—Es Harry. Sí. Tiene otro aspecto, parece más viejo…, pero es él.
El inspector hizo una seña al funcionario del depósito y cogiendo del brazo a su acompañante la condujo al coche, regresando después a la Jefatura de Policía. Hardcastle guardó silencio. Dejó que la mujer se recobrara de la impresión sufrida por sí sola. A los pocos minutos de sentarse nuevamente en el despacho se presentó un policía con una bandeja en la que había dos tazas de té.
—Tómese esto, señora Rival. Le sentará bien. Ya charlaremos después.
—Gracias.
Ella se sirvió azúcar en abundancia, y procedió a beberse el confortable brebaje.
—Me encuentro mejor. No es que me importara mucho realmente. Solamente… Está justificado que una se trastorne un poco, ¿no es cierto?
—¿Está convencida de que ese hombre es su esposo?
—Estoy segura de ello. Por supuesto, con más años, pero no ha cambiado mucho. Siempre se le veía muy limpio. Era un hombre distinguido. A primera vista se le notaba una cosa: que tenía «clase». ¿Entiende lo que quiero decir?
Sí, pensó Hardcastle. La frase era gráfica y encajaba perfectamente tratándose de describir a la víctima. Tenía «clase». Evidentemente, el hombre había parecido siempre mejor de lo que era en realidad. Algunos individuos tenían esa suerte y ellos la aprovechaban para sus fines particulares.
—Cuidaba mucho sus ropas y demás efectos personales —prosiguió diciendo la señora Rival—. Me imagino que por tal razón y su natural simpatía… ellas se enamoraban fácilmente de mi marido, no sospechando nada anormal.
—Explíquese, por favor, señora.
Hardcastle extremó el tono afectuoso de su voz.
—Me estaba refiriendo a las mujeres que tenían contacto son él, en general. Las mujeres llenaban la mayor parte de su vida.
—Comprendo. Y usted se enteró de eso, naturalmente.
—Yo sospechaba ya algo. Estaba casi siempre fuera de casa. Desde luego, yo ya conocía a los hombres. Pensé que lo más probable era que tuviese relación con alguna chica de vez en cuando. Claro, hay temas que no pueden abordarse en una conversación normal. Los hombres mienten en esos casos. He ahí todo lo que una saca en limpio. Pero jamás me figuré que llegase a hacer de sus escapadas un negocio.
—Y luego vio confirmados sus temores, ¿verdad? La mujer asintió:
—¿Cómo se enteró de ello?
La señora Rival se encogió de hombros.
—Al regreso de uno de sus viajes. Había ido a Newcastle, me explicó. Añadió que tenía que quitarse de en medio en seguida. Aseguraba que su juego había sido descubierto. Una mujer, por culpa suya, se encontraba en un serio apuro. Una maestra de escuela, señaló. Corría el peligro de que se armara un grave alboroto. Le acosé a preguntas. No me costó mucho trabajo lograr que confesara. Quizá pensara que sabia más de lo que di a entender. Las mujeres, como ya le he indicado antes, se enamoraban con relativa facilidad de él. Les pasaba, sencillamente, lo que me había pasado a mí. Se cruzaban unos anillos y quedaba establecido un compromiso. Luego, él las convencía para que invirtieran su dinero en algún negocio supuestamente provechoso. Ellas aceptaban casi siempre.
—¿Había procedido de igual modo con usted?
—Sí, pero yo me negué a darle nada.
—¿Por qué razón? ¿Es que ya entonces no le inspiraba confianza?
—Le diré… Yo no he sido nunca de esas personas que confían a ciegas en los demás. He vivido amargas experiencias; he conocido el lado amargo de las cosas. Me pregunté por otro lado por qué había de ser él quien operara con mi dinero. Esto era algo que estaba a mi alcance también. La mejor manera de conservar lo que una tiene es, prácticamente, la de no hacer cesiones estúpidas o injustificadas. He visto caer en esa trampa a muchas ya… Las mujeres solemos incurrir en tales tonterías.
—¿Cuándo le propuso él efectuar inversiones con su dinero? ¿Antes o después de casados?
