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—Nada, en absoluto.

—¿Estuvo usted en Wilbraham Crescent hoy?

—No. No estuve allí —repuso ella con vehemencia—. No he vuelto a acercarme a aquel lugar desde el día que… Comienza a figurárseme un sitio horrible. Ojalá no lo hubiera conocido nunca. ¿Por qué tengo yo que verme mezclada en este asunto? ¿Por qué fui enviada allí? ¿Por qué murió Edna en sus inmediaciones? ¡Tiene usted que averiguarlo, inspector, tiene usted que averiguarlo!

—Eso es precisamente lo que yo me he propuesto, señorita.

Había un ligero acento de amenaza en su voz al agregar:

—Puedo asegurárselo.

—Está usted temblando, querida —medió el profesor Purdy—. Creo que no le iría mal ahora un vasito de jerez.

Capítulo XX

NARRACIÓN DE COLIN LAMB

Tan pronto regresé a Londres informé debidamente a Beck. El coronel tendió el brazo hacia mí, señalándome. En su mano humeaba el puro de costumbre.

—Debe haber algo aprovechable en esa extravagante idea suya en torno a las calles en forma de media luna —me dijo, condescendiente.

—Parece ser que al final he sacado una cosa en limpio, ¿verdad?

—Yo no me atrevería a asegurarlo rotundamente. Me limitaré a indicarle que es posible. Nuestro buen técnico del ramo de la construcción, el señor Ramsay, ocupante, en ocasiones, del número 62 de Wilbraham Crescent, no es todo lo que parece ser. En los últimos meses le han sido encomendadas algunas curiosas misiones. Las firmas que lo han empleado no son falsas, pero cuando no carecen de una sólida historia resulta que ésta es bastante peculiar. Ramsay salió de viaje sin previa preparación, sobre la marcha, hace cinco semanas, dirigiéndose a Rumania.

—Eso no es lo que su esposa contó.

—Lo cierto es que tal fue su punto de destino. Y allí se encuentra actualmente. Nos agradaría saber un poco más de él. Lo mejor, pues, es que se ponga usted en camino. He conseguido un nuevo pasaporte y los visados necesarios. Nigel Trench será su nombre esta vez. Refresque sus conocimientos sobre las plantas raras de los Balcanes porque en la presente ocasión será usted todo un botánico.

—¿Hay instrucciones especiales?

—No. Ya le daremos a conocer el nombre de su enlace cuando le entreguemos sus papeles. Recoja todos los informes que pueda acerca del señor Ramsay.

El coronel Beck me miró fijamente.

—No parece usted muy complacido —observó desde detrás de la nube de humo de su puro.

—Cuando una corazonada no nos engaña se experimentan sensaciones muy encontradas —murmuré en tono evasivo.

—El número 61 de Wilbraham Crescent está ocupado por un maestro de obras, un tipo perfectamente inofensivo, es decir, inofensivo desde nuestro punto de vista. El pobre Handbury se equivocó en el número, pero aproximándose bastante a la realidad.

—¿Se han ocupado ustedes de los otros o se han limitado exclusivamente a Ramsay?

—«Diana Lodge» es algo tan puro como la propia Diana, al parecer. Una larga historia a base de gatos. McNaughton resultó vagamente interesante. Es un profesor ya jubilado, como usted sabe. Profesor de Matemáticas. Un hombre muy brillante, según todos los indicios. Renunció a una cátedra basándose en su falta de salud. Supongo que esto será verdad, pero se le ve bien sano y fuerte. Da la impresión de haber suprimido toda relación con sus amistades de otros tiempos, cosa que produce extrañeza.

—Lo malo es que vamos a acabar sospechando de todo y de todos…

—Ha dado usted en el clavo —aprobó el coronel Beck—. A veces sospecho de usted mismo. No lo puedo remediar, pienso que se ha pasado al otro bando. En esto llego incluso a desconfiar de mí y se me figura que ando chaqueteando con unos y con otros después de dar lugar a un revoltillo incomprensible.

