—Usted dirá…
—Soy el detective inspector Hardcastle. La señorita Webb ya me conoce.
—Ya, ya… —respondió el profesor.
—Sólo deseaba charlar unos minutos con la señorita.
—¿Y no puede usted esperar? No sabe lo que entorpece mi labor. Precisamente estábamos llegando al punto culminante de mi estudio. La señorita Webb estará libre dentro de un cuarto de hora, aproximadamente… Bueno, media hora, quizás. ¡Oh! ¿Pero es que son las seis ya?
—Lo siento, profesor Purdy.
El tono con que hablaba Hardcastle era de firmeza.
—Está bien, está bien… ¿De qué se trata? Supongo que de algunas cuestiones relacionadas con el tráfico. ¡Y qué meticulosos son esos guardias del orden motorístico! Uno de ellos se empeñó el otro día en que había dejado el coche cuatro horas y media frente a uno de esos contadores de los sitios destinados al aparcamiento de vehículos. Yo estaba seguro, absolutamente seguro de que se equivocaba…
—Esto que me ha traído aquí es algo más grave, señor.
—¿Sí? Claro. Usted no tiene coche, ¿verdad, señorita? —El profesor dirigió una vaga mirada a la chica—. Desde luego. Ahora me acuerdo de que la vi llegar aquí en un autobús. Bueno, inspector, ¿de qué se trata?
—Deseaba referirme a una joven llamada Edna Brent. —El inspector se volvió hacia Sheila Webb—. Habrá oído hablar ya de ello, supongo.
La joven le miró con fijeza. Unos ojos muy bellos los suyos. Intensamente azules. Unos ojos que, inexplicablemente, le recordaban los de otra persona, no sabía quién.
—¿Edna Brent, ha dicho usted? —Sheila enarcó las cejas—. Desde luego, la conozco. ¿Qué le pasa?
—Ya veo que no se ha enterado usted todavía. ¿Dónde comió usted, señorita Webb?
Esta se ruborizó.
—Comí con un amigo en el restaurante «Ho Toung», si… si es que le interesa realmente saber eso.
—¿No fue usted después a la oficina?
—¿Al «Cavendish Bureau», quiere decir? Llamé por teléfono y se me ordenó que viniera aquí directamente, al hotel, para atender al profesor Purdy a las dos y media.
—Eso es cierto —apuntó el profesor, asintiendo—. A las dos y media. Y desde esa hora no hemos parado de trabajar un momento. ¡Oh! Debí haber pedido que nos sirvieran unas tazas de té, querida. Lo siento, señorita Webb. Usted habrá echado de menos un ligero refrigerio. Debiera habérmelo recordado.
—Es igual, profesor Purdy, es igual.
—Ha sido un descuido mío imperdonable. Pero, en fin, ya no tiene remedio. Habré de procurar no interrumpir la conversación con el inspector, quien, evidentemente, desea formular algunas preguntas.
—¿Así pues, ignora usted lo que le ha ocurrido a Edna Brent?
—¿Lo que ha ocurrido a…? —Sheila levantó la voz inconscientemente—. ¿Qué quiere darme a entender? ¿Ha sufrido algún accidente acaso? ¿Ha sido atropellada?
—Los coches corren tanto hoy —comentó el profesor—. La calzada se ha vuelto muy peligrosa para todos.
—Pues sí… Edna Brent ha sido víctima de un atropello inicuo —Hardcastle hizo una pausa al llegar aquí, con el deliberado fin de dar a Sheila la noticia con la mayor brusquedad posible—. Esa joven murió estrangulada alrededor de las doce y media, dentro de una cabina telefónica.
—¿Dentro de una cabina telefónica? —inquirió el profesor, aprovechando aquella ocasión para mostrar su interés.
Sheila Webb no dijo nada. Continuó mirando fijamente al inspector. Su boca se entreabrió ligeramente, sus ojos parecieron dilatarse.
«Una de dos: o es la primera vez que oye hablar de esto o es una magnífica actriz», pensó Hardcastle.
—Estrangulada en una cabina telefónica —comentó el profesor—. ¡Santo Dios! Se trata de algo extraordinario, verdaderamente extraordinario. No es ése el sitio que yo elegiría… Quiero decir de ser capaz de realizar tal acción. No. De veras. ¡Pobre muchacha! ¡Qué desgracia tan grande!
—Edna… ¡Asesinada! Pero, ¿por qué?
—¿Sabe usted, señorita Webb, que Edna Brent deseaba verla a toda costa, anteayer, que fue a casa de su tía y estuvo esperándola allí?
—Fue culpa mía —manifestó el profesor—. Retuve a la señorita Webb hasta muy tarde aquel día. Me acuerdo muy bien. Se nos hizo muy tarde. Lo siento, lo siento mucho. Pierdo la noción del tiempo cuando trabajo, querida. Debiera usted estar sobre mí…
—Mi tía me informó de eso, pero yo ignoraba que su visita obedeciese a algo especial. ¿Es que Edna se encontraba en un apuro?
—No sabemos. Quizá no lo sepamos nunca. Esto es, si usted no nos lo dice…
—Que yo… ¿Y cómo voy yo a saberlo?
—Tal vez se figure a qué podía obedecer la visita de Edna Brent.
Sheila movió enérgicamente la cabeza.
—No tengo la menor idea sobre el particular.
—¿No le había indicado ella algo disimuladamente, hallándose las dos en la oficina?
—No. De veras que… Ayer no estuve en la oficina en todo el día. Tuve que ir a Landis Bay, para dedicar toda la jornada a uno de nuestros clientes, un escritor.
—¿Últimamente no había visto usted a la chica preocupada?
—Edna Brent era una muchacha que daba la impresión en todo momento de hallarse preocupada o perpleja. Vacilaba ante lo más mínimo, era tímida, apocada. Jamás se mostraba segura de sí misma ni sabía qué hacer en cada caso. Copiando una novela de Armand Levine extravió una vez los folios. Pasó unas horas apuradísima. Se había dado cuenta del percance después de remitir a nuestro cliente el ejemplar mecanográfico de la obra.
—Ella, entonces, le pediría que la aconsejara.
—Sí. Le indiqué que lo mejor sería que escribiese a Levine una nota. Creía yo que llegaría a tiempo ésta porque no siempre el autor de un libro se apresura a leer el trabajo a máquina a los fines de corrección y otras enmiendas más sustanciales. Lo lógico era eso: que escribiera contándole a Armand Levine lo sucedido y rogándole que no se quejara a la señorita Martindale. Mi proyecto no fue de su agrado, no obstante.
—Cuando tenía uno de esos problemas, ¿acostumbraba siempre a pedir consejo a las demás?
—Siempre. Lo malo era que pocas veces nos poníamos de acuerdo por lo cual lo único que hacíamos era aumentar su confusión.
—De manera que su intención de recurrir a usted en el supuesto de hallarse en un aprieto no ha de extrañar a nadie, ¿verdad? ¿Se daban tales incidentes con frecuencia?
—Sí, sí.
—¿Y no sospecha usted que esta vez pudo tratarse de algo más serio?
—No. En la oficina se pasan momentos ingratos, pero no graves.
El inspector se preguntó si Sheila Webb estaría en realidad todo lo tranquila que aparentaba.
—Ignoro el motivo de su visita a mi casa —prosiguió la muchacha hablando con rapidez—. No tengo la menor idea… Es más, no me explico por qué deseaba hablarme fuera de la oficina, en el domicilio de mi tía.
—¿No querría decirle algo sobre el «Cavendish Bureau»? Quizá se propusiera evitar que se enterasen las restantes compañeras. Evidentemente, deseaba que lo que fuese quedara entre las dos. ¿Ando muy descaminado, señorita Web? ¿Qué cree usted?
—Estimo sus suposiciones muy improbables. Seguro que no tiene que haber sido nada de lo que usted se figura.
Sheila respiraba agitadamente al pronunciar las anteriores palabras.
—En consecuencia, no puede usted ayudarme en mis tareas indagatorias, por lo que veo.
—No. Siento mucho lo de Edna, pero no acierto a comprender cómo podría convertirme yo en su colaboradora.
—¿No recuerda nada que esté relacionado con lo ocurrido el 9 de septiembre?
—¿Se refiere… se refiere usted al hombre de Wilbraham Crescent?
—A él me refiero, en efecto.
—¿Qué podría saber Edna Brent acerca de su muerte, acerca de él?
—Nada importante, quizá. Pero es posible que conociese un detalle cualquiera… Para nosotros todo tiene su valor. Hasta la minucia más insignificante —Hardcastle hizo una pausa—. La cabina telefónica en que fue hallado el cadáver de Edna Brent se encuentra en Wilbraham Crescent. ¿No le dice eso nada tampoco, señorita Webb?