindale debía estar al corriente de lo sucedido y en el instante en que nos disponíamos a entrar en su despacho salió de éste, gritándonos, irritada: «¿Qué hacen ustedes que no oigo ninguna máquina?»
Prosiguió con el relato la joven rubia:
—Entonces dije yo: «Circulan malas noticias acerca de Edna Brent, señorita Martindale».
—¿Y cuál fue el comentario de ésta? ¿Qué hizo?
—Al principio no quiso creerlo —explicó la morena—. «¡Bah! ¡Tonterías! —exclamó—. Algún comadreo de tienda que han recogido ustedes… Debe tratarse de otra chica. ¿Por qué habían de referirse a Edna?» Seguidamente entró en su despacho, llamando entonces por teléfono a la Jefatura de Policía, por la cual se enteró de que, en efecto, nuestra compañera había muerto asesinada.
—Lo que yo no comprendo —dijo Janet, aturdida—, es por qué querrían matar a Edna…
—Apenas tenía relación con los chicos, que nosotras sepamos… —insinuó la morena.
Las tres se quedaron mirando fijamente a Hardcastle, como si éste se hallase en condiciones de darles la solución del problema. El inspector suspiró. Allí ya no tenía nada que hacer. Tal vez las muchachas que en aquellos momentos se encontraban ausentes pudieran ayudarle un poco más. Entre ellas figuraba Sheila Webb…
—¿Eran Sheila Webb y Edna Brent muy amigas?
También en esta ocasión las tres se consultaron cruzando unas miradas.
—No, no mucho…
—¿A dónde ha ido la señorita Webb?
Le dijeron que la joven se hallaba en el «Curlew Hotel» trabajando con el profesor Purdy.
Capítulo XIX
El profesor Purdy interrumpió su dictado para atender la llamada telefónica. Parecía estar muy irritado.
—¿Quién? ¿Qué? ¿Se encuentra aquí ahora, dice? Bien. Pregúntele si no le dará igual mañana… ¡Oh! Conforme, conforme… Hágale subir.
—Siempre surge algo —comentó apesadumbrado—. Con tantas y tan continuas interrupciones, ¿quién podría trabajar? —Quedóse inmóvil, mirando a Sheila Webb, para preguntarle a continuación—: ¿dónde habíamos quedado, señorita?
Iba a contestarle la joven cuando oyeron unos golpes en la puerta. El profesor hizo un último esfuerzo para actualizarse, para evadirse de un mundo remoto, que contaría ya tres mil años, en el que había permanecido sumergido las horas precedentes.
—¿Quién es? Entre, entre… Creo que dije a su debido tiempo que no quería que nadie me molestase esta tarde.
—Lo siento, señor. Siento muchísimo haber tenido que recurrir a esto. Buenas tardes, señorita Webb.
Sheila Webb se había puesto en pie, dejando a un lado su bloc de notas. Sus ojos parecieron reflejar cierto temor. Al menos esto es lo que Hardcastle se figuró.