—Creo que me lo sugirió antes, pero como yo no respondí a sus requerimientos no volvió a abordar aquel tema. Tras nuestro casamiento me habló de cierta oportunidad maravillosa, a su juicio, que se le había presentado. «No hay nada que hacer», le respondía. Desde luego, yo obraba así impulsada por mi desconfianza, pero también pensando en que los hombres se dejan a menudo cautivar por espejismos que se traducen en irremediables fracasos.
—¿Había tenido su esposo algún tropiezo con la policía?
—Esta le tenía sin cuidado —manifestó la señora Rival—. No hay una sola mujer que no procure ocultar experiencias del tipo de las que mi marido provocaba. Aquella última vez, sin embargo, todo parecía ser diferente. Tratábase de una joven educada. No resultaría tan fácil de engañar como a las otras.
—¿Iba a tener un hijo acaso?
—Sí.
—¿Era la primera vez que ocurría una cosa así?
—Yo me inclino a creer que no —la mujer agregó—: Con respecto a él no sabía a qué atenerme, concretamente. ¿Le guiaba el afán de lucro? ¿Hacía de sus actividades un medio de vida? ¿O era de esos individuos que al mismo tiempo que se divierten no ven inconveniente en que las mujeres con quienes tienen que ver corran con los gastos inevitables en toda distracción?
La señora Rival pronunció esas palabras con un dejo de amargura.
Hardcastle inquirió suavemente:
—¿Le quería usted, señora Rival?
—Con franqueza: no lo sé. Supongo que cuando accedí a sus proposiciones matrimoniales algo significaría para mí…
—Se casaron ustedes, efectivamente, ¿no?
—Sobre esto tengo mis dudas… Sí, la ceremonia tuyo lugar en una iglesia. Ahora bien, yo no sé si con anterioridad había contraído matrimonio con otras mujeres. En tal caso usaría cada vez un nombre distinto. Castleton era su apellido cuando me casé con él. No creo que ése fuese el suyo, el verdadero.
—Harry Castleton, ¿no?
—Sí.
—Y ustedes vivieron en esa población llamada Shipton Bois como marido y mujer… ¿Por espacio de cuánto tiempo?
—Unos dos años. Antes habíamos vivido en las proximidades de Doncaster. No sé si me sorprendí mucho cuando volvió aquel día a casa para contármelo todo. Pienso que yo debía abrigar sospechas desde varios meses atrás. Naturalmente, aquéllas no habían tomado cuerpo en mí más que de un modo ligero. ¡Parecía un hombre tan respetable! Mi marido daba la impresión de ser todo un caballero.
—¿Qué sucedió entonces?
—Me dijo que tenía que desaparecer lo más rápidamente posible y yo le contesté que podía marcharse cuando quisiera, que yo no estaba dispuesta a secundarle en nada —la mujer agregó, pensativamente—: Le di diez libras. Era todo lo que yo tenía en casa. El me objetó que andaba escaso de dinero… Ya no volví a verle ni a saber de él. Hasta hoy. O, mejor dicho, hasta que me enfrenté con su fotografía en la Prensa.
—¿No tenía ninguna señal especial en el cuerpo? ¿Ninguna cicatriz, por ejemplo? ¿No sufrió nunca ninguna operación o fractura?
—Me parece que no.
—¿Utilizó alguna vez el apellido Curry?
—¿Curry? No… Bueno, no lo sé, a ciencia cierta.
Hardcastle empujó la tarjeta que tenía encima de la mesa en dirección a su interlocutora.
—He aquí lo que encontramos en uno de sus bolsillos —dijo.
—Continuaba haciéndose pasar por agente de seguros, por lo que veo. Claro, usa, usaba, he querido decir, diferentes nombres siempre.
—Me indicó antes que no supo nada de él en el transcurso de estos últimos quince años…
—Ni siquiera se le ocurrió nunca enviarme una postal de felicitación por Navidad —apuntó la señora Rival, irónica—. Tampoco creo que supiera mi paradero, sin embargo. Volví a los escenarios tras su partida, durante algún tiempo. Siempre andaba de tournée. ¡Qué vida la mía entonces! Torné a ser Merlina Rival…