Mi avión salía a las diez de la noche. Tenía que ver a Hércules Poirot antes de marcharme. Esta vez me lo encontré bebiendo sirop de cassis (entre nosotros: licor de grosella). Me ofreció una copita. La rechacé. George me sirvió whisky. Pasó lo de siempre.

—Parece usted deprimido —me dijo Poirot.

—No. Es que me marcho al extranjero.

Me dirigió una mirada de interrogación.

—¿De veras?

—De veras.

—Le deseo mucho éxito en su misión.

—Gracias. Bueno, Poirot. ¿Cómo van sus trabajos domésticos?

—¿Mis trabajos domésticos?

—¿Qué hay del crimen de los relojes de Crowdean…? ¿Ha tenido usted ocasión ya de recostarse en su butaca, entornar los ojos y dar con las respuestas que explican el enigma?

—Leí lo que me dejó aquí con el máximo interés —manifestó Poirot.

—Poco material utilizable había en mis papeles, ¿no cree? Las visitas a los vecinos acabaron en desilusión, en fracaso…

—Todo lo contrario, amigo. Dos de esas personas pronunciaron frases muy expresivas.

—¿Quiénes? ¿Cuáles fueron las palabras a que alude?

Poirot me contestó indicándome algo irritado que debía releer mis notas cuidadosamente.

—Entonces lo verá por sí mismo… Salta a la vista. Lo inmediato, ahora, es hablar con más vecinos.

—Aprovechables creo que no hay más.

—Tiene que haberlos. Alguien debe haber sorprendido cualquier detalle… Esto es siempre axiomático.

—El axioma no lo es porque falla en este caso. ¡Ah! He de darle cuenta de nuevos hechos. Ha habido otro crimen.

—¿Sí? ¿Tan pronto? Eso es interesante. Cuénteme.

Se lo conté todo. Poirot me estrechó a preguntas, hasta que al fin se hizo con un relato completísimo de lo sucedido. Le hablé también de la tarjeta postal que había puesto en manos del inspector Hardcastle.

—«Recuerda…» Cuatro, uno, tres… O cuatro trece… —repitió pensativo—. Sí. Se trata de la misma disposición…

—¿Qué quiere decir con eso?

Poirot cerró los ojos.

—A esa tarjeta postal sólo le falta una cosa: una huella digital impresa con sangre.

Le miré sin saber qué pensar.

—En realidad ¿qué opina usted de este asunto?

—Se va aclarando bastante… Como de costumbre, al asesino no se le da tregua.

—Pero, ¿quién es el asesino?

Poirot se abstuvo astutamente de responder a mi pregunta.

—Durante su ausencia, si usted me lo permite, llevaré a cabo unas indagaciones.

—¿Cuáles?

—Mañana ordenaré a la señorita Lemon que escriba a un abogado, al señor Enderby, un buen amigo mío. Deseo consultar los registros de las partidas de casamientos de Somerset House. También mandaré que sea puesto un cable.

—Creo que esto no es jugar limpio, Poirot —objeté—. Lo que hace no es exactamente permanecer sentado en un sillón entregado a profundas reflexiones.

—¡Eso es precisamente lo que estoy haciendo! La señorita Lemon no realizará otro trabajo que el de comprobar las conclusiones a que yo he llegado. No es información lo que busco sino confirmación.

—¡No creo que usted sepa nada, Poirot! El asunto está muy enredado. Nadie sabe quién es el hombre asesinado…

—Yo lo sé.

—Dígame su nombre.

—No tengo la menor idea. El nombre carece de importancia. Conozco, en cambio, su identidad, por paradójico que esto le parezca, más concretamente: su procedencia…

—¿Se trata de un chantajista?

Poirot cerró los ojos.

—Haré una breve cita. Igual que la última vez. Y tras esto no pronunciaré una palabra más.

Mi amigo recitó solemnemente:

Dilly, dilly, dilly… Come and be killed[